Momentos íntimos, por Rosa Lozano Durán

Yo le hablaba sin parar: de mis amigos, de cómo había sido la merienda con mis primos en la casa de mi abuela, de eso tan divertido que había pasado en los dibujos animados de la tarde. Era incansable. Siempre le estaba contando cosas, o preguntando, o pensando en voz alta con ella y, si estaba callada, sólo podía ser por tres motivos: o tenía la boca llena, o leía un cuento, o pensaba en algo que contarle, o preguntarle, o sobre lo que pensar en voz alta con ella. Nunca me pidió que me callase. Y ya imagino que a veces llegaría cansada, o con dolor de cabeza, y que también necesitaría oír sus propios pensamientos de vez en cuando, pero nunca hizo que dejara de hablar.

La seguía por el pasillo. Mis piernas aún eran muy cortas, así que mientras ella caminaba, haciendo resonar los tacones, yo iba detrás dando saltitos, fascinada por el sonido que producían sus pasos, aquel golpeteo rítmico contra las losas que resonaba como eco. Y le hablaba.

Le contaba que había terminado la segunda cartilla. «Y la segunda es la difícil, mamá». Era, sin duda, el acontecimiento del día. «Y la señorita se ha puesto tan contenta que lo ha dicho en voz alta, y luego me ha dejado peinar a Claudia y todo». Claudia era la muñeca más deseada de entre todos los juguetes que había en la clase y, quizá causa quizá consecuencia, era inaccesible para todos, menos en circunstancias excepcionales. Como la de una niña que ha terminado la más difícil de las cartillas, claro. «¿Has peinado a Claudia?», preguntaba mi madre con fingido asombro, abriendo mucho los ojos. «¡Entonces tienes que haber leído esa última página realmente bien!». Y luego se callaba un instante, quedándose pensativa. «¿Tú crees…?». «¿Qué?». Con una simple pregunta incompleta despertaba mi curiosidad. «¿…crees…?» «¡Qué!». Ella lo sabía, y le encantaba hacerme rabiar un poco antes de saciarla. «…mmmmm…» «¡Qué, qué, qué!». Yo saltaba y daba palmas. Y al fin decía, poniendo cara de gánster haciendo negocios sucios: «¿…crees que podrías leerla otra vez para mí?». Se encendía una sonrisa infantil. «¡Claro que sí!», gritaba, y entonces mi madre se agachaba y me hacía cosquillas en la barriga, y las carcajadas también parecían resonar como eco entre las paredes del piso.

Todas las tardes, al llegar, ella entraba a darse una ducha, y yo la seguía. Me encantaba ese momento. Era un momento nuestro, mucho más nuestro aún que los viajes en coche, que la hora de la cena o incluso que el cuento de antes de dormir. Era el trocito del día en que podía sentarme y, simplemente, mirarla. Me preguntaba por mi día, por la parte que aún podía quedarme por contar y, mientras yo hablaba, se iba desnudando. Observarla era maravilloso. Me sentaba sobre la tapa del inodoro, balanceando las piernas, para verla desabrochar los botones de la blusa, bajar la cremallera de la falda, sacar un manga, y después otra, y bajarse las medias con cuidado. Pero lo primero, siempre, eran los tacones, que quedaban solos y silenciosos detrás de la puerta, con un halo de desamparo.

Tenía una piel preciosa. Iba apareciendo poco a poco de debajo de las prendas, y parecía iluminar el cuarto de baño con su luz. Una piel blanca, como de porcelana, que cubría su cuerpo perfecto. El cuerpo perfecto de una mujer perfecta, pensaba yo. Y la miraba embelesada, cada una de sus curvas, sus movimientos suaves. Qué guapa estaba desnuda.

Cuando yo me miraba en el espejo del ropero, después de mi ducha y justo antes de ponerme el pijama, la imagen que me devolvía era la de un cuerpo como el de una muñeca de pasta. Pequeño, rechoncho. Sin pechos redondeados y sin largas piernas que pudiesen terminar rematadas por tacones. Si me ponía de perfil, el reflejo me hacía pensar, inevitablemente, en una pera, por la tripa prominente y el culito respingón. Esa era yo. Pero sabía que algún día crecería, y estaba dispuesta a esperar pacientemente. A cambio, eso sí, de llegar a ser como ella, de poder mirarme en el espejo y ver su cuerpo, y enjabonarme, y secarme, y volver a mirarme para seguir, extasiada, viendo lo mismo.

El vaho se condensaba en los azulejos, formando pequeñas gotas que resbalaban y que a mí me encantaba recoger con los dedos. Ella secaba delicadamente su cuerpo, sin dejar de escucharme, sonriendo al darse cuenta, supongo, de mi embeleso. Apoyaba el pie en el borde de la bañera y frotaba su pierna con suavidad; era una imagen preciosa. «…y nos han dado un dibujo para colorear que era un ratón futbolista. (…) Sí, es muy bonito. (…) El ratón, de azul, y la camiseta roja. Y la seño nos ha dicho que mañana los va a colgar todos en la pared. Pero no sabes qué ha pasado… Un niño le ha quitado a otro la cera amarilla, y entonces se han peleado. (…) No, ella no los había visto al principio. Pero el otro niño se puso a llorar, y le dijo que su papá es el hombre más fuerte del mundo y que va a venir a pegarle. Y el otro le dijo que su tío es policía y que va a venir con la pistola, y que entonces seguro que es más fuerte que su papá. Pero vino la seño y los puso a cada uno en una esquina, mirando a la pared, y se tuvieron que quedar allí hasta que nos puso las cuentas en la pizarra; no pudieron ni siquiera terminar el dibujo…». Me callé y miré a mi madre, que se había quedado quieta un instante, con los ojos clavados en el suelo. Pasaron unos segundos que parecieron eternos, y en los que mi curiosidad se retorció de impaciencia. Quería saber qué pasaba, qué era lo que había dicho… Mi madre, a veces, se quedaba como ausente y, cuando volvía a nuestro momento, parecía haber regresado de un largo viaje a lugares remotos. Al fin, giró sus ojos hacia mí. «Cariño, ¿tú echas en falta un papá?». La miré sin comprender. Por una vez, me tomé un momento para responder; parecía una pregunta seria. Me encogí de hombros: «¿Para qué sirve un papá?». Ella sonrió. «No sé, ¿qué hacen los papás de tus amigos?». Entrecerré los ojos un instante, pensativa. «Creo que nada importante». Mi madre contuvo la risa. «Ah, ¿no?». «No… Los recogen del colegio, conducen… Tienen bigote… Les llevan la mochila…». No encontré nada más reseñable. «¡…Pero todo eso ya lo haces tú!». Cuando me di cuenta, ya era tarde; solté una carcajada. «Bueno, ¡menos lo del bigote, claro!». Las dos nos echamos a reír, y nuestras risas resonaron mucho más fuerte aún que sus tacones.

Nuestro último momento del día era el beso de buenas noches. Yo corría a meterme en la cama mientras ella se acercaba por el pasillo, me tapaba y me hacía la dormida; al entrar en mi cuarto, cada noche, mi madre repetía el mismo teatro: «Oh, mírala, pero si está dormidita…». Y, cuando estaba suficientemente cerca, yo abría los ojos de par en par y levantaba las manos como garras: «¡Buuuuuu..!», mientras ella daba un salto hacia atrás, llevándose la mano al corazón. «¡Qué susto más grande me has dado!». Siempre me hacía retorcerme de risa debajo de las mantas. Después me arropaba con dedicación, me apartaba el pelo de la frente, y se agachaba a darme un beso suave y cálido. «Buenas noches, cariño». «Buenas noches, mamá». Era la última oportunidad para decirle algo, hasta la mañana siguiente. Pero la mañana siempre estaba muy lejos. «Mamá…». «Dime, cielo». «Yo no necesito un papá para nada». Volvió a sonreír. «Pero si tú un día quieres que tengamos uno en casa, no tienes que preocuparte: todos van a querer casarse contigo».

 

 

Rosa Lozano Durán nació en Malaga, aunque actualmente reside en Shanghái. Es científica de profesión.

 

 

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(La fotografía, de Nick Henrick, se publica bajo licencia Creative Commons).