Te toca pasillo, por Adriana Tejada Cuadrado

(Te toca pasillo, de Adriana Tejada Cuadrado, es el relato ganador que se lleva una suscripción anual a Eñe. Revista para leer. Recuerda que queremos que la revista impresa viva en la revista digital, así que os propusimos que Eñe continuara en vuestra escritura. El número 42 de Eñe. Revista para leer se llama Basados en hechos reales. A los escritores que colaboran en él les pedimos que buscasen inspiración en la verdad: con fechas, con lugares, con nombres y apellidos. Más o menos ficción en ellos, más o menos rumorología, siempre con una base de hechos más que de palabras. Cada semana publicamos en nuestra web los mejores textos, y al finalizar el trimestre escogeremos a un ganador.

La fotografía, publicada bajo licencia Creative Commons, es de Angelo Amboldi.)

 

Se aburre, mucho. Julio piensa en lo insignificante que es todo, que puede llegar a ser una vida, cuando no hay nada que hacer un viernes por la noche. Ha quedado con una amiga, pero el interés no le come por dentro, no lo devora como si no pudiera hacer otra cosa más que verla.

No es el tipo de persona que decide vagabundea por las calles, solo, con un cigarro en la mano. Pero algo es mejor que nada, que esa nada al menos, piensa mientras se ata los cordones de los zapatos de ante y prepara el cigarro, antes de salir.

No suena Love of lesbian en sus auriculares, prefiere escuchar el ruido de la ciudad. Desde hace meses, habita allí, pero poco a poco ha empezado a vivir. Una chica guapa pasa por delante de él, con un sombrero y líneas azules en el pelo negro. Da una calada al cigarro y le sonríe mientras siente en su boca el sabor especiado del tabaco y la hierba.

Un chico, apoyado en la parada de metro de Menéndez Pelayo con la Avenida de la Ciudad de Barcelona, le sonríe, se acerca, y le pide una calada. Entonces, Julio hace una pausa en su relato al contarlo a sus amigos, y dice que en Argentina, de donde es Claudio, es habitual pedir una calada de un porro.

—Como aquí un cigarro —bebe un sorbo de la copa de vino, a kilómetros de distancia de donde está metido ahora—. Es muy normal.

Claudio ya ha aparecido en escena, pero todavía no le apuntan los focos.

Julio le escribe a su amiga, que se retrasará horas. Hablan, charlan, conversan, parlotean. Deciden ir a tomar una cerveza. A Claudio le gusta la cerveza, más que el vino pero menos que la ginebra.

Hay algo, hay un brillo, sutil, en su cara. Es por el aro de la nariz, que se hizo hace cuatro años, le explica Claudio, cuando ingresó en la Escuela de Arte Dramático de Buenos Aires. Julio asiente, dice que sí, pero no es eso. Ambos lo saben.

Estará unos días en la ciudad, pero se va pronto. Va a cumplir su sueño. En las vacaciones de verano.

—Allí es verano ahora, ya sabes.

Recorrer Europa él solo, con su mochila a todas partes. Ahora está en el hostal, pero la lleva dentro de la cabeza. Tiene metido lo indispensable, y puede que algo más, pero no lo sabe. Igual que no sabía lo mucho que odia el asiento del pasillo en un avión, o que casi se atraganta con un chicle al aterrizar.

Todo merece la pena, le dice Claudio, que lleva pocas horas en España y ya está enamorado. Que su siguiente parada será Inglaterra, y luego Italia. Julio piensa que sonríe como un muñeco, que debe ser normal siendo actor, que sea un chico guapo. Pero no se lo dice, sólo asiente, debe ser algo maravilloso, le dice, y lamenta que se tenga que ir sólo tres días después.

Y entre risas, fechas de caducidad, cervezas y hierba, pasa. Y ya no importa la mochila, la Escuela de Arte Dramático ni la chica del pelo azul.

Y hablaron, durmieron, se besaron, hicieron el amor. Una noche, abrazados, Julio le dijo que no era el tipo de persona que vagabundea por las calles con un cigarro en la mano. Tampoco que le gustaban los hombres. Que no sabía eso, al menos.

El domingo llegaría quisieran ellos o no, y así sucede. Se despiden en la estación, como en una película en blanco y negro. Julio piensa, sabe, que está enamorado. Por primera vez en su vida siente eso por una persona, que además es un hombre, y que vive en la otra punta del mundo, se lamenta.

Y llora, mucho, muchísimo. Durante días, piensa que es lo único que va a poder hacer, y así pasa los días. Sus compañeros de piso le dicen que hable, que necesita contar cosas. Pero no quiere, dice que ya está bien. Cuando se van a dormir, pasea por paradas de metro con un porro en la mano. No vagabundea, porque sabe exactamente hacia dónde va.

Le da largas a las llamadas de Claudio, aunque conseguirá que hablen. El argentino le dice una semana después de haberse ido que le da igual su viaje, que quiere estar con él. Y tras Italia, sacrifica su sueño, sus ahorros, por vivir sesenta días juntos.

Y vuelve, y Julio vuelve a vivir.

Y se va. Y Julio no llora. No hace falta, se dice, aunque en realidad no puede.

—Tardé unos cuantos días en darme cuenta de lo que era, de lo que había sido. Pero ya había acabado —el vino de su copa parece aumentar cada vez que habla, cada vez que nombra a Claudio.

Dice que se ha acabado, pero que sigue vivo. Que quieren volverse a ver, ahorrar, trabajar y encontrarse, y vivir otra vez.

Dice que lo ha buscado, en otras personas con las que ha estado desde entonces. Hace un año, dice, pero que lo siente como si fuera ayer. Ha tardado en poder hablarlo, porque son muchas emociones juntas.

—Dejó su viaje, el sueño por el que había estado trabajando y ahorrando durante años, para venirse conmigo a Madrid un mes y medio.

Sonríe con una felicidad estancada, como si sentirla le hiciera no poder sentir otras muchas cosas.

Admite haber buscado su imagen en otras personas, algo que les recordase a él.

Enseña una foto a sus amigos del chico cuando se lo han pedido. Es muy guapo, pero hay algo extrañamente familiar en la foto, eso le dice su amiga, su oyente.

Se promete, meses atrás, que ha acabado. Pero saben que no es así. Y lo cuenta ahora asumiendo que siempre será así. Dice que no sabe si siempre estará encadenado a él, cuando le pregunta su amiga, pero que piensa que si el destino fue así…

Si quiso que vagabundeara por las calles con un porro en la mano, que la amiga con la que había quedado llegase tarde, que Claudio estuviese en esa parada de metro exacta, no puede acabar así.

Acaban la copa y se van a casa. Julio habla con él por el móvil mientras. No dejan de hacerlo. Le ha mandado una foto de la copa de vino, y mientras espera que Claudio le responda, se para un momento en la calle, solo, de madrugada.

Prepara un cigarro y se pasea por delante de la parada de metro. No es el tipo de persona que decide vagabundea por las calles, solo, con un cigarro en la mano.

Una chica con un sombrero y pelo rosa lo mira, y le sonríe. Julio sonríe, pero no por la chica. Claudio le acaba de mandar otra foto. Apenas distingue un papel blanco, con letras impresas en negro. Un número de serie, una fecha.

Julio casi no sonríe, esperaba algo así. Se lamenta, sin embargo, de que vuelva a tocarle pasillo.

 

 

Adriana Tejada Cuadrado es periodista y escritora. «Esto le sucedió a mi mejor amigo», nos cuenta. «La realidad te sorprende, a veces, más que la ficción».