Miedo en el corazón, de Pedro Crenes Castro

Ant2 de 3Sig
Usa en el teclado las flechas ← →

Carlitos y yo nos bajamos y comenzamos a caminar en busca de nuestras madres. Comentábamos la jugada, la locura de luces sucesivas, la realidad vista a velocidad de vértigo, el meneo de la atracción, los gritos de las muchachas y el tipo con cara de indio que se bajó todo meado del miedo, tremendo mariquita, “¿pa’ eso se sube?”, y yo me reía como un verdadero hombrecito de casi diez años cuando en ese camino emprendido y mermada sensiblemente mi fortuna, Carlitos paró a unos metros del lugar del miedo.

— ¿Nos asomamos a ver qué hay en esa carpa?

“No te asomes que da miedo”.

Recordé lo que mamá me había dicho y lo puse al lado de la propuesta de Carlitos que siempre había sido un aventurero, tenía doce, y sabía mantener a raya a mi tía Gaby. Además, ¿cómo sabía mi mamá que daba miedo? Lo mismo lo decía para protegerme demasiado, para hacerme sentir un niño pequeño. ¿Qué miedo puede dar una mujer con cuerpo de rana? Seguro que es una tontería, pensé, mientras mi primo esperaba una respuesta.

¿Te da miedo?

Carlitos no se daba por vencido y no iba yo a quedar de gallina delante de mi único primo varón, que además era un bochinchoso y que seguro terminaría yéndole con el cuento a mis primas y de allí a mi escuela y a todo el país. Tenía que asomarme, total unos segundos, seguro que no sería para tanto y que me daría cuenta del truco, papá me decía siempre que estuviera atento, que todo es puro cuento.

—¿Miedo yo?

Carlitos escuchó mi respuesta y emprendió la marcha decidida y valiente hacia la carpa tétrica y oscura de la enana mutante como si estuviera siendo atraído hacia ella por la melodía de un flautista de Hamelín del terror. Yo me fui también detrás de él como un ratón fascinado por la música de la curiosidad, por las pocas luces y el patetismo de barraca de circo monstruoso que envolvía a aquella carpa.

“No te asomes que da miedo”. Recordé otra vez.

Carlitos ya estaba asomado y parecía no darle miedo. Yo soy un hombretón, me lo decía mi papá, que no me lo amaricones, le decía a mi mamá y ella le contestaba a gritos que no permitiría que yo fuese como él. Comencé a escuchar mis pasos con claridad y poco a poco los latidos de mi corazón subían de volumen y el ruido de fondo, como en las películas, disminuía lentamente. Los latidos aumentaban, los oía, cada golpe, se hacían más audibles, ensordecedores…

Asómate.

Carlitos tenía ya pintada en la cara una risita maliciosa y me dijo que mi mamá nunca lo sabría por su boca, te lo juro por mi vieja, me dijo, llevándose a la boca el índice y el pulgar cruzado y besándolos, lanzando ese beso de juramento al cielo, que por mí tu mamá no lo va a saber. Los latidos casi no me dejaban oír, Carlitos no conseguía frenarlos, hacer que se callaran, hacer que me dejaran.

“No te asomes que da miedo”.

Mamá exagera, seguro, y me dispuse a levantar la cortina levemente, como hizo Carlitos con suficiencia valiente de héroe irreductible, para mirar adentro sin ser visto y confirmarme que mamá definitivamente es exagerada, que la vaina (lo pensé pero a mamá no le gustaba que dijera eso), no era para tanto como decía mi papá.

Me asomé y casi me caigo de espaldas.

Sobre una mesa, suspendida en el aire, a dos palmos, lo juro, estaba una cabeza de mujer que tenía los ojos cerrados. El pelo largo y negro caía casi hasta la mesa. Sintió que me moví y abrió los ojos como si la hubiera despertado de un sueño profundo y dijo, en un susurro que escuché perfectamente cómo llegaba hasta mis oídos por encima de los latidos de mi corazón, “¡qué haces!”. Retrocedí como quien quita la mano de encima del fuego.

¿Te dio miedo?

Carlitos se empezó a reír, me señalaba y sabía que yo estaba aterrado, que no salí corriendo de milagro porque las piernas estaban paralizadas, me pesaban como dos fardos de piedra, estaban clavadas al suelo. Los latidos, sus golpes sordos como quien tiene escondido bajo la almohada un reloj de cuerda, ponían música a mi miedo. Nos alejamos de allí como pudimos y le recordé a mi primo que no dijera nada, que lo había jurado por su vieja dando un beso a la cruz de dedos que había formado y que lo había lanzado al cielo. Caminamos y pasamos cerca de un puesto de manzanas caramelizadas, rojas, brillantes, dulces, necesarias para calmar el susto, azúcar para tranquilizarme de la visión de aquellos ojos negros abriéndose, de aquel susurro que me lamía los oídos, ¡qué haces!, y aumentaba con el solo recuerdo el volumen de mi corazón. Pedimos, pagué y volví a recordárselo al bocazas bochinchoso de mi primo: A mi mamá ni una palabra, mientras nos comíamos las manzanas y localizábamos a nuestras madres, a las que encontramos por fin en un puesto de comida tomándose una cerveza y un ceviche.

—¿Te asomaste?

Mamá me lo preguntó no sé por qué, tal vez escucharía los latidos de mi corazón que habían decidido dejarme sordo, y mi primo comenzó a reírse mirando para otro lado y mamá me lo volvió a preguntar. Te dije que daba miedo, y casi me echo a llorar allí mismo pero me contuve y mi tía Gaby le reclamó a mi primo que por qué tenía que llevarme a ver cosas que dan miedo sabiendo que yo soy más chico. Me sentí humillado. Nuestras madres decidieron que nos íbamos ya y nos fuimos caminando juntos en la misma dirección, ellos a su casa y nosotros a la de la abuela Carmen que estaba a dos calles más allá, para pasar nuestra primera noche con ella.

El apartamento de mi abuela, que por esas noches antes de nuestra nueva vida era nuestra casa, tenía una única habitación y dos camas. La suya y la que mi mamá y yo ocuparíamos mientras me compraban una para mí. ¿Eso significaba que nos íbamos a quedar a vivir con ella? Mientras caminaba junto a mi mamá me preguntó qué vi. Los latidos, el susurro, la mirada súbita de ojos negros, la cabeza suspendida en el aire. Lloré.

—Te dije que daba miedo, ¿y ahora qué?

Estaba aterrado. En cada esquina de aquel barrio oscuro, no había ni siquiera una farola, me asaltaba todo aquello y el corazón, delator e implacable, me torturaba con sus latidos. Subí con mamá de la mano las escaleras hasta la puerta de mi abuela. Por la espalda sentía que unos ojos se me clavaban, que un susurro se me acercaba, “¡qué haces!”, y se me ponía la piel de gallina. Al abrirnos la puerta, mi abuela Carmen me lo notó. Oiría, seguro, los latidos de mi corazón.

—¿Qué te pasa?

Mamá me dijo que se lo contara a mi abuela y lo hice y ella me miraba raro pero con una ternura comprensiva que me animó a echar unas lagrimitas, ya de pura rabia, por no poder sacudirme de la retina las imágenes de aquella cabeza ni de los oídos el susurro de su voz de ultratumba. No dije nada de Carlitos para que mi abuela no lo regañara haciéndome sentir de nuevo humillantemente pequeño.

Las camas estaban listas y mamá anunció que se iba a lavar los dientes y teníamos que dormir ya, “que mañana tenemos que levantarnos temprano”, no sabía para qué, sería domingo y supuse que tendría que ver con la nueva vida. “Apago la luz”, dijo mamá y yo la miré aterrado y ocurrió lo que le dije cuando estábamos juntos en el baño ante el espejo y con los cepillos en las manos: cuando cierro los ojos veo la cabeza flotando que me mira. “Bien hecho, por desobedecer”, fue toda la respuesta de mi mamá ante mi terror y parecía estar disgustándose por dentro a fuego lento. Apagó la luz e intenté mantener los ojos abiertos, pensar en “El huracán” y en los carros locos pero nada, la cabeza flotante me miraba y su voz volvía. El corazón comenzó de nuevo su aceleración de pánico y se propuso amenizar mi desvelo de miedo. Intenté acercarme a mi mamá que me apartó diciéndome que hacía calor y que si tenía miedo tenía que haberlo pensado antes. Todo eso en susurros: “te dije que daba miedo”, sentenció y me sentí abandonado en la oscuridad con la cabeza de mujer mutante y su voz mortecina.

“Déjalo que se venga para acá”.

(sigue leyendo)