Don Carmelo, por Antonio Ladra

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«¡Estoy emparrillado, estoy emparrillado!», gritaba desaforadamente Lilo. En el suelo, atontado, desmayado, yacía el cuerpo de un hombre robusto. «¡Estoy emparrillado, estoy emparrillado!», seguía gritando Lilo. «¡Tirale con el marrón!», volvió a gritar, «¡largale el marronazo!».
El hombre se movió un poco, eran los estertores, creo, y entonces es cuando le pego con el marrón en la cabeza, ¡tremendo golpe!
Ahora sí, el hombre se quedó quieto, ya cadáver, ya estaba muerto. Entonces Lilo agarró una frazada, que estaba arriba de un sillón-reposera, y le envolvió la cabeza y volvió a gritar: «¡Estoy emparrillado!». Y ahí fue cuando entró mi hermana Gabriela a la habitación y entre los tres empezamos a envolver el cuerpo en la misma frazada y lo llevamos, arrastrándolo, hasta mi pieza.
Lilo quería que escarbara afuera, frente a la puerta de mi pieza en la casa de mi madre, y que le echáramos cal viva y que luego hiciera la vereda arriba, pero fue mi hermana la que tuvo la idea de tirarlo en el pozo negro. Pero como era muy pesado, Lilo dijo que había que cortarlo, descuartizarlo.
«Ni soñar», le dije, «no, no puedo hacerlo»; pero Lilo insistió, empezó a gritar como loco y empezó a tomar más merca y me dio y yo también tomé y la cabeza me empezó a dar vueltas, el corazón se me salía por la boca. Había matado a un tipo, nunca lo había hecho, era la primera vez.
«Conseguí una sierra; hay que cortarlo, dale», me apuró Lilo. Yo estaba atontado, boleado, no podía pensar con claridad, pero me acordé de una sierra eléctrica que le había pedido a una vecina para cortar unas ramas.
Entonces, la fui a buscar, traje la sierra, la probé y andaba bien, se ve que era nueva, estaba lustrosa, y ahí empezamos a aserrarlo, a cortarlo en pedazos, como quería Lilo.
El hombre era pesado, y un cuerpo muerto, inerte, parece que es más pesado. Entonces Lilo lo sostuvo mientras yo lo corté en tres pedazos. Mi hermana miraba todo sin atinar a nada y se puso a llorar… Estaba muy nerviosa; ahí es cuando se va para la cocina a seguir tomando merca y vino cortado con Coca-Cola.
Cuando Lilo la vio así, se enojó y se puso como loco y le empezó a gritar: «¡Hacé algo, putita, movete! Dale, no ves que esto lo hago por vos». Asustada, tambaleante, mi hermana regresó a la pieza y empezó a ayudarnos y entre los tres terminamos de cortar al hombre. Yo ya estaba jugado, no me importaba nada. Entonces agarré la parte de la panza y la puse en un recipiente de plástico negro y con Lilo fuimos hasta el pozo negro, levantamos la tapa y ahí lo tiré. Lilo estaba todo lleno de sangre, yo estaba lleno de sangre, de las manos me chorreaba la sangre, había sangre por todos lados, en el piso, en las paredes, en la ropa, en la frazada, mucha sangre. Hasta olor a sangre había, claro.
Lilo se fue a lavar al baño, litros y litros de agua y jabón bulldog. Yo seguí, me puse a trabajar con las otras dos partes del cuerpo, las metí en bolsas plastilleras y las llevé de arrastro hasta el pozo negro y también las tiré. Tapé el pozo y me fui a lavar, a sacarme la sangre, pero antes, me metí otra dosis de cocaína y tomé vino.
Con agua Jane limpié toda la casa, saqué todos los rastros de sangre, pero fue difícil, me llevó mucho tiempo, pero al final terminé; entonces me tiré en la cama, ya no podía seguir, estaba muerto de cansado, no quería nada.
Después Lilo habló conmigo y con mi hermana y nos dijo lo que teníamos que decir si nos agarraba la Policía y se fue en el auto con mi hermana.

Cuando Víctor Maldonado terminó de hablar, un silencio pesado llenó la sala de interrogatorios de la Jefatura de Policía de Colonia. Los cuatro oficiales que estaban allí presentes se miraron y respiraron profundamente, como si se hubieran puesto de acuerdo. Uno de ellos salió de la habitación a fumar un cigarro, «por hoy ya es bastante», pensó.
Corría el mes de noviembre de 1996, la policía buscaba una vez más a Lilio Maurilio Martínez, un hombre con antecedentes por violencia y por tráfico de drogas, conocido en la zona oeste de Uruguay como Lilo.
Había una fuerte sospecha de que Lilo estaba involucrado en la muerte de José Luis Sabattoni Lombardo, conocido como Carlos, el Gordo o Peppino, un empresario del rubro gastronómico, afincado en el exclusivo balneario de Punta del Este. Ahora, con la declaración de Maldonado, no quedaban dudas de que Lilo estaba involucrado en el asesinato.
Sabattoni se había ausentado de su hogar en el este en compañía de una meretriz, Gabriela Maldonado, hermana de Víctor, quien lo convenció de que la acompañara hasta Nueva Helvecia a la casa de su madre, la que, dijo, estaba enferma.
La pareja viajó en un automóvil Fiat Uno de color rojo. Fue en Nueva Helvecia donde entre los tres, unos jovencitos –Víctor y Gabriela Maldonado, de 21 y 22 años respectivamente– y Lilo, dieron muerte a Sabattoni.
El asesinato de Sabattoni fue brutal, la obra de unos desquiciados, porque después, con la necropsia se supo que cuando lo cortaron en tres partes, todavía estaba vivo. Este dato no hizo sino sumar un elemento más a un crimen de características casi únicas en Uruguay.
La muerte de Sabattoni fue íntegramente planificada por Lilo, él fue el ideólogo y el ejecutor junto con Maldonado y su hermana, y fue, paradójicamente, el comienzo del fin para la carrera delictiva de Lilo.