Adelanto de «Stop-Time» de Frank Conroy

En Stop-Time (1967), el debut literario del estadounidense Fran Conroy, se construye una biografía de infancia y adolescencia que ya en su momento fue saludada como un clásico. Libros del Asteroide publica esta obra por primera vez en castellano, halagada por grandes nombres de la literatura como David Foster Wallace o Norman Mailer.

Aquí, un adelanto.

Salvajes

Mi padre dejó de vivir con nosotros cuando yo tenía tres o cuatro años. Se pasó la mayor parte de su vida adulta interna- do en costosos sanatorios para dipsómanos y víctimas de crisis nerviosas. No era ninguna de las dos cosas, aunque bebía de- masiado, sino que más bien pertenecía a esa clase de neuróticos que tienen dificultades para vivir en el mundo exterior, durante mucho tiempo. El tumor cerebral que le descubrieron y le extir- paron al final de su vida podría haber causado su enfermedad, pero esa explicación es demasiado simple. A la mayoría de la gente le parecía una persona normal, sobre todo cuando estaba hospitalizado.

Procuro considerarlo una persona cuerda, aunque la verdad es que hacía muchas cosas raras. En una ocasión se le obligó, por su efecto terapéutico, a participar en un baile en uno de los sanatorios, y él se peinó el cabello con orina, pero logró representar muy bien su papel como el caballero del sur que era. Tenía la manía de quitarse los pantalones y arrojarlos por la ventana (cosa que me inspira cierta admiración secreta). En un abrir y cerrar de ojos podía fundirse mil dólares comprando en Abercrombie and Fitch, y luego desaparecer en el lejano no- roeste para convertirse en aventurero. Pasó un par de semanas muy preocupado por la idea de que yo estaba condenado a ser homosexual. Por entonces yo tenía seis meses. Y recuerdo haber ido a verlo a uno de los sanatorios a los ocho años. Mientras dábamos un paseo por una pendiente de césped, me contó una historia, que incluso entonces me sonó a mentira, acerca de un hombre que se sentaba sobre la hoja desnuda de una navaja incrustada en un banco de un parque. (Por amor de Dios, ¿cómo se le ocurrió contarle una historia así a su hijo de ocho años?)

En cierto momento de su vida se hizo tratar o se sometió a la terapia de A.A. Brill, el famoso discípulo de Freud, sin ningún resultado concreto. Durante diez o quince años trabajó de di- rector de una revista y se ganó muy bien la vida con una agencia literaria. Murió de cáncer a los cuarenta y pocos años.

Lo visité cuando faltaba poco para el final. Tenía medio ros- tro paralizado a causa de la operación del tumor cerebral y la ictericia le había teñido la piel de amarillo oscuro. Estábamos solos, como siempre, en la habitación del hospital. La cama era muy alta desde mi mirada de niño. Haciendo un gran esfuerzo me preguntó si creía en el servicio militar obligatorio. Aunque era demasiado pequeño para saber qué era eso, me arriesgué y le contesté que sí. Eso pareció gustarle. (Ni siquiera ahora sé si esa era la respuesta que esperaba. Tengo la impresión de que era una especie de prueba. ¿La pasé?) Me enseñó unos cuantos libros que se había agenciado para aprender a dibujar. Pocas semanas más tarde murió. Medía un metro ochenta y al final pesaba cuarenta y dos kilos.

Mi madre, en contra de la opinión de los psiquiatras, se divor- ció de él, un proceso largo y tedioso que terminó un año antes de su muerte. No se la puede culpar. Cuando mi padre estaba peor, se la había llevado de crucero por el Caribe y se entretenía humillándola en la mesa del capitán. Mi madre —danesa, de clase media y ni de lejos tan inteligente como él— apenas era capaz de defenderse. Una noche, muy tarde, en la cubierta, los juegos y las ganas de diversión de mi padre llegaron demasiado lejos. Mi madre creyó que estaba intentando arrojarla por la

borda y se puso a gritar. (Es un buen momento para señalar que había estudiado canto y tenía voz de mezzosoprano, aparte de un indesmayable interés por la ópera.) A mi padre lo bajaron del barco con una camisa de fuerza y se lo llevaron a otro sana- torio, esta vez para hispanohablantes, uno más de los ubicuos sanatorios de los que jamás pudo escapar.

Yo tenía doce años cuando murió mi padre. Desde los nueve hasta los once años estuve en un internado experimental en Pensilvania llamado Freemont. Durante esos años no pasé en mi casa más que unos pocos días. En verano, Freemont se transformaba en un campamento y yo me quedaba allí.

El director se llamaba Teddy. Era un hombre corpulento y ru- bicundo que bebía demasiado, algo que no constituía un secreto para nadie, y hasta se esperaba de los alumnos más jóvenes que nos compadeciéramos de su enfermedad y que nos cayera bien justamente por ella, lo que podría considerarse una prolonga- ción de la norma que prohibía el uso de los apellidos para que el trato entre nosotros fuera más humano. Todos sabíamos, por esa intuición misteriosa por la que los niños se dan cuenta de las cosas, que Teddy apenas controlaba el colegio que había funda- do y que, cuando resultaba inevitable tomar una decisión, tenía que intervenir su mujer. Esta debilidad de las altas esferas podía ser la causa del salvajismo que reinaba en aquel lugar.

La vida en Freemont eran unas perpetuas vacaciones casi histé- ricas. Sabíamos que prácticamente no había límites, hiciésemos lo que hiciésemos. Esa situación creaba una diversión infinita e irreal, pero también nos generaba ciertos problemas. Las clases eran una farsa. No estabas obligado a ir si no querías y no había exámenes. La palabra clave era libertad. El ambiente estaba im- pregnado del espíritu de los años treinta: falsa exaltación de la vida campesina, canto colectivo de himnos proletarios de todos los países, libertad sexual (empecé a darme el lote con niñas a los nueve años), sentimentalismo, ingenuidad. Pero, sobre todo, impregnando por completo todos los ámbitos de la escuela, la emoción de estar viviendo lo nuevo, el experimento, esa extraña sensación volátil de no saber qué iba a suceder en el momento siguiente.

Una cálida noche de primavera intentamos organizar una re- volución. Todos los niños de primaria, treinta o cuarenta en total, decidimos espontáneamente no irnos a dormir. Corrimos por los terrenos de la escuela durante casi toda la noche perse- guidos por todos los profesores. Hasta el viejo Ted tuvo que salir a buscarnos y fue tropezando y chocando con los árboles del bosque, protegiéndose de las bellotas que le arrojábamos desde lo alto. Los miembros más jóvenes de la plantilla lograron hacer algunas capturas siguiendo las pautas reglamentarias, pero sin duda los demás podríamos haber resistido por tiempo indefini- do. Por una vez, yo mismo me sentí tan confiado que me puse a hacer bravuconadas, y salí tres o cuatro veces a campo abierto por el mero placer de que me persiguieran. ¿Hay algo más mara- villoso para un niño que derrotar a la autoridad? Esa cálida no- che alcancé unas cotas que no volveré a alcanzar jamás: desafié a un hombre de treinta años, logré que me persiguiera a oscuras por mi propio terreno, oí su agitada respiración justo detrás de mí (¡ah, la ausencia de palabras de la persecución, nada de palabras, solo acción!), y al final conseguí librarme de un salto, brincando sin esfuerzo sobre el arroyo por el lugar adecuado, sabiendo que el hombre pesaba demasiado, que era un animal demasiado idiota, demasiado viejo, y que estaba demasiado can- sado para hacer lo que yo había hecho. Ah, Dios mío, el corazón me estalló de alegría cuando oí que se caía de bruces en el agua. En mi cerebro se encendieron luces. La persecución había ter- minado y yo era el ganador. Nadie podía atraparme. Atravesé corriendo el prado, demasiado feliz como para dejar de correr.

Horas después, escondido entre el follaje de una arboleda, oí el principio del fin. Justo debajo de mí capturaron a alguien.

Todos los chicos capturados tenían que pasarse al bando de los profesores y emprender la caza de los niños que aún estábamos en libertad. Reaccioné escandalizándome. Vaya trampa asque- rosa. Pero fue una indignación mitigada por un descubrimiento: «Por supuesto, ¿qué esperabas? Son listos y astutos. Viejos de corazón frío e ignorante». En realidad, la técnica de los profe- sores no funcionó como habían imaginado, pero creó confusión y destruyó la maravillosa simetría de ellos contra nosotros. La revolución dejó de ser una cosa muy sencilla y perdió gas. Hoy en día sigo sintiéndome orgulloso de haber sido el último niño que volvió, horas después que los demás. (Pero pagué un precio: una inexplicable sensación de pérdida en mi alma mientras me arrastraba en la oscuridad en busca de un escondrijo.)
Foto: © Bruce Davidson/Magnum Photos/Contacto, por gentileza de Libros del Asteroide.