Fade out de Tatiana Goransky, una lectura de Franco Chiaravalloti

Qué te pasa. Desengaños que has sufrido

las espinas de una rosa te han herido.

O el amor de un ingrato que ha fingido.

O un vacío imposible de llenar.

 

Renata está triste, por eso deja que de su cuerpo broten estos versos pertenecientes al tango “Intimas”, de Roberto Goyeneche, una melodía que representa mejor que cualquier palabra o gesto la emoción que embarga a la joven. Y he dicho bien: la canción literalmente nace de su cuerpo, porque Renata es presa de algo llamado Emisiones Otoacústicas Espontáneas, patología consistente, ni más ni menos, que en expulsar música por los oídos. Un trastorno o milagro heredado de Kumiku, su madre, propietaria de un mayor abanico de estilos, capaz de empezar el día soltando los acordes de “Um dia de domingo”, de Gal Costa, hacer el amor al son de “Let’s Get It On”, de Marvin Gaye, cambiar a algo de U2, Charly García o Gilberto Gil, o pasar sin escalas a la banda sonora de la película Aladdín. Todo por los oídos, cual magma visceral.

En buena medida, la premisa de Fade out refleja el espíritu de su autora al transformar la vida en literatura. Tatiana Goransky (Buenos Aires, 1977) es dueña de una pluma rica y sedienta, lo que le otorga el atrevimiento necesario para saltar de géneros sin reparo alguno —ha incursionado en la novela negra y en la erótica, por ejemplo—, animarse a escenificar sus historias ya sea en un estadio de tenis o en el océano Atlántico, o incluso tratar temas tan variopintos como la competitividad enfermiza o la búsqueda del amor primigenio. Pero a pesar de este navegar, Goransky demuestra en todo momento una jovialidad que le imprime a su escritura un carácter único.

Y en Fade out esa jovialidad se percibe en la búsqueda vital de sus tres protagonistas, Kumiku, Renata y Ester —esta última, hija adoptiva de Renata—. Si la primera y la segunda están condenadas a vivir acompañadas por una constante songlist, la tercera, muda, tiene la capacidad de entender a ambas y de ayudarles a comprender que el verdadero amor está hecho de silencios: cuando ese amor es puro y es mutuo, los silencios son bálsamo y los sonidos espinas. Aspirar al silencio, de hecho, es volver a vivir en el punto primigenio, aquel momento en que éramos seres amnióticos y no había necesidad de emitir palabra para expresar afecto. De esto ya da cuenta Kumiku cuando joven, tras haber vivido un intenso orgasmo con Lucho, su amante:

Después, un silencio total, abrupto y ensordecedor. Un silencio largo larguísimo que atravesó el agua del dique resonando lejos, contra las montañas chilenas. Un silencio que me alivió tanto o más que el orgasmo, sincronizado, hermoso. No grité, acabé callada mientras Lucho llenaba el aire por los dos.

La muerte pequeña, sí, ese instante de pérdida transitoria de conciencia, cuando habitamos el vacío y donde no somos ni cuerpo ni idea, tan sólo espíritu, ya sea al eyacular, al parir o al entregarnos de lleno a la nada misma. Es a ese silencio al que aspiran llegar las mujeres de Fade out.

Octavio Paz decía que la mucha luz es como la mucha sombra, ya que ambas no dejan ver la mirada interior. Paz habla de luz, pero en términos sonoros el efecto es justamente el contrario: en Fade out, la vida de los personajes —la vida de todos, vamos— está comprendida entre el infra y el ultrasonido; es decir, una existencia de sonidos enmarcada en el silencio. Y el silencio es claridad, luz. Quizás por eso John y Yoko cenaban sin pronunciar palabra, o Hofmannsthal abandonó la escritura, o Bartleby un día decidió dejar de expresarse. De la misma manera, Goransky viene a decirnos que el silencio hoy es un privilegio, «una ausencia presente», según Renata.

Fade out bebe de influjos cortazarianos, e incluso recuerda a la exploración de lo fantástico de la autora rumana Ana Blandiana. Una historia que avanza a tres bandas: tres son las protagonistas, tres las ciudades donde transcurren los hechos —San Juan, Buenos Aires, Barcelona—, tres los hombres que exacerban las pasiones —Lucho, Florian, el escritor fantasma— y tres los impulsos que movilizan a los personajes —cantar, callar, amar—. Y a estas tres mujeres, al caer el telón de esta novela hipnótica, las vemos sentadas en un banco de plaza, una junto a la otra, contemplando el mundo que las rodea, notando cómo disminuye el sonido de esa Gran Melodía que en realidad era ruido, percibiendo cómo se atenúan sus acordes, sintiendo con deleite cómo el metrónomo de sus conciencias se aminora lenta, muy lentamente, hasta desaparecer.