26.246 kilómetros, por Sergio del Molino

Me ha dado por contar los kilómetros que he hecho por trabajo desde el 1 de enero hasta hoy mismo (que vuelvo a viajar, por cierto). En realidad, solo una parte de ellos, porque no he computado los viajes que he hecho para trabajos no estrictamente literarios. Hasta la fecha he recorrido 26.246 kilómetros. Y sin cruzar océanos: todos en España e Italia, en tren, coche y vuelos cortos de una o dos horas.

La circunferencia de la Tierra mide unos 40.000 kilómetros. Yo he hecho más de la mitad.

La distancia entre los polos es de unos 20.000 kilómetros. Yo he hecho un tercio más.

Todo ha sido de acto en acto, como un feriante. Conferencias, participación en festivales, encuentros con lectores, charlas más o menos formales, más o menos informales, seminarios, talleres y qué sé yo.

¿Que por qué he aceptado tantos viajes?

En muchos casos, por dinero. Pagan tarde y mal, hay que pelearse con funcionarios hoscos que te tratan como si fueses un saqueador y te desesperas con el papeleo, pero es parte de mi trabajo y lo voy aceptando.

En otros casos, por compromiso editorial, para animar la venta de los libros, fundamentalmente.

En unos pocos casos más, porque me apetecía mucho compartir cartel con escritores a los que admiro y no quería desaprovechar la ocasión de debatir con ellos.

En el resto, por amistad y amor hacia quien me invitaba.

Todos son motivos fuertes. Quiero creer que son fuertes, porque, aunque viajar no me pesa, tengo una familia, y mis ausencias suponen un sacrificio para todos.

Me gustaría viajar menos. He empezado a declinar muchas invitaciones, soy cada vez más selectivo, me voy a hacer más caro de ver (también en un sentido estrictamente pecuniario). Pero reconozco que aún no sé manejar la situación, no sé encontrar el equilibrio entre mantener una presencia pública razonable y el necesario retiro que el trabajo de un escritor precisa.

¿Por qué cuento todas estas miserias que no interesan a nadie? Porque soy una prueba más de que los escritores no somos esos individuos tímidos, pálidos y ermitaños que se aburren de sí mismos. Mi oficio no es solitario. Es ruidoso y está lleno de gente, lo que no me importa porque tengo la suerte de ser un tipo sociable y de disfrutar de casi cualquier compañía, pero reconozco que hay noches en que me he escabullido de mis anfitriones y he buscado una tasca tranquila donde tomarme un vino a solas en la barra, con mis propios pensamientos, sin dar conversación, recuperando mi propio silencio. También me he retirado al hotel sin cenar alguna vez, atacado por jaquecas.

¿Es relevante que se sepa que muchos escritores somos en realidad feriantes a los que solo les falta un carromato y un baúl para los cambios de vestuario? Claro que no, pero no estaría de más que lo supieran los prejuiciosos y despectivos. Hace poco tuve una experiencia infausta con un presentador de televisión que presentó mi vida como la de un tipo que se la pasa en pijama y levantándose a las once de la mañana para holgazanear y escribir sandeces. Qué más quisiera yo, le dije, tratando de no mostrarme ofendido, para no darle el gusto.

26.246 kilómetros en seis meses. Alguien debería estudiar cómo influye esto en la literatura que escribimos los nuevos escritores feriantes.

 

Imagen: Todos los Creative Commons (Mike Haufe)