El tiempo de las letras, por Juan Bautista Durán

En la literatura española de los últimos años abundan las obras que abarcan el llamado conflicto vasco. Gabriela Ybarra, Aixa de la Cruz, Harkaitz Cano o Edurne Portela son algunos autores que han incurrido en el tema, con obras de destacada popularidad como El comensal, de Ybarra. La que más eco viene suscitando, de todos modos, es Patria, de Fernando Aramburu, Premio Nacional de Narrativa 2017 tras cientos de miles de ejemplares vendidos, al margen de dar lugar a la primera producción española de la HBO. Un éxito incuestionable, que en seguida se hizo con el aval de crítica pero que plantea una pregunta social y literariamente incómoda.

En la presentación que tuvo lugar en la Biblioteca Teresa Pàmies de Barcelona, otoño de 2016, Aramburu en diálogo con Ignacio Martínez de Pisón ante un auditorio a rebosar, el autor vasco dijo que ahora era el momento de contar los hechos. Y de documentarlos. Durante el turno de preguntas un muchacho trajo esto a colación, cuestionándole por qué ahora y no antes, por qué tras el adiós a las armas de ETA y no en el tiempo presente. Se lo preguntaba a propósito del conflicto catalán, que en las fechas recientes afloró y parece fuera de control, pero que en absoluto se trata de una disputa nueva, ni siquiera de unos años a esta parte. El muchacho contó el caso de una familia de su pueblo que, al solicitar en el colegio de su hijo que la educación no la recibiera sólo en catalán sino también en castellano, se vio enfrentada primero al colegio y luego al pueblo, que les hizo boicot y se vieron obligados cerrar el negocio y partir.

Esta misma historia, en manos de un buen narrador, se podría armar a la manera de los clásicos relatos de familia —Patria, sin ir más lejos—, contrapuestos los felices y los infelices, y así dar a conocer al lector y a la ciudadanía una situación que, por desgracia, se viene produciendo en Cataluña de distintas maneras. La violencia pacífica y la alteración del relato histórico son a todas luces censurables y denunciables. Pero, que uno sepa, no hay ni una sola obra literaria que pretenda reflejar estas situaciones de conflicto entre las dos Cataluñas, las cuales se necesitan y se desprecian al mismo tiempo y que el discurso oficial ha escorado en sus posiciones. La drástica normalización lingüística es también una herramienta discriminatoria, con el agravante de que la izquierda catalana es la opción política más radical y menos integradora. Hay otras formaciones de izquierda, como el Partido Socialista o los Verdes, que pese a representar a una parte destacada de la población quedaron circunscritas al grupo que la presidenta del parlamento catalán denominó «partidos políticos en Cataluña pero no catalanes». Esto podría tejer de maravilla la personalidad de las familias, y de hecho lo hace, puesto que así es el día a día en Cataluña, divididos los unos y los otros según el barómetro de catalanidad.

¿Habrá alguien escribiendo ya este relato?

Los retratos más fidedignos del pueblo catalán acaso sean los que hizo Josep Pla en sus narraciones, tanto de la burguesía como del campesinado o la marinería. Está claro que ya no sirven, sin embargo: ninguno de ellos responde a su papel más o menos consabido, sino que están unidos —todos— bajo un signo y una actitud que recuerda las peores instantáneas del siglo pasado. El campesino, por ejemplo, ya no es un ser liberal y cauto, sino que trabaja bajo el ala de la Generalitat de un modo parecido al de los funcionarios. Y como tal actúa, con mayor fidelidad todavía puesto que de la Generalitat depende que pueda pagar las letras del tractor. Y no está en nómina. Que nadie se sorprenda, por tanto, al ver los tractores entrenado en procesión por las calles de Barcelona o bien cortando carreteras con neumáticos incendiados y la bandera separatista hondeando atrás.

El relato bien podría empezar por ahí, con esas marchas de ruedas gruesas, o acaso con el pueblo en día de huelga apostado frente a un comercio abierto, al grito de grandes palabras, tipo democracia o libertad, aunque llenas de rencor. Hasta que el comerciante echara el cierre. Y luego todos, cual oruga procesionaria, hasta el siguiente establecimiento abierto. Esto es lo que hizo la gente de a pie, no los piquetes, la gente de bien que disfrutaba de sus derechos en una sociedad libre que no supo echar el freno a tiempo. Por eso es tan interesante la pregunta que le hicieron a Aramburu. ¿Cuál es el momento de contar los hechos, de denunciarlos? De poco sirven, al parecer, los numerosos relatos que dan cuenta de las dictaduras del siglo pasado y de sus atrocidades. Con tal uno no fusile al prójimo, lo demás cae en el saco de la mal entendida libertad de expresión.

El miedo de muchos ciudadanos catalanes a la exclusión social no es poco, sobre todo en localidades pequeñas, donde el arraigo del separatismo es más fuerte. O estás conmigo o estás contra mí. Ésta es la dicotomía que el nacionalismo presenta. Pero, para hacer frente a ella, tienen que hilar muy fino las partes implicadas; y en la medida de lo posible, evitar escurrir el bulto. No parece que el abrazo de Aramburu en Patria sirva de algo, porque es parcial, aun cuando se trata de una metáfora; es parcial y ñoño y parece ignorar la magnitud del conflicto. Un abrazo puede ser también de despedida, antes de cruzar la frontera; un abrazo tiene que ser fuerte y tiene que doler, sentir que crujen mínimamente los huesos, para que sea útil y fraternal.

Llevamos décadas leyendo novelas sobre la Guerra Civil, siendo un tema que todavía encabeza las listas de los títulos más vendidos, y lejos de aprender de ello, sin embargo, el hilo musical que esas lecturas dejan parece enervar más a la sociedad. Los progresos de España en los últimos cuarenta años quedan en nada, sólo las sombras, las lagunas que permanecen en los claroscuros de quienes testimoniaron aquella época; eso puede más que una convivencia, en términos generales, pacífica y próspera. Si de algo se pecó en este país, iniciada la transición, fue de alegría e ilusión. Y hoy resulta que todo era falso, para sorpresa de muchos: ni alegría ni ilusión ni libertades, el fascismo nunca nos abandonó y la Falange sigue gobernando España. Ver para creer, en fin. ¿Y cómo narrar esto, en tiempo presente, con voluntad de llegar a un público grande pero sin jugarse el pellejo en el intento?

El humor es con probabilidad la única forma válida de hacerlo, dejando a un lado la trascendencia a la que este país es tan dado y que la prensa sin duda fomenta. Pero ya es tarde, al parecer: el desencanto se instaló en la sociedad catalana, la diáspora económica es una realidad y el conflicto es tema de debate en todos los bares de España. «Oh, Catalunya/ pais del meu cor/ quan de tu m’allunyo/ recollons quina sort!», escribió Santiago Rusiñol. ¿Significa esto que el relato sobre el nacionalismo catalán se escribirá desde el otro lado del Ebro o de los Pirineos?

Surgirán nuevas voces; o quizá autores reputados, como el mencionado Martínez de Pisón, serán quienes sepan sacarle punta a estos treinta y cinco años de catalanismo obsesivo y al fin golpista. Esto ya poco tiene que ver con la burguesía y la secular lucha de clases, aquella Barcelona que tan bien describió Ignacio Agustí. Y si algo queda de aquello es sólo una puesta en escena que pretende tergiversar sus propósitos más viscerales. Es innegable su voluntad de hacer historia, su obstinado coqueteo con la posibilidad de un drama que les permita entrar en el panteón de las grandes revoluciones. Y con ello copar los titulares de la prensa mundial. Esto no es real, sin embargo, son meras ensoñaciones. «Lo clásico era medir —escribió Agustí—; lo romántico, desmedir. Las pasiones son desmedidas, desmedido el amor y el dolor. Desmedido el patriotismo.»