Una tarde con Fray Luis, por Sergio del Molino

Como no aspiro a ningún cargo público, no reniego de los privilegios cuando me los ofrecen, y hace unas semanas me hicieron un regalo que arruinaría mi carrera política, si la tuviese, por lo exclusivo, elitista y privado del asunto. No me regalaron corbatas, ni trajes, ni bolsos de Louis Vuitton, ni tarjetas black. Fue mejor que todo eso. Tenía que participar en un coloquio a la Universidad de Salamanca, y un par de horas antes, la directora de la biblioteca, Margarita Becedas, nos citó a los intervinientes para enseñarnos los tesoros librescos de sus dominios. La biblioteca histórica de la universidad no se puede visitar. Hay una mampara de cristal desde la que puede contemplarse el interior de la estancia, pero nadie entra en ella. Habrá quien se sienta especial por estar invitado en el palco del Bernabéu o en el reservado VIP de un tres estrellas Michelin, a mí me moló mucho más cruzar la puerta de la biblioteca y escuchar las sabias explicaciones de quien mejor la conoce.

La sala principal es del siglo XVIII, reconstruida después de que la anterior se derrumbase, y está organizada respetando el orden de las bibliotecas de entonces, que clasificaban las materias numerándolas de mayor a menor importancia, en una estructura circular que empezaba con la Biblia, en el número uno, y seguía con cuestiones teológicas hasta sacudirse poco a poco a dios para entrar en terrenos jurídicos y humanísticos más laicos. Hay varias esferas armilares y globos terráqueos en las mesas, la mayoría adquiridos por Diego de Torres Villarroel, catedrático en el siglo XVIII, escritor hoy casi olvidado (ácido, divertido, mordacísimo: recomiendo mucho su Vida, unas descacharrantes memorias), mitad eminencia, mitad pícaro. Como la universidad no le permitía adquirir esos objetos a cargo del presupuesto de la biblioteca, los catalogó como “libros redondos”.

Lo más emocionante fue entrar en la cámara donde se guardan las piezas más valiosas, los manuscritos e incunables. Seré un cursi, pero se me puso la piel de gallina cuando Margarita Becedas abrió un estuche y sacó el códice del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita. Un códice es un libro único en el mundo, hecho a mano. El del Buen amor no está muy decorado, apenas tiene miniaturas ni capitulares historiadas, es un libro humilde para lo que suele ser un códice, pero es el Libro de buen amor. Solo se conservan tres códices de la obra en todo el mundo, y el de Salamanca es el que se usa para todas las ediciones modernas. Me sorprendió lo bien conservado que está, listo para leer, mucho mejor que la mayoría de los tomos de mi biblioteca. La piel de los códices, explicó Becedas, se conserva siempre bien.

Había otras maravillas en aquella cámara (acorazada, como la de los bancos, a prueba de robos), como el manuscrito más antiguo, un libro de horas del siglo XI que perteneció a varias reinas de Castilla, pero la bibliotecaria nos llamó la atención sobre un volumen que no destacaba mucho. Una encuadernación sencilla y una caligrafía sin decoraciones ni historias. No es el libro más bonito ni el más espectacular ni el más antiguo, dijo Becedas. De hecho está escrito en el siglo XVI, cuando ya existía la imprenta, y su destino no era la publicación, la mayoría del libro son apuntes en sucio. Y nos enseñó páginas llenas de tachones y anotaciones al margen y remiendos propios de cualquier cuaderno de trabajo de un escritor. Sin embargo, siguió Becedas, este es el libro más valioso de toda la biblioteca: es la traducción al castellano del Libro de Job del puño y letra de Fray Luis de León.

Se leía sin dificultad. Una caligrafía moderna y funcional. Apresurada pero legible. Me conmovieron los tachaduras y las notas escritas en perpendicular, las correcciones, los renglones torcidos. También la dedicatoria. El contacto con la escritura en sucio de un escritor es lo más parecido a espiarle mientras duerme. Hay una transgresión de lo sagrado, una familiaridad, algo prohibido y terrible. Sabemos lo que significa ese libro, lo que le costó a su autor (la cárcel, entre otras cosas), lo que ha significado para la cultura y el idioma en el que vivimos. Y, sin embargo, contemplamos un cuaderno de trabajo, muy parecido al cuaderno en el que yo escribo mi novela, con dudas y errores muy parecidos a los míos. Como si la literatura sagrada y canónica y reverenciada bajase un momento del Parnaso para volver a ser el texto humilde de un tipo laborioso y solitario que se mancha los dedos de tinta y se corta con el filo de los papeles.

Salí a la luz muy confuso, epifánico perdido, sin muchas ganas de hablar, lo que era un inconveniente porque había ido a Salamanca a participar en un coloquio. Me siento VIP. No hay palco de ópera ni fiesta de Hollywood que pueda competir con el privilegio que sentí en aquella cámara de la biblioteca de la Universidad de Salamanca.

 

Fotografía: Severiano Delgado

Aparecen: Sergio del Molino; José Luis Fuentecilla, subdirector de informativos de Mediaset; Daniel Serrano, periodista de Cuatro; Jesús M. Santos, realizador de documentales, y Margarita Beceda, directora de la biblioteca, en la cámara acorazada de incunables y manuscritos.