Vuelo doméstico, de Carmen Camacho

De editoriales como El Gaviero tenemos que fiarnos. Y si en El Gaviero nos recomiendan leer a Carmen Camacho, de quien ya conocíamos las palabras como golpes de Minimás o Campo de fuerza, ni lo dudamos. Su nuevo libro, Vuelo doméstico, se publica el próximo 20 de octubre en la colección Cuarto menor, esa sobre la que la mítica editora Ana Santos aseguró que «no es tan peque». Todo lo contrario.

Así que, entre el poema y el microrrelato, Carmen Camacho vuelve dura y fuerte a la escena literaria. Su Vuelo doméstico es un regalo para el lector ávido, que dice El Gaviero, pero que también decimos nosotros. Para el lector que busca feminidad, rabia y sexo, pero también cariño. Para el lector que nunca desea quedarse indiferente. Aquí todo es cruel y hermoso, como las plumas afiladas de un joven cuervo.

La fotografía de la autora es de María Artiaga.

 

 

La gravedad de las palabras

Tenía un problema: se le coagulaban las palabras. Se le solidificaban, se le petrificaban, se le cuajaban justo en el momento de decirlas y, de una pieza, como mendrugos imposibles de roer, le caían de la boca por su propio peso,

precisamente a él, que tenía interés por todo lo contrario, por el verba volant, el donde dije digo, el manzanas traigo. Y sin embargo esto, esto otro terrible de la palabra a plomo, de la densidad del verbo, aplastado por la implacable ley de la gravedad. Cada frase que brotaba de sus labios lo hacía hecha magma frío, lava marmórea, aerolito, y por la barba le rodaban adverbios con riesgo de alud, mientras saltaban en lascas pronombres, conjunciones, artículos. A recaudo del silencio pasaba todo el tiempo que podía.

Envidiaba ese no pasar nada cuando abre la boca el presidente del Gobierno o la estanquera, anhelaba el elegante perjurio del tanguero de arrabal, la (en el fondo) inofensiva lengua viperina de las cotillas de patio, el hablar por hablar del contertulio en la radio o piropear a una pipiola sin llegar a lapidarla. Más que nada en el mundo, ansiaba el don de esos poetas que, prestidigitadores verbales, sostienen varias palabras en el aire formando versos volanderos, nada memorables, pero volanderos.

Por envidia maldecía a quienes hablan a la ligera y hasta los llegaba a increpar, a pesar de los peligros que entraña dejar caer palabras gruesas, incluso para él mismo. No sería la primera vez que se aplastaba un pie con un improperio, o que acudía al hospital con cortes en la cara por haber ensayado una réplica ante el espejo. Lo suyo no tenía remedio.

Es lo que pasa con las enfermedades raras, apenas se investigan.

Dejado de la mano de médicos y filólogos, desde hace unos años dedica el tiempo libre a pulir el idioma. En el último camaranchón de la casa echa las tardes con lápiz y buril, haciendo de las palabras figuritas, metáforas esculpidas, imágenes de lo que dicen. Coloreadas en tonos brillantes las vende a los turistas que, fascinados por la fonética cristalizada, regresan a su país con nuestra deliciosa variedad de acentos en la maleta, que después reparten entre familiares y amigos.

Hay quienes además le compran vocablos al peso y sin bruñir, y luego los funden para extraer de ellos eslóganes publicitarios, discursos políticos, acusaciones de fiscalía. De los recortes que sobran de hacer las figuras se sacan las cartillas para dar de leer a los niños, notitas para ramos de flores, los crucigramas del domingo. De una buena veta puede salir una póliza de seguros, la letra del himno nacional o una declaración de amor más o menos convincente.

Guarda para sí dentro de un pañuelo de seda, y a casi nadie muestra, algunas palabras preciosas, de muchos quilates, que en su alquimia verbal consiguió en cierta ocasión al ser sincero.

Hace unos días ha logrado lo que a lo largo de su trayectoria ha constituido una verdadera lucha. Le han concedido la baja laboral. Por incapacidad permanente. Y porque cada poco la Archidiócesis tenía que mandar reparar los estragos que sus homilías provocaban en el púlpito (una pieza policroma única de nuestro glorioso barroco andaluz).

 

 

Uri Geller is dead

Treinta años después de la publicación en Science del artículo de F. E. Luckmann sobre la telequinesia —y del inmediato inicio de los ensayos, que vinieron a comprobar y evaluar la acción del fluido psíquico Ø sobre a la materia—, el 87% de la población mundial había adquirido la capacidad de mover objetos y trasladarlos en el espacio mediante el poder de la mente. El porcentaje resultaba sensiblemente mayor, cercano al ciento por ciento, en las regiones de climas macrotérmicos.

A pesar del entusiasmo y las expectativas que en un principio despertó el avance, las aplicaciones prácticas y su uso cotidiano muy pronto se revelaron limitadas. El don de la telequinesia servía a quienes lo desarrollaban básicamente para matar el tiempo. A los conductores, por ejemplo, para hacer girar en el aire un par de cosas o tres mientras esperan que el semáforo se ponga en verde; a los jubilados para distraerse en el parque; para fardar en las discotecas, en el caso de ciertos jóvenes procedentes de familias desestructuradas; también en las bodas de gentes de clase media-baja, a fin de mantener el arroz lanzado a los novios bellamente en suspensión.

Como es bien sabido, en la actualidad hacer ostentación pública de facultades psicoquinésicas es considerado una actitud obscena, salvo que el objeto se desplace a baja altura y/o por necesidad. No obstante, dado el carácter inofensivo e irrelevante de esta maña meníngea, no ha sido preciso buscar la vacuna para su erradicación ni habilitar procesos asistenciales de castración cerebral.

Ítem, tampoco ha sido necesario llevar a cabo un desarrollo normativo contra su empleo ilegítimo, prácticamente inexistente. El hincha del Cádiz Fútbol Club, el pretendiente enfebrecido y la estudiante en pleno examen de Historia, los tres casos documentados hasta el momento de humanos que sintieron la tentación de usar el poder de su mente para desviar el balón, alzar la falda y dar el cambiazo respectivamente, rehusaron la práctica. Prefirieron en su lugar el asombro, la incertidumbre y el interesante abanico de finales —incluidos la deserción, el afán, la chiripa y el fracaso— que ofrece cada cosa que se quiere tocar.

 

 

Tres Enriques

Además, les unen los ojos y el pelo:

—uno—
El de Enrique, que le nació rizado para que yo hunda las manos en su greña. Y eso que a veces encuentro dentro la boquilla mora o el insecto. Camina con swing de péndulo, en grandes zancadas al compás del vaivén de los brazos. Y eso en caso de que no eche el peso del derecho sobre mis hombros. En cuanto se acabó la cerveza lo besé en el iris verde. Y eso que dormíamos en una tienda de campaña. Desde entonces me llamaba, hasta que perdí. Perder es transitivo. Faltan pues los complementos: Lo. Me.

—dos—
A los tímidos les crecen más las cejas. Y a las amantes secretas será que se nos pone cara de perfectas confidentes. Pensó cuarenta y dos veces en largarse, que sale a dos por minuto, y sin embargo esperó a que yo finalizara las tutorías, paseó la antesala, notó subir el tufo del cenicero, navegó en los galeones de los cuadros. Tan fuerte tenía el pelo. Ya en mi despacho pidió asiento y comenzó a contarme su problema. Aproveché que la vergüenza y la pena no le dejaban mirarme a los ojos para concentrarme en los suyos, verdes, húmedos. Él no lo sabe, pero así logré no llorar. Resulta que Enrique quería algo de mi cama. Y no era yo.

—tres—
Una: «En un diario de provincias, pero mucho trabajo», me contestó, con voz grave. Ni a cuatro frases llegamos, ni a una cerveza después de la clausura de aquel congreso, nada. Entró tarde a la rueda de prensa, con su cara de pan de pueblo y sus manos de saco, y fue mi héroe. Porque protestó, y a mí me gustan los que protestan, es que los confundo con los valientes. Se sentó a mi lado para hablar con Julia, de Europa Press, y fue mi desasosiego. Porque me ignoró, y a mí me gustan los que me ignoran, es que los confundo con los interesantes. Dos: «Si vas a la calle Orense te llevo», me dijo, sin afecto. Y fue mi delirio desde Ciudad Universitaria a Nuevos Ministerios. Porque todo en él era Enrique y a mí me gustan los que nunca se mesan el cabello, es que los confundo con los que miran hondo. Tres: «No te voy a pedir permiso, luego me partes la cara si quieres», me avisó, antes de besarme como nadie. Le di la hostia, obviamente, para no desmerecer. Ya dije que a las cuatro frases no llegamos. Ahora solo leo el Jaén Información.

 

 

Tatuaje

«Cuando esté terminado va a ser precioso», dijo, admirada, pasándole las yemas de los dedos por la espalda. Al magnífico tatuaje le faltaban ciertas figuras y acabados; aun así, vestía delicadamente el torso de aquel amante fortuito; el torso, también parte del cuello, los brazos y el reverso de las manos, en un conjunto donde tal vez —imaginó— él haya mandado dibujar la historia de su vida. «Ya estuvo completo hace tiempo —repuso sin nostalgia—, y pagué al tatuador todo el trabajo cuando acabó de grabar en mi piel hasta el último detalle».

El abrazo le hizo olvidar la pregunta que al punto le había surgido, y la volvió a internar en aquel tapiz de cuero vivo con dragones, pájaros, olas, un ancla, una cítara, sirenas, yedras, peces raros.

Solo se volvió a acordar de su pregunta —y por sí misma halló respuesta— a la mañana siguiente cuando, ya de vuelta y sola en casa, reconoció a los colibríes que, labrados en su pecho, le libaban la flor de los pezones.

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Carmen Camacho, fotografiada por Daniel Mordzinski.