Confesiones de un hombre raquítico de Alberto Masa, una lectura de Javier Divisa

Confesiones de un hombre raquítico (Alberto Masa)

Eolas Ediciones

 

Otra novela sórdida y luminosa.

Se fue a París. Es casi lo único que sé. Entretanto la llamo y nos decimos que nos queremos y que aquí estamos. Después leo, en la cocina, enfrente del tocadiscos y nuestra vajilla. El loro lleva en la misma jaula veinte años. A veces le abro la jaula. A veces se coloca él solo en mi hombro. Me pide cosas y recita al oído la ausencia de ella. Yo siempre le respondo que nací para dedicarme al olor de las margaritas mojadas y ver crecer los almendros.

Ella, en la distancia, cuando hablamos, a veces, me dice que me cuide. Yo sé que las constantes vitales de las que hice uso se fueron y, sin embargo, sigo vivo, sin achaques. Quizás han sido sustituidas por unas diferentes. A veces acierto a ver la luz encendida desde la habitación a oscuras. A veces logro oírme roncar. A veces noto alegría. Alegría de estar vivo.

Primero está la vida. Incluso el amor. A continuación llega el naufragio de la vida. Incluso del amor. El muro literario contra el dolor que puedo contemplar en la novela de Alberto Masa es una alegoría del aislamiento, más allá de la intoxicación social de la ciudad, que implica la demonización, la pena, la soledad de la vida en el pueblo, y la constancia de las ambiciones truncadas y el amor no correspondido.

(Ella se va a París, y él está derrotado; habla con Dios, con un loro, con Marcial en el bar, con un pastor de ovejas más o menos putas, que siempre anda diciendo qué bien vivís los jubilados, con la chica promiscua y ordinaria; y el desamor es lo suficientemente punzante para que Ella lleve mayúscula).

Pititi se ríe. Ríe muy alto, Pititi. Despierta a las ovejas, incluidas algunas que no me hubiera figurado que tuvieran la posibilidad de despertarse. Algunas aprovechan para darse un remojón en un charco de lodo. Hay unos cuantos. Pero qué bien vivís los jubilados, me dice Pititi cuando consigue parar de reír, mientras no acaba de liar una especie de cigarro. Me dice que son todas unas putas refiriéndose a las ovejas. Me dice que se está bien con los pies al aire a la sombra de un árbol. Le digo que me parece que están sonando las campanas de la iglesia. Me pregunta si las oigo desde aquí. Callamos durante tres segundos. Qué putas son las cabronas, dice Pititi. Todas, dice, incluidas las ovejas.

La inoculación del veneno, la derrota por que Ella está en París, sin él, escritor terapéutico, así que el muro no es hacia fuera, es hacia dentro, y supone una praxis de esparcimiento mental y emocional para desarrollar, prosaico, el dolor, con poca luz, como buena enemiga del oscurantismo, con poco futuro, pero siempre volando con la mente, como estrategia para saltar el muro. Y muchos espejos convexos. Como si fuera una realidad virtual que va acelerando hacia el futuro, superando los escepticismos que persisten en todas sus argumentaciones narrativas, el desaliento, el pueblo, la dejadez, la vida con poco visaje de maravillosa, con un estilo (muy curioso: loco y pulcro, e irremediablemente poético) deliberadamente espectral en la escritura, preciosista, austera y sucia a la vez, algo que no tiene absolutamente nada que ver con la conversación tabernaria del autor, Alberto Masa, si bien hay tics que se pueden intuir como una parodia auto-referencial y por tanto, un conflicto entre ficción y realidad.

A veces mi casa es un desierto que encuentra como oasis rastros de Ella, rastros que terminan configurándose en el manido espejismo de una flor del desierto.

Pudiera ser que en algún momento marque demasiado el tono maldito, cuando estamos ante una novela esencialmente dolorosa con interludios muy oxigenados (a veces bastante cómicos) entre secuencias narrativas, que vienen a ser: una chica promiscua, un pastor de ovejas, un tabernero, una tía del narrador que le invita a comer menús del día, y un bebé que es metafóricamente la pureza de la vida por delante. Soluciones de lectura y amenidad más o menos brillantes, pero de igual manera, nada ambiciosas, aunque sí es verdad que se percibe el esfuerzo de aportar cohesión narrativa a un relato algo desconfiado con la voluntad del lector. Por tanto no se trata de un libro excesivamente masturbado, narcisista. Todo con la energía de la rabiosa existencia que desfila por la línea de las batallas perdidas. Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior. Sin duda, en el luminiscente lumen de Alberto Masa, sí. Muy agradecido de que esta novelita esté escrita con brújula y no con mapa, para los estupores y las cosas hilarantes; de otra manera, la novela ríe, incluso se descojona con tribulaciones que trotan sin remedio hacia el fracaso. El raquitismo sentimental. Vital.