Cómo conocí a Orion Satori, un relato de Laura Pérez

Querido tío:

He comenzado esta carta veces incontables, desde un estado tóxico, desde la paranoia, con miembros temblorosos que no podía controlar y que no obedecían mis órdenes ni peticiones, con la mente nublada por los fármacos que se negaba a recordar. Pero no se preocupe tío, aún sigue teniendo un sobrino en esta tierra. Aún mi corazón sigue palpitando y puedo decir que me hallo casi recuperado, a la espera de que estos amables doctores me den el alta definitiva y pueda regresar a nuestro país de origen. El peligro ya ha pasado y estoy respondiendo muy satisfactoriamente al tratamiento. Así que me reitero en mis palabras. Querido tío, no se preocupe por mí. Se lo digo porque sé que bajo ese traje de frialdad y distancia que suele llevar, hay una piel sensible que me aprecia. Al fin y al cabo compartimos además de la obvia genética común, aficiones, pasiones y sueños, y eso nos une más profundamente que ser tío y sobrino. Perdone si por mi causa ha sentido preocupación o angustia. Y perdone también si me permito en estas líneas decirle que me siento afortunado por contar con usted.

De esta aventura pocos detalles puedo ofrecerle. Ni siquiera el nombre del lugar al que viajé. Tan sólo le diré que se trata de un paraje remoto en el norte de Japón, y esto tal vez ya sea decir demasiado. Llegué hasta allí siguiéndole la pista a Orion Satori, un sabio inaccesible y perdido entre montañas y misterios, cuyos relatos me cautivaron en la primera cata de su poético discurrir. Me hospedé en la posada de una mujer afable de pelo blanco, andares de gorrión y boca menuda. Sus profusas reverencias (sólo comparables en cantidad a los litros de soja con los que aderezaba su sabroso ramen), me hacían reír. Resultaban a la par excesivas y encantadoras. Ella fue mi primer contacto en aquel nuevo mundo desconocido para mí. Me orientó respecto a dónde podría encontrar las repuestas a mis demandas. Me proporcionó, además de alimento y un techo bajo el que dormir, valiosos consejos, los cuales desoí imprudentemente en alguna peliaguda ocasión.

En los días sucesivos a mi llegada me arrojé a la calle con ilusión para hablar con aquellos lugareños que accedieron a escucharme. Muchos de ellos se hacían entender por señas dada nuestra incompatibilidad lingüística. Con otros tuve más suerte porque nos podíamos comunicar en inglés. Por unos cuantos yenes (o alguna extraña vez por el puro placer de charlar), me contaban historias deslumbrantes de las que poco a poco y nunca del todo, fui destilando lo que yo consideré más creíble.

Descubrí que Orion Satori no es un simple nombre. Está relacionado con la historia de Japón y su cultura más ancestral. Los Orion Satori (“protectores de la luz”, “guardianes de la iluminación” o, particularmente mi favorita, “guerreros de la luz”) fueron el último reducto de los nobles samuráis.

En 1854, Japón se vio coaccionado por Estados Unidos a la apertura comercial. Al derribar sus fronteras y exponerse, sufrió un cambio repentino en sus costumbres, una enorme transformación en los cimientos que lo habían definido durante siglos. Tras la desaparición del sakoku (aislamiento), llegó una época de inestabilidad que se resolvió con la subida al trono del joven príncipe Mutsuhito, que recibió el nombre de emperador Meiji, “el gobierno de la luz”. Promovió la adaptación al cambio, olvidando en gran parte las tradiciones y las creencias de su pueblo, que corrían el riesgo de desaparecer en la metamorfosis que se estaba gestando.

En 1877, un grupo de exsamuráis, capitaneados por Saigo Takamori, se enfrentó al gobierno con la finalidad de restaurar el antiguo orden. Tras varios enfrentamientos, los rebeldes se vieron abocados a la rendición ante los oficiales del ejército imperial. Pero no todos ellos se vieron obligados a renunciar de rodillas a sus ideales. Algunos de ellos, escaparon. No entregaron sus katanas (espadas japonesas), pues habría sido como entregar sus propias almas. Las protegieron en secreto como símbolo de su fiereza y lealtad. Se escondieron y se reagruparon, y formaron la sociedad de la luz perdida del sol naciente. No estaban de acuerdo con Meiji. Opinaban que la verdadera luz de Oriente era otra muy distinta a la que él planteaba, y se negaban a renunciar a sus raíces. Aquellos exsamuráis instruyeron a otros guerreros que se unieron a su causa, y subrepticiamente transmitieron su filosofía de generación en generación. Se hicieron llamar Orion Satori, los guerreros de la luz.

Quedé impactado por aquellos testimonios e hice investigaciones por mi cuenta, pero todo lo relacionado con la sociedad se perdía abruptamente alrededor del año 1900. Además se hablaba de ella la mayoría de las veces en términos legendarios y no concluyentes. Resonaba en mí como un cuento impalpable e irreal, y sin embargo se enroscó en mi mente, y mi corazón quiso creer en él.

Algunos nipones aseguraban con brillo en los ojos que la sociedad había perdurado clandestinamente hasta nuestros días, y que entre nosotros se escondían los guerreros de la luz, agazapados temporalmente en las sombras, ejerciendo su poder desde ellas, recordando la verdadera esencia de las cosas. Con lágrimas bañando sus mejillas, los más acérrimos y soñadores me describían un día no muy lejano, en el que los Orion Satori resurgirían y devolverían a Japón todos los honorables y bellos valores que había ido perdiendo con el paso de los años y la modernización occidental.

¿Realmente todo aquello estaba relacionado con el individuo al que perseguía? ¿Aquel sabio que se suponía perdido en las montañas? ¿O tal vez fuera todo una quimera y ni siquiera existiera? ¿Podría ser él un descendiente de los guerreros de la luz?

El laberinto de mis pesquisas me llevó a saber de una mujer a la que llamaban Hakkiri Shinai (“Laquenorevelasunombre”). Decían las lenguas que era la hija de Orion Satori. Algunos la consideraban una bruja. Otros decían deberle la vida. Nadie conocía de forma fehaciente su pasado.

Me contaron que había sido aprendiz de itako (vidente), pero que tras superar los severos entrenamientos para llegar a la ceremonia iniciática, se había retirado del proceso. Más tarde creí comprender el porqué. Si una aprendiz consiente en ser partícipe de la ceremonia sagrada y durante la misma no alcanza el trance, es obligada a suicidarse. Yo supuse que Hakkiri Shinai prefirió sobrevivir aunque ello conllevara la vergüenza y la deshonra del fracaso. En contra de varios de mis interlocutores, la consideré la más sabia de las decisiones.

Sólo debía visitarla los días de luna semilla mientras el sol lucía en su zenit. Estudié el ciclo de las mareas impaciente. En la fecha señalada, caminé solitario siguiendo las indicaciones de uno de mis singulares confidentes. Tras dar varias vueltas encontré su casa; el precioso jardín que la precedía cargado de promesas de flores. Me acerqué a la antigua fachada coronada por un tejado puntiagudo de madera. Estaba abierto. Sabía que contaría con mi presencia, ya que los rumores de mi llegada y mi intención de conocerla habrían volado hasta ella. Confiado, me adentré en la penumbra de la estancia. Vi un futón en el suelo que me invitaba a la espera. Me descalcé y seguí mi intuición.

“Bienvenido, Igor”- sus palabras quebraron el silencio, cruzaron la sala incorpóreas y decididas. Tan sólo escuchar su voz grave y aterciopelada me dejó fascinado. Me giré y esperé su aparición. Se escuchó el tintineo producido por la cortinilla al moverse, hecha de retales de tela multicolor y piedras que captaban y reflejaban la tenue luz de la habitación. Lo primero que vi fueron sus manos. Pálidas y lisas. Suaves. Exquisitas. Perfectas. Nunca he creído en el amor a primera vista, pero si existiera, sería parecido a lo que sentí al verla. Tras las puntas gráciles de sus dedos apareció su cuerpo y después su cabeza, toda ella cubierta por una capa de un verde oscuro que me recordaba a un bosque exuberante. Y me quedé extasiado. Su porte salvaje a la par que elegante detuvo el tiempo. La cercanía de su piel me atrapó en una mágica red. El influjo de su sensual figura, etérea y robusta en una contradicción imposible, me sacudió como una lengua de dragón que me recorriera desde dentro. Todo esto ocurrió en apenas un segundo. Un segundo en el que me faltó el aire. Un segundo en el que caí rendido a sus pies para siempre.

Se sentó frente a mí. La espalda recta, los hombros relajados. Entonces vi sus ojos. Exóticos, rasgados, enormes. Concebidos por los elementos, en ellos predominaba el agua, que empapaba el alma de aquello en lo que se detenía. Vibraban y me atravesaban indecorosos. Tuve miedo por si era capaz de leer mis pensamientos. Tragué saliva tratando de recomponerme. Ella aguardaba retadora y vivaz.

“Y bien, ¿qué trae tus pasos hasta mi puerta?- y sin dejarme responder: “¿puedo ofrecerte una taza de té?”.

“Es ahora o nunca Igor”-pensé. Me sacudí el pelo y carraspeé levemente, volviendo en mí. “No deseo tomar nada, muchas gracias. Y gracias por recibirme”- ella asintió impertérrita ante mi nerviosa actitud. Me sentí como un niño. Se hizo el silencio de nuevo. Me acomodé sobre el futón y al fin me lancé a hablar. “He venido aquí para averiguar el paradero de Orion Satori, necesito hablar con él.” Permaneció callada. Continué: “He viajado desde muy lejos para hacerle una propuesta”. Los labios de Hakkiri Shinai permanecieron estáticos. “Varias personas me han confirmado que tú tienes relación directa con él y que podrías ponernos en contacto”. Hakkiri parpadeó casi imperceptiblemente. “Me han dicho que eres su hija”. Cerró los ojos y pareció meditar. Esperé, mientras aquella atmósfera misteriosa calaba cada vez más hondo mis huesos.

“No puedo ayudarte. Mi padre murió hace años”.

¿Eran dos frases conectadas entre sí? ¿Aceptaba ser la hija de Orion Satori? ¿Estaba entonces muerto?

“Lamento tu pérdida”- dije taciturno. No sabía por dónde continuar. Las lenguas de dragón se estaban transformando en témpanos de hielo.

“¿Entonces, eres la hija de Orion Satori?”. Silencio. “Y si no lo eres, ¿le conoces? ¿Podrías ponernos en contacto?”- dije, elevando mi tono de voz.

“¿Acaso no escuchas? Te he dicho que no quiero ayudarte”.

“Dijiste que no podías, no que no quisieras”.

Después de una pausa, me espetó: “¿Qué es lo que buscas de él?”

“Ya te lo he dicho, hacerle una propuesta.”

“¿Cuál?”

Sopesé la situación y decidí confiar en ella: “Participar en una Sociedad Virtual Clandestina de Relatos Literarios”.

“¿Y por qué crees que le podría interesar?”

“He leído varios escritos suyos y creo que podría encajar con nuestra filosofía”.

“¿Y cuál es vuestra filosofía?”

“Volver a la esencia”.

De nuevo permaneció callada. Sus ojos hipnóticos se clavaron en mí cuando dijo:

“Voy a darte un consejo, Igor. Deja de hacer preguntas y vuelve a tu país. Abandona la búsqueda de Orion Satori. Si persistes podría resultar verdaderamente peligroso”.

La penumbra se volvió casi oscuridad, una nube debía estar tapando el sol.

“¿Y si no sigo tu consejo?”- repliqué con osadía, buscando tal vez la manera de que no diera la conversación por terminada.

“Cada uno elige su propio camino, Igor”- y sus ojos volvieron a abrazarme de nuevo, imposibles de contener, pretender acotarlos sería como querer poner paredes al firmamento.

La decepción se leía claramente en mi rostro. Hakkiri Shinai se levantó vaporosamente y sentenció desde las alturas: “Japón mudó, pero nunca del todo. Es posible olvidar nuestra esencia, pero es imposible perderla”- hizo ademán de callarse, pero continuó: “Orion Satori no es sólo una persona, es la esencia de un sueño, de una idea, de una creencia”.

“¿Quién escribe bajo ese nombre entonces?” ¿Para qué he venido hasta aquí si no podré conocerle?- casi sollocé, me sentía derrotado.

“Yo no tengo todas las respuestas. Pero todo ocurre por una razón. Vigila tus pasos y vive en paz”. Abandonó la estancia y me quedé solo. Me levanté anonadado y salí al jardín. El sol continuaba oculto en el cielo. Tenía la sensación de haberme entrevistado con un fantasma.

Pasaron varios días sin tener noticias de mis cada vez más escasos contactos. No sabía por dónde seguir y me sentía embotado, invadido por su imagen, hechizado por su canto, atrapado en un hervidero de sensaciones y deseos. Resolví volver a visitarla sin demora. Pero su casa estaba vacía e inánime, y ella se había evaporado con el viento.

Agotado y deprimido regresé a la posada. Me sentí perdido y estancado en la investigación. Debido a mi desánimo, decidí salir a cenar fuera aquella noche, a pesar de los consejos que me habían sido dados de no abandonar mi barrio al caer el sol. Tenía ganas de un nuevo ambiente y de probar algún plato nuevo. Mis pasos me llevaron sin proponérselo hasta un local que apareció ante mí como el ideal: una pequeña taberna japonesa, genuina y con encanto. Los chouchin (farolillos tradicionales japoneses) brillaban tentadores y coloridos en la entrada, y me animaron a traspasarla. Estaba de suerte: nada más sentarme sobre el tatami al borde una mesa baja y pedir al camarero una Sapporo (cerveza a la que durante mi estancia me había aficionado), se me acercó un adolescente imberbe con andares desgarbados. Me ofreció información a cambio de que le invitara a compartir la cena conmigo. Me pareció un trato justo, y además, prefería comer acompañado. Fuimos agasajados con sendas fuentes de sushi y sashimi, servidos con su correspondiente wasabi, jengibre y nabo rallado. Degusté el sabor del pescado crudo con ansia. No sabría explicar exactamente el porqué, pero me encontraba tenso e intranquilo. El chico no me contó nada que yo ya no supiera y me aburría con sus devaneos, de modo que me despedí de forma cortés y dejé pagada la cuenta y una buena propina que cubriría el postre que el joven quisiera tomar. Me levanté y justo antes de salir me fijé en un grupo de comensales sentados al fondo de la taberna. Desprendían oscuridad y sus semblantes empañados por el humo de sus cigarrillos me resultaron siniestros. Uno de ellos me miró disimuladamente con cara de pocos amigos y sentí un escalofrío. Empujé la puerta y salté al exterior. Me quedé embobado. Estaba nevando. No era habitual en yayoi (mes de marzo), pero había escuchado que cuando ocurría, era realmente cautivador observar el sakura o florecimiento de los cerezos. Desvié mis pasos hasta un menudo parque apartado de las calles centrales. En él había varios árboles de la cereza con cuya contemplación ya me había deleitado en varias ocasiones, pero a la luz de la luna y bajo la nieve el espectáculo debía resultar magnífico. Y no me equivoqué. El viento arrancaba los pétalos de las delicadas flores, y éstos se fundían con los copos de hielo en una danza voluptuosa y mágica. Por un momento creí que era posible echarme a volar y participar de su baile sutil y efímero. Que era posible elevarme a la espiritualidad sin abandonar la tierra. Súbitamente sentí un breve mareo y creí que su origen era la impresión que me causaba percibir tanta belleza, como le sucedió a Stendhal en su visita a la basílica de Florencia. Me apoyé en un banco y tomé resuello, pero el mareo no sólo persistió, sino que se vio agravado con un agudo agarrotamiento de mis músculos. En unos pocos minutos en los que no supe reaccionar anubarrado por la confusión que hacía presa de mí, quedé totalmente paralizado y caí irremediablemente sobre el manto blanco que recién formado, ya cubría la superficie.

Mi cuerpo yacía sobre la fría nieve y por un instante se volvió atemporal. Vi el destello de su kimono rojo de exóticas flores bailar ondulado sobre el fondo blanco impertérrito del invierno tardío. Vi su melena caer en cascada por su espalda y cubrir la curva suave de sus hombros en tensión, preparados para la batalla. Vi sus ojos de agua, electrizantes y despiertos, escrutar la noche en busca del enemigo. Y vislumbré sus manos hechas de nube y acero, forjadas en un abismo de leyenda, del que resurgieron audaces y melancólicas, fuertes y dulces, cercanas e inalcanzables. El tiempo comenzó a correr de nuevo. Aterrorizado y lúcido, sentí cómo mi glotis se cerraba a un paso inexorable. El orificio que me mantenía conectado a la vida empequeñecía, guiándome a un final seguro. Mis probabilidades de sobrevivir languidecían y se escapaban ante mí. Creo que me desmayé un segundo, o tal vez no, pero al abrir de nuevo los párpados, vi ante mí un guerrero de fuego, las llamas consumiendo el miedo y desafiando a las tinieblas. En el paroxismo de mi alucinación vi la katana abalanzarse sobre mi garganta, y aun así, no tuve miedo, puesto que confiaba en las manos que la portaban y manejaban diestramente. Confiaba en ellas aunque no tuviera ninguna base fidedigna a la que acogerme, tan sólo mi intuición me cercioraba que su propósito era salvarme y no matarme. Pensé que el afilado metal cortaría con exactitud el tejido entre dos anillos traqueales, abriendo un paso franco hasta el oxígeno por el que clamaban todas mis células. Pero el dolor causado por la sangre derramada que había imaginado no llegó, y en su lugar, la obliteración de mis sentidos y mi carne era cada vez era más intensa. La espada chocó contra otro objeto metálico varias veces, pero sólo el sonido llegó hasta mi mente. Mis ojos cerrados precedían mi descanso. Me ahogaba y no podía moverme. A punto de desfallecer sentí un picotazo en el cuello. Después, la inconsciencia me estrechó entre sus brazos y me desvanecí en las sombras.

Desperté con un terrible dolor de cabeza y el cuerpo entumecido sobre una cama mullida y limpia, de sábanas almidonadas y blancas. Un afable doctor de mejillas sonrosadas y jovial ademán, me explicó en un excelente inglés mi situación. Había sido intoxicado al ingerir un concentrado de hígado de fugu (pez globo). La tetradoxina (o fugutoxina) contenida en su tejido es una neurotoxina 160.000 veces más potente que la cocaína en el bloqueo de la señal nerviosa. Y por supuesto, puede ser mortal. Entre otros síntomas y en una primera etapa, produce bradicardia, midriasis y parestesia. Esto me lo explicó en un tono amistoso, que me resultó chocante dada la gravedad del contenido de su exposición. Aquellos síntomas descritos no los entendí muy bien. Sin embargo, si le comprendí a la perfección cuando me habló de la segunda etapa: parálisis severa y depresión respiratoria progresiva. Me horroricé al recordar impetuosamente aquella vivencia que aparecía aún desdibujada en mi memoria, y una oleada de pánico me sobrevino. Pero las buenas noticias, continuó el doctor, es que el antídoto le fue suministrado de forma intravenosa a través de la yugular antes de que fuera demasiado tarde. Había tenido suerte, y mucha. Ahora simplemente restaban unos días de reposo y controles rutinarios mediante analíticas que determinarían cuando por fin habría expulsado completamente la ponzoña de mi organismo.

“¿Quién…?”- balbuceé débilmente. El doctor me reveló que me encontraron gracias a una llamada anónima. Me dijo que estuviera tranquilo, que allí estaba seguro y cuidado. Que lo peor ya había pasado. Ahora sólo debía pensar en recuperarme. Sin darme oportunidad de hacerle más preguntas, me saludó con una reverencia y partió para atender al próximo convaleciente.

Aquel torrente de información me dejó pasmado. Me quedé reflexionando. “Así que ése fue el pinchazo que sentí”-me dije. El de una aguja, contenedora del elixir que frenaría mi tránsito inminente al inframundo. La aguja salvadora. Aunque las que realmente me salvaron, no tenía la menor duda, fueron sus manos.

Sólo vino a verme al hospital una vez y no fue un delirio. Envuelta en una capa oscura, a pesar de que la primavera entraba a raudales por los ventanales de la amplia sala que compartía con otros pacientes. No sabía exactamente cuántos días llevaba tendido en aquella cama, pero asemejaban una eternidad. La vi acercarse ligera, su pequeña nariz olfateando el ambiente, sus manos aun ocultas, su mirada firme fija en mí.

“¿Cómo te encuentras?”- me preguntó.

Abrí la boca, pero no pude articular palabra, su belleza poseía la cualidad de dejar mudo a todo aquel que la observaba, o al menos así debería ser en mi opinión.

“Sé que tu evolución es muy buena y que pronto estarás en condiciones de viajar”.

Yo permanecí en silencio, y ella me acompañó, serena. Cuando recuperé el resuello y mis pulsaciones volvieron a un ritmo más sosegado tras el brinco que dieron ante su presencia, musité: “Gracias por salvarme la vida”. Una sonrisa ingrávida cruzó su rostro, y sus ojos se tornaron aún más azules. “No es a mí a quien corresponde dárselas”. Y en su respuesta detecté un leve cambio de tonalidad en sus palabras, y creí percibir por un instante que su mirada titilaba. “¿Entonces a quién? ¿Por qué me ocultaba su verdadera identidad…?”-pensé. Pero yo ya intuía la respuesta. Fui incapaz de enfrentarme a ella, me sentía débil y asustado, pero ante todo estaba profundamente agradecido. A través de mi deliberado silencio quería hacerle saber a “Laquenorevelasunombre” que la respetaba. Y de todos modos, para qué engañarme, sabía que sólo obtendría de ella lo que tuviera a bien desvelarme.

“Seré sincera contigo, Igor. No fue un accidente. Aunque supongo que ya lo sospechabas. No fuiste intoxicado. Fuiste envenenado. Te advertí de lo peligroso que podía resultar si continuabas tu búsqueda”- un pequeño suspiro escapó de su control. “Lo único que necesitas saber es que tus sicarios han desaparecido y no debes preocuparte por ellos; y para los jefes de la banda que los contrató, tú estás muerto. En cuanto salgas de aquí, cogerás un avión y no volverás nunca más”. Se expresó de una manera tan vehemente y rauda, que no pude replicar. Me sentía en una nube. ¿Sicarios? ¿Muerto? Entonces la visión de la katana… ¿fue real? ¿Tal vez se disponían a rematarme y ella se interpuso? De nuevo, sabía que no admitiría mi sinfín de frases terminadas en interrogación. La miré, mostrando mi aceptación. Me puse a temblar de pies a cabeza y las náuseas subieron por mi esófago sin previo aviso. Sus ojos dejaron atrás su dureza y se volvieron blandos y acogedores. Me sentí acunado en ellos y las náuseas y los temblores cesaron de repente. Su embrujo sobre mí seguía vigente. Ardía en deseos de conocer su historia, sus secretos, sus anhelos. Pero el destino y mi imprudencia me alejaban de la única mujer a la que creo haber amado tan poderosa y locamente hasta la fecha.

“Admiro tu valentía y me conmueve tu tenacidad, Igor”- dijo volviéndose hacia mí y penetrando en mis pupilas. “Te has puesto en peligro por ser fiel a tus ideales. Y eso te honra”. Reservadamente discrepé con su opinión. Fueron la temeridad, la curiosidad y la ignorancia los que condujeron mi camino. Y cómo negarlo ante mí mismo, la íntima esperanza de volver a verla. Pero no quise contradecirla.

“Orion Satori comparte mi criterio. Y es mi deber comunicarte que acepta tu propuesta. Participará en tu Sociedad Virtual Clandestina”. La enorme sorpresa abrió mis ojos como grandes espejos. Inhalé una cantidad exagerada de aire y eso me hizo tener un fuerte ataque de tos. Ella mostró sus manos, aquellas en las que no puedo dejar de pensar constantemente, y me acercó un vaso de agua a los labios. Bebí y tragué el líquido que alivió mi irritada garganta. Quise hablar, pero ella me lo impidió con un gesto. “Se pondrá en contacto contigo”- hizo una pausa. “Ahora es el momento de despedirnos”. Se llevó la mano izquierda a su pecho y apoyó la derecha con primor y sigilo en mi frente, mientras cerraba los ojos y murmuraba una oración ininteligible para mí, pero que acepté como la caricia más sanadora y verdadera que había recibido jamás. Su contacto era cálido y seguro, aunque de tan plácido pareciera irreal. Cerré también los ojos y disfruté del flujo de energía y la conexión que me invadía, y le dije mentalmente todo lo que no me atrevía a decirle en alta voz. Retiró la mano con delicadeza y se puso en pie. Me miró como una madre a su hijo y me dolió aguda y fugazmente, pues mi corazón anhelaba mucho más de aquel ser enigmático y angelical.

“Dime tu nombre”-pedí en un susurro. Sabía que no respondería. La sonrisa apareció de nuevo en su semblante, etérea y sincera. Un último aleteo de sus pestañas de mariposa. Se ajustó la capa y se giró. Me pareció ver el destello de su katana bajo sus ropajes. Un ángel guerrero. Un guerrero de la luz. Entonces supe que no importaba que no me hubiera revelado su nombre. Para mí siempre sería Orion Satori.

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