La madre de mi hermana, por María Laura Bech

Murió la mujer de mi padre. Hace tiempo yo la apreciaba, en verdad la quería, pero un día discutimos y me echo de su casa. Fue una pelea telefónica, de manera que solo nosotras sabemos lo que pasó en esa conversación. Cuando mi padre empezó a averiguar qué había ocurrido, muy a su estilo, como si no quisiera saber. Ella dijo «le pedí que no viniera de visita por un tiempo» y yo dije «me echó de tu casa, como si fuera mi madre, como si tuviera derecho». Él tomó parte de las versiones que le ofrecimos y armó una propia, pero nunca pidió que volviera a visitarlo.

Cuando llamó, hoy, para avisar que Irene había muerto, llevábamos cinco años sin vernos ni hablarnos. De alguna manera, aquello de «no quiero verte más en mi casa» podría haberse arreglado porque para ninguna de las dos era lo suficientemente grave como para distanciarnos. El problema fue el lugar que ocupó mi padre ante aquella situación. Su posición neutral hizo que descubriera en él un dejo de cobardía que no pude suportar, entonces preferí alejarme para no ver cosas peores.

En el tanatorio mi padre y mi hermana pequeña se mantenían juntos, tomados de la mano. No lloraban y eso me aliviaba, tal vez sabría qué decirle a Candela, podría abrazarla y apretarla contra mi pecho, consolarla por la muerte de su madre. Con mi padre era distinto.

Me acerqué, llevé las manos a la cara y las pasé de un lado al otro por debajo de los ojos. Apenas sonreí de lado cuando quedamos enfrentados, llevé hacia atrás el cabello rubio de mi hermana y la rodeé con mis brazos, fuerte. Sentía pena por ella y compasión, pero también experimentaba la alegría del triunfo. Le di dos besos a mi padre. No dije nada, ni siquiera un «lo lamento». Nos quedamos los tres en un semicírculo, callados, reconociéndonos.

Aproveché que unos hombres se incorporaban al semicírculo familiar para alejarme sin llamar la atención, sin dar explicaciones. Caminé hasta una de las esquinas de la habitación, dejé el bolso en un costado del sofá con forma de ele y me senté. Me encontraba lejos de las escenas de llanto y desconsuelo, pero notablemente presente en la actividad de lugar. La sensación de alegría triunfal se acrecentaba, temía no controlarme y pasar a la exaltación. Era capaz de comentar lo feliz que me tenían los hechos. No la situación de estar velando a la segunda mujer de mi padre, madre de mi hermana pequeña, sino el persistente zumbido mental que decía “has ganado”.

Los primeros minutos estuve sola, mi cuerpo se hundió entre los cojines y creo que eso ayudó a dar una apariencia acorde a las circunstancias, una leve tristeza, pena por los otros. Pero no pensaba en los otros, pensaba en mí. Como si las palabras de Irene pidiéndome que no volviera a su casa se repitiesen en forma de murmullo. Ahora yo no las escucho con claridad, solo veo la puerta de entrada de su casa, veo que ingreso de la única forma posible, vencedora, soy la que puede entrar y salir y volver.

 

María Laura Bech nació en Buenos Aires en 1976. Estudió Comunicación Audiovisual, y en 2013 obtuvo una beca al mérito para realizar el Máster en Creación Literaria dictado por la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid. Actualmente escribe y dirige teatro, mientras alterna los medios audiovisuales con la redacción de artículos web y la corrección de su primera novela. En Buenos Aires trabajó en radio y periodismo gráfico, y fue docente titular de la cátedra de Producción Periodística en la Universidad ISEC. Afincada en Madrid, trabaja como redactora de contenidos web y prepara la puesta en escena de su quinto guión teatral.

 

El número 40 de Eñe. Revista para leer se llama Madres y madres. A los escritores que colaboran en él con sus relatos y poemas les pedimos justo eso: habladnos de madres, y también de madres.

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(La fotografía, de Ben, se publica bajo licencia Creative Commons).