La comemadre, de Roque Larraquy

«Verdaderamente portentosa, rezuma inteligencia, humor, cinismo, crueldad. Pasión fría con efectos desasosegantes, inesperadamente conmovedores», opina el crítico literario Ignacio Echevarría sobre La comemadre, de Roque Larraquy, que preestrenamos en Eñe. Con ella se publica el próximo martes 30 de septiembre inaugura Turner su nueva colección, El cuarto de las maravillas. Entre Borges y Gombrowicz y Piñera, La comemadre baila entre dos tiempos y espacios: un sanatorio en Temperley, a las afueras de Buenos Aires, en 1907, y un célebre artista global que en 2009 convierte su cuerpo en arte y mercancía. Es la segunda novela de Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975), guionista y profesor de diseño audiovisual, después de Informe sobre ectoplasma animal (2014).

 

1907. 1

Temperley, provincia de Buenos Aires, 1907

Hay quienes no existen, o casi, como la señorita Menén­dez. La «jefa de enfermeras». En el espacio de estas pala­bras entra completa. Las mujeres a su cargo huelen y vis­ten igual, y nos llaman «doctor». Si un paciente empeora por un olvido o una inyección de más, se llenan de pre­sencia: existen en el error. En cambio Menéndez nunca falla, por eso es la jefa.
La miro cuanto puedo para encontrarle un gesto do­méstico, un secreto, una imperfección.

 

Lo encontré. Son los cinco minutos de Menéndez. Se apo­ya en la baranda y enciende un cigarrillo. Como no suele alzar la mirada, no advierte que la observo. Pone una cara de no pensar, de botella vacía. Fuma durante cinco minu­tos. En ese lapso no logra terminar el cigarrillo y lo deja por la mitad. Su derroche, su lujo personal, es apagarlo con el dedo mojado en saliva y tirarlo a la basura. Solo fuma cigarrillos nuevos. Así entra al mundo todos los días, a la misma hora, y existe el tiempo suficiente como para enamorarme de ella.

 

Mis colegas son numerosos y todavía no los identifico a todos. Hay un hombre robusto con un lunar en el mentón que siempre me saluda, y al que solo recuerdo por su lu­nar. No sé cómo se llama ni cuál es su especialidad. Tiene una mitad de la cara más caída que la otra, y cada vez que habla, no sé muy bien de qué, entorna los ojos como si se encandilara.
Cada palabra que dice Silvia es una mosca que sale de su boca, y debería callarse para no aumentar el número. La sumerjo en agua helada. Cuando retiro la mano ella saca la cabeza, respira y vuelve a preguntar: «¿No ven que las moscas salen de mí?». Que yo no las vea le importa más que el frío. Todavía no me explico por qué me la asigna­ron. No soy psiquiatra. Aseguraría que lo único que hace el agua helada es ponerla en riesgo de una pulmonía. Pero lo que vale en estos casos es la persistencia del delirio, que con el hielo debería remitir. Le prometo una cama ti­bia. Hay que tomar nota de cualquier cambio: si prefiere quedarse callada, si pide por su familia (no tiene familia, pero sería un delirio más saludable), si ya no hay moscas. Las ve disolviéndose en el techo.

 

No pensás cosas de enfermera. En cinco minutos de tu cigarrillo, con esa cara de nada, como si no fueras una mujer sino tu oficio de mujer, pensás en algo que no es catéter ni suero, cosas que no tienen una forma.

 

Ahí está. Arrastra una nube de enfermeras que le piden asistencia, consejo, historias clínicas, elementos de lim­pieza. Voy engominado. Ya estoy cerca. Ahuyentar a la nube es fácil. Comienzan a abrir paso para no violar mi espacio íntimo. Los doctores nos ganamos ese derecho corporal que las enfermeras, del lado de la enema y el ter­mómetro, no respetan con casi nadie.
−¡Menéndez!
−¿Sí, doctor Quintana?
Es hermoso escucharla decir mi nombre. Le doy algu­na instrucción.
El sanatorio está en las afueras de Temperley, a pocos ki­lómetros de Buenos Aires. El punto máximo de actividad se registra en la guardia diurna, que recibe un promedio de treinta pacientes por jornada. La guardia nocturna, de­ solada, está a mi cargo desde hace un año. Mis pacientes son hombres que se trenzan a cuchillo en alguna fonda cercana y agradecen nuestra discreción ante la ley. Las enfermeras les temen. Se van por el sendero que atraviesa el parque antes de que oscurezca. No recuerdo haber vis­to salir a Menéndez. Siempre está. ¿Vive en el sanatorio? Anoto: preguntar.
Llega la noche y no hay nada para hacer. Mejor cami­nar por los pasillos, buscar una charla o un juego de car­tas, hacer de la noche un cuadrado. Una enfermera está apoyada contra la pared con las manos en los bolsillos. Su compañera mira el piso.
El doctor Papini viene trotando hacia mí con el índi­ce en la boca, pidiéndome silencio. Tiene pecas y la cos­tumbre de manosear los pechos de ancianas desmayadas.
A veces me cuenta confidencias sobre su vida; su falta de pudor, intencional, me da un poco de asco. Me lleva a una salita.
−¿Sabe lo que hay en la morgue, Quintana?
−El vino tinto que escondieron el martes.
−No, ya se terminó. Le dimos unas botellas a la de lim­pieza para que no abra la boca. Venga conmigo.
Papini abre un cajón. Saca un instrumento antropo­métrico que compró hace un mes en el Paseo de Julio y que por orden de Ledesma no pudo usar nunca dentro del sanatorio. Está sudado, exoftálmico y huele a limón. Esto indica que está feliz, o que cree estar feliz. En este tipo de cosas se funda su personalidad.
−Pasan cosas raras, Quintana. Las mujeres se encierran en el baño y usan el bidet durante mucho tiempo. Cuando salen no dicen palabra. Le aseguro que en ese ritual no hay higiene ni masturbación. Yo mismo le abrí las piernas a mi esposa, la olí, y nada. Me dijo que se había lavado los dientes. ¡Pero yo la escuché! ¡El agua del bidet hace un ruido inconfundible! Soy incapaz de muchas cosas, ami­go, y más aún de matar a una esposa. Pero otros pueden, ¿entiende?, la obligarían a confesar, porque en ese ritual de aguas y loza hay una amenaza para los hombres. Las mujeres se maquillan para borrarse la cara, se ajustan en un corsé, y tienen muchos orgasmos, ¿sabe?, una cantidad que a nosotros nos dejaría secos. Son distintas. Salieron de un mono especial, que antes era una nutria, que antes fue un anfibio azulado, o algo con branquias. La forma de la cabeza la tienen distinta, también. Se encierran a usar el bidet para pensar cosas mojadas que se adaptan a las líneas de su cráneo. La amenaza. Yo soy un hombre bueno, no tengo alma para impedir la amenaza. Pero hay otros que sí. Las toman de los pelos y les preguntan el porqué de tanto tiempo perdido en el bidet. Y si la mujer no ha­bla, la cosen a cuchilladas. Esos hombres son tan distintos de nosotros como ellas. Salieron de un mono distinto, de una escala inferior a la del nuestro, pero saludable y per­sistente. En la morgue hay uno. Vamos a medirlo. Le voy a demostrar que su cráneo responde a la descripción de un atávico, un asesino nato. Hay que hacerlo ahora porque mañana se lo llevan. Usted es inteligente, pero un poco testarudo. Le voy a llenar la cara de pruebas.
−¿El tipo mató a su mujer porque no le dijo qué hacía con el bidet?
−Es una metáfora, Quintana.
Mientras salimos al pasillo recuerdo que los baños del sa­natorio no tienen bidet: Menéndez no puede ocultarme nada. Ni pensamientos mojados ni amenazas. Papini ha­bla cada vez más rápido, caminando hacia la morgue y dejando su estela de limón.

 

−El llamado salto cualitativo, Quintana. De noche idea­mos planes drásticos que de hacerse nos cambiarían por completo. Pero el plan se disuelve con el día y uno vuel­ve a ser el mediocre que se arruina empecinadamente la vida. ¿No le pasa? Con estos hombres es diferente. ¿Por qué piensa que siguen existiendo, si son inferiores a no­sotros? Es un tema de adaptación: ellos hacen. Lo que planean de noche lo cumplen al día siguiente. Son vicio­sos, también. Se engominan demasiado, apestan a tabaco, sudan bilis, se masturban mucho y no tienen moral, pero tienen una ética, que ni usted ni yo podemos comprender, relacionada con nuestra aniquilación. ¿Entiende?
−¿Cómo saber si se engominan demasiado?
−Usted me interpreta muy literalmente, Quintana.
Entramos a la morgue, el lugar mejor iluminado del sana­torio. Con sus pecas, Papini parece un púber consumido. Si existen esos hombres que acaba de describirme, es uno de ellos. El cuerpo está sobre la mesada. Menéndez no tie­ne que verme nunca bajo esta luz.
−Lo ahorcaron sus compañeros de celda. ¿No ve la ex­presión en los ojos, y el color? Y ahí está la línea morada en el cuello. Mire esta frente, lo estrecha que es. Cráneo asimétrico, empequeñecido en relación con la media cau­cásica, con convexidad en la región temporoparietal de­ recha. Las ideas le vendrían apretadas. ¿Cuánta energía facial hace falta para mover esta mandíbula? Compare, Quintana. Usted no es lo que se dice hermoso, pero tiene las facciones en su lugar. Los huevos no sé, usted sabrá, ¿no? Cada uno hace lo que quiere con sus huevos. Mírelo a él: tiene el ojo izquierdo tres o cuatro milímetros por de­bajo del derecho, orejas enormes, caninos inferiores más desarrollados que los superiores. No masticaba, desga­rraba la carne. Sostenga el pie, Quintana, dóblele la rodi­lla. ¿Ve? Pie prensil. Un hombre con poca cabeza para no complicarse, peludo, con dientes para partirnos el fémur de un mordisco… ¿Se da cuenta? En unos años vamos a poder identificar a estos animales recién salidos de su ma­dre, y vaciarles los cojones, si son hombres, o quitarles el útero, si son mujeres.
−¿Por qué no matarlos directamente?
−Usted no me toma en serio, Quintana.
−No quisiera ser descortés, Papini. Este hombre es un caso aislado.
−Entonces lo medimos a usted y a su cabeza dura.
O buscamos a alguien más para comparar.
−Midamos a la señorita Menéndez.
Entra a mi despacho acompañada por Papini. Sabe que este encuentro no corresponde a su trabajo. Se le ve en la cara, que no es la suya, y en el cuerpo, echado hacia atrás.
Las explicaciones son pocas, imprecisas. Ella entiende que su cabeza está en juego, pero no sabe que Papini es­pera una criminal (o no, cualquier resultado sería válido) y que yo espero una esposa. Se sienta en una silla y se deja medir. Tiene piel muy blanca, ojos claros y una ligera in­clinación de la nariz. Su reacción ante el dolor (Papini le está pinchando un dedo) es modesta.
No me atrevo a hablarle. ¿Qué simio yace en la seño­rita Menéndez? Yo creo que ninguno. Estoy dispuesto a creerle un pasado anfibio, pero solo ese.
Miro por la ventana. De una grieta en la pared sale una fila de hormigas. Avanzan delimitando un círculo amplio. Las primeras permanecen en el límite, y el resto llena los espacios vacíos del círculo hasta que en la pared no hay grieta ni hormigas, sino una mancha quitinosa, crujiente de patas. Supongo que esa circularidad es su visión del mundo.

 

Encuentro a Silvia sentada en la cama. Me pide que abra la ventana y pregunta cómo está el clima. Hace frío. La noticia la pone contenta: las moscas huyen del frío. Con­tinúa hablando sobre moscas. Pienso, entre paréntesis, en Menéndez. Las dos líneas curvas van cerrándose en mi cabeza. Y así encerrada Menéndez en mi cabeza y mi ca­beza en el paréntesis…
¿Debería permitir estas intromisiones, estas fantasías? ¿Es saludable? Ni siquiera conozco su nombre de pila. ¿Por qué me sonrojo? ¿No me da vergüenza?
Hay que cambiarse de simio. Hacer en el día lo planea­do por la noche.
−¿Alguna vez te enamoraste, Silvia?
Está diciendo algo sobre abrigarse con moscas, pero acepta el desvío con naturalidad.
−Sí, me enamoré.
−¿De quién?
−Prefiero no contarle, doctor.
−¿Era un amor recíproco?
−Sí.
−¿Y cómo hizo ese hombre para decirte que te quería?
−Me dijo: «Silvia, pienso en usted».
−Te mintió.

¿Dónde está? Tiene que ser ahora. Antes de que no sepa qué decirle. No es que lo sepa todavía, pero tengo el im­pulso. El médico del lunar me dice que Menéndez está en el sanatorio, pero que no sabe dónde, y que si está en su cuarto es mejor no molestarla.
¿Cómo puede vivir en un sanatorio?