Euskadi Sioux, de Lourdes Iglesias

A raíz de un desmayo producido por su enfermedad terminal, Teodoro del Pozo, un policía de narcóticos retirado en Extremadura, recibe la visita fugaz de un hombre que quiere recompensarlo por haber salvado su vida años atrás. Teodoro no se acuerda de él, pero ese hombre, que se presenta como un indio Soñador del Trueno, insiste en que conoce la manera de aplazar su muerte. Esta revelación concede al expolicía un último caso. De la mano de una mujer interesada en descubrir la desaparición del Soñador del Trueno, Teodoro se introduce en las ceremonias visionarias que practicaban los indios sioux en las llanuras americanas.

Paralelamente, asistimos al relato de la juventud de Roni, un muchacho vasco en los años 80; década estimulante y perturbadora en que Euskadi descubría un panorama tanto de libertades como de fanatismo y dolor. El título, Euskadi Sioux, remite al fanzine de vanguardia que agitó la escena cultural vasca de los 80, nexo de artistas como Vicente Ameztoy, Juan Carlos Eguillor o Iván Zulueta. En esta novela, áspera y contundente, Lourdes Iglesias ofrece un completo fresco de tragedias humanas.

Lourdes Iglesias, la autora de Euskadi Sioux (Alfabia), es escritora y guionista de cine. Nacida en San Sebastián, vive actualmente en Barcelona. Como guionista ha colaborado en El Club de los Falsos Recuerdos (con Jesús Regueira, 1995), 99.9 (Agustín Villaronga, 1997), Extraños (Imanol Uribe, 1998) y Los Señores de Gardenia (Antonio Aloy. 1999). Es autora y directora del cortometraje Carol, no te dispares (2001). Ha producido y realizado los documentales Guided tour II, de Cristina Iglesias (2006), Will it be a likeness?, de John Berger y Juan Muñoz (2007) y Guided tour III, de Cristina Iglesias (2011). Debutó en la narrativa con Algas Rojas (Alfabia, 2008). Euskadi Sioux, de nuevo en esta editorial, sale a la venta el próximo martes 9 de diciembre. Aquí te ofrecemos un preestreno.

 

 

 

–¡Puto egoísta! ¡Loco de mierda! ¡Vamos a llamar a la poli! –gritaban–. ¡No podemos estudiar!

En una de las viviendas protegidas construidas cerca de las vías del tren, en una barriada marginal de Eibar, se oía a todo trapo She’s Lost Control de Joy Division. Reunidas en un minúsculo pasillo, tres jovencitas aporreaban enloquecidas la puerta de una habitación. Roni, un joven de pelo negro y rizado, rasgos duros y angulosos, vestido con un mono verde del ejército salpicado de pins contestatarios, se fumaba un porro sentado en el quicio de la ventana abierta, con la mirada fija en un pez Luchador de Siam que nadaba inquieto en su pecera, y canturreaba: «…Y desveló todos los secretos de su pasado y dijo / he perdido el control otra vez». Lo que le importaba era la letra de la canción, los ataques de epilepsia, la enfermera de su ídolo y no las amenazas de sus hermanas. Sabía que no lo harían, que la madre las mataría si metían a un poli en su casa. Paquita había involucrado a todos sus hijos en el amor a la patria vasca a través de la lengua, de ciertas tradiciones y de la conexión con la madre tierra. Roni la adoraba. Era la única que perdonaba sus excesos, sus provocaciones, y que cerraba los ojos para no ver la verdad. A los diecisiete años Roni era un adorador del fanzine Euskadi Sioux, un fan loco, mucho más loco que quienes lo habían ideado. Los iconos de Roni eran los Sex Pistols y Joy Division: le provocaban una subida de adrenalina que le ponía a cien mil por hora y estaban bien representados en los pins que salpicaban su mono verde. También estaba allí su ideario revolucionario, desde el «No a la Central de Lemoniz» hasta mensajes como: «Solo existe un acto eternamente repetido en la vida: el descenso y hundimiento en el abismo». Era una frase de Melmoth el Errabundo, su indiscutible libro de cabecera de esa época. Y, cómo no, varios pins con las portadas de Euskadi Sioux.

Cuando la madre llegó a casa, las hijas se abalanzaron sobre ella para que entrara en la habitación de Roni y le obligara a bajar la música.

Los padres eran religiosos, como buenos euskaldunes. La madre daba clases de catecismo. Estaba traumatizada porque a los doce años ya no se le permitió seguir estudiando. Se tuvo que ir de neskame, de criada, a otro caserío, y dejó la escuela; por eso su máxima ilusión era que sus hijos «tuvieran papeles». Venía de una reunión del instituto en la que todos los profesores se habían quejado de la indisciplina de Roni y de que siempre estuviera fumado. Fuera de casa, ella salía en su defensa: su hijo no era un drogadicto; pero en casa era otro cantar. Tras pegar dos puñetazos a la puerta y entrar en la habitación, se puso como una pantera. Roni apartó su mirada emporrada del movimiento del Luchador de Siam y se guardó en sus retinas el fuego azul de las aletas del pez.

–Como no dejes las drogas, no sé que voy a hacer. Te saco de aquí y te mando a Reno con el tío Fulgencio. A cuidar de las ovejas y las vacas. Se acabaron los estudios.

–No hagas caso de lo que dicen. Son unos envidiosos, amá.

–Eso es lo que pienso casi siempre, pero a veces me digo, ¿y si me estoy engañando y no veo la realidad?

–Vete a la catequesis y habla con el tío Patxi. Verás como él me defiende.

–Pero si no vas a misa desde los trece años…

–Hablo con él de filosofía… Él me entiende.

–Te defiende, pero reza por ti todos los días. Como yo. Para ver si te encauzas y te quitas esos monos verdes de la armada.

–Son americanos, amá.

–Me alegra que no sean españoles, pero vístete como Dios manda –dijo finalmente, perdonándole la vida a su ojito derecho por enésima vez.

Roni respiró aliviado cuando su madre cerró la puerta y pudo volver a relajarse frente al pez tropical azul que nadaba solitario en el interior de la pecera. Fue su tío Patxi quien le regaló su primer Luchador de Siam. Se lo trajo de unas misiones en Asia. Desde que lo vio tuvo una sintonía total. Le gustaba mirarlo. Le daba paz. Lo cuidaba como a un príncipe. A menudo, iba a una tienda de mascotas de San Sebastián y le compraba de todo. Rocas, animalitos para que se los comiera, comida seca, algas… A veces metía la mano en el agua y lo tocaba. Le encantaba agarrarlo. Lo apretaba suavemente y el pez se escapaba nervioso. Cuando moría uno, encargaba otro. Del Luchador de Siam le gustaba todo, pero lo que le fascinaba era que atacara a los otros machos de su especie. Rodeó con las manos el cristal y, concentrándose, sintió el calor que emanaba de aquel guerrero vivo y narciso. Tan narciso como él.

Vivía en una ciudad rica, industrial, llena de fábricas: de maquinaria, de tornillos, de armas… Casi toda la población estaba formada por emigrantes o por gente que había nacido allí o en los caseríos de la zona, como sus padres; caseros que bajaron a la ciudad en busca de una vida mejor que la que podía proporcionarles la tierra, un futuro para sus hijos y una oportunidad para mejorar socialmente. Los caseríos de la zona habían proporcionado la gran mayoría de jóvenes que luchaban contra el estado español y que reivindicaban una Euskal Herria marxista e independiente.

Ese era el paisaje natural. Nadie, aunque no estuviera de acuerdo, se atrevía a decir nada, ni a comentarlo. El silencio era el mal que carcomía las relaciones. Nadie se fiaba de nadie.

Muchos se habían visto envueltos en escenas violentas. Asesinatos en los que conocían al asesino. Roni vio al hijo mayor del caserío Artzano, que se hallaba junto a la sidrería al pie de la montaña de Arrate, alcanzar corriendo a un hombre que caminaba lentamente. Le vio empujando a dicho hombre contra la pared, meterle el cañón de la pistola en la boca y saltarle los sesos por los aires. Eran situaciones de las que mejor te protegías huyendo de las miradas intimidatorias de los asesinos. Incluso los padres obligaban a los hijos a callar lo que habían visto.

Zu Izilik! Ez duk ikusi! (¡Tú calla! ¡No lo has visto!)

Nadie decía lo que pensaba o veía. El silencio no hablaba, mataba.

Ya empezaban los primeros viajes a Amsterdam a comprar ácidos. Seguro que Roni fue uno de estos camellos, uno de los primeros en llegar a alguna barcaza con un arco iris pintado en la proa. La psicodelia, la revolución de las costumbres, la escala de valores y la supremacía del subconsciente, lo onírico y el surrealismo que proporcionaban las drogas alucinógenas, eran el menú de una nueva revolución. Aunque el consumo de drogas visionarias, que había nacido dos décadas atrás, estaba a punto de extinguirse para dar paso a otras drogas que solo cultivaban el ego. Para Roni el lsd todavía tenía connotaciones subversivas; pero el punk y la sensación de no futuro también tocaban sus tambores y él iba a comprar ácidos a Amsterdam cuando ya no le proponían una revelación y solo eran una substancia recreativa.

Roni se gastó en los yin yang todo el dinero que había ahorrado dando clases particulares en el barrio. Mientras volvía a la estación, se entretuvo en algunas tiendas de ropa y se compró unos pantalones de montar, una camiseta de leopardo con cremallera cruzada y dos pares de calcetines a rayas fosforescentes, rosas y verdes. Sabía que ir vestido así en la Eibar abertzale era un cante y una clarísima provocación.

Su impaciencia por conocer la calidad de los ácidos hizo que probara uno y los efectos aparecieron al poco rato. Se transformó con la ropa adquirida y subió al tren que le esperaba. Entonces tuvo claro que lo suyo era profundizar en la esencia de las cosas y decidió que estudiaría Filosofía en la universidad. Todo estaba en su sitio y él fuera del mundo.