Un paseo por el cable, de Rafael López Vilas

Para un escritor, escribir desde el cuello del abismo resulta casi, y desde un punto de vista estético, como el paseo entre las dos flamantes torres del World Trade Center que dio Philippe Petit en 1974 en la ciudad de Nueva York. Emocionante. Inequívocamente peligroso. Quizá, poco recomendable. Sin embargo, no puede, por más que se quiera negar, decirse que este acto de temeridad, no tiene para el lector o el espectador, en el caso del funámbulo, un componente de hermosa tragedia cuya naturaleza raya, posiblemente, en el elogio de la heroicidad que los hombres persiguen desde que éstos se sobrepusieron al vértigo que suponía creer en su propia bestialidad y fueron capaces de elevarse sobre sus cuartos traseros. Mantener la clarividencia y la lucidez en los momentos más dramáticos, requiere de una entereza que no está al alcance de todos nosotros. La mayoría sucumbimos, engullidos como pequeños insectos, sobrepasados por la magnífica adversidad que nos acucia y que termina por devorarnos, a pesar de nuestra voluntad por mantenernos todavía en pie. Pero otros no lo hacen. Algunos, perseveran y se resisten tenazmente a claudicar; siguen conservando aquello que nos hizo diferenciarnos de los monos, y su capacidad de raciocinio, su inteligencia, permanece incólume cuando llega el tiempo de garantizar los pilares de la evolución y superar las coartadas religiosas que ofrecen el paraíso y la vida eterna como garantes de la total resignación en el pasaje, quizá de mayor crucialidad, de nuestra vida, en que la rendición incondicional, aparece ante nosotros como la única y más aconsejable salida.

Hace algunos años, preguntado acerca de si había sentido el éxtasis que desprende la inspiración en una entrevista concedida para un programa de TV, ArtBe decía, más o menos en paráfrasis, que los escritores temporeros, los más mediocres de todos, tan sólo son capaces de caminar a la sombra del éxtasis que se experimenta en algunos momentos de la creación literaria. El éxtasis, según afirmaba ArtBe en su disertación, quema. Decía que era terrible. Una sensación difícil de soportar. Su expresión y el brillo de su mirada, transmitían el fulgor que sólo la dignidad de un verdadero apasionado es capaz de traslucir al hablar acerca de aquello que ama con el alma desnuda. Sus palabras estaban cargadas de desprecio. Cargadas, de lo que podría decirse, era la certeza de haberse sentido humillado durante años, en favor de aquellos que, según decía ArtBe, carecían del talento necesario para la obtención de un espacio que, por derecho literario, en absoluto se habían granjeado. Lo cierto, es que, probablemente, ArtBe pecó de comedimiento al exponer lo que en realidad pensaba en sus declaraciones de entonces, aunque, conociendo a ArtBe, tal vez éste solamente solapase sus verdaderos pensamientos en favor de un fin. El éxtasis, o la inspiración por la que a ArtBe le preguntó el entrevistador, al menos para el que en realidad la siente (y/o padece), resulta rabiosamente devastadora. Una fuerza arrolladora, de un salvajismo tántrico cuya excelsitud, para ArtBe, no tenía parangón posible. En sus sueños, ArtBe la identificaba como una especie de hipogrifo o corcel alado; un ser indómito, agotador. Esencialmente, la cuestión, con toda probabilidad, se reduce a la doma; ser capaz de canalizar esos momentos en que la mente trasciende la inanidad corporal de la carne y se eleva de entre una mortalidad que entonces aparece como un hecho ridículo, casi insignificante. La lucha por atrapar unos pocos retazos de esa inspiración, es brutal, encarnizada. A muerte. Las palabras aparecen por todos lados. Estás rodeado, pensaba ArtBe. Llegan en oleadas por cada flanco, igual que lo hacen los indios norteamericanos en una de esas viejas películas del oeste que reponen en las sobremesas de los sábados por la tarde. En un trance como ese, los dedos, y por ende, la mano, se convierte en la espita que esparce sobre el mundo la inmensidad de ese caudal mágico, con la mayor fidelidad que le es posible. Una suerte de esclusa que concilia las palabras con su hechizo, que las extrae, como si de tumores se tratase, y las muestra al infinito con la desnudez sanguinolenta de un recién nacido, vertidas en un pedazo de papel.

Aquella tarde, después de comer, ArtBe se sentó al teclado de la computadora como solía hacerlo cada día, a pesar de la consciencia de que estaba descontando sus últimas palabras. Al igual que las balas en el círculo infernal del tambor de un revólver o en el cargador de una pistola, todos tenemos una cifra determinada de palabras asignada. ArtBe sabía que había gastado casi todas las suyas. Debería haber tenido más, se lamentó amargamente ArtBe, mientras sus dedos acariciaban las teclas con las yemas de los dedos y sus ojos se arrastraban sobre una alfombra alfanumérica lastrados por un profundo cansancio. Pensó, no sé cuántas veces he pulsado esta tecla. Cuántas veces la a. Cuántas la s. La k. He pasado más tiempo contemplando esta pantalla que los rostros de la mayoría de mis amigos. Uno deja de hacer otras cosas cuando escribe. Cuando lee. No es que esté como ausente. Está fuera de la realidad. Completamente afuera. Como si en ese momento le hubiese sido retirado el carnet que lo asigna a esta dimensión y se hubiese convertido en un sistema de transferencia léxica por el que el flujo de palabras, de imágenes verbalizadas, se canaliza de un modo vertiginoso. Tienes a tu mujer. A tus hijos. Quizá a un perro. Un gato. Un pez. Pero no los tienes. Ellos están aquí. Tú no. Tampoco el libro. El cuaderno donde el escritor escribe. La pluma. La computadora. Su significado sobresee al de sus continentes, al de su figuración mundana y su carcasa humanoide, y se transforma en una irrigación de imágenes superpuestas e imposibles, expeditas, sin cortapisas ni límites, a raudales, pura energía imaginativa que sólo es en la mente del escritor, que sólo existe en su cerebro, en el del lector que ha entrado en total sintonía con la escritura que un escritor, un poeta, vivo o muerto, legó en su testimonio de papel. Ahora, la pantalla iluminaba su rostro una vez más. Encendió un cigarrillo. La ventana estaba abierta de par en par. La brisa de julio llegaba del mar como una caricia tibia de sal y salpicaba los bajos de la cortina con una danza silenciosa. El crepitar de las olas rompiendo en la playa entraba como un rumor de otros tiempos. Imaginó la espuma marchitándose en la arena. El eterno ir y venir del aliento del océano al adentrarse en la playa con la marea. El sol en su constante partir hacia el oeste. Sus guiños de espejo refulgiendo sobre el agua. Era hermoso. Probablemente hermoso. Quizá lo era. Sin embargo, aquella tarde, nada parecía importar lo suficiente. Mientras miraba el horizonte poniéndose en el mar, ArtBe concluyó que ninguna palabra guardaba el significado suficiente que describiese lo que pensó entonces. Aquel era todo el camino. Y lo sabía. Lo sabía perfectamente. Ahora, recordaba los rostros de todas aquellas fotografías. Fotografías de Mathausen. De Treblinka. De Chelmno. De Auschwitz. Rostros resignados. Resignados a morir. De un momento a otro morir. Se preguntaba, ArtBe, cómo era posible morir así. Esperar de pie en silencio mientras un asesino de las S.S. posaba el cañón de una Luger en su frente o en la nuca y disparaba. Uno a uno. Cada ficha de la columna esperando. Como un dominó demoníaco, derribado por el empuje de un gatillo. Pero esperaban. La cabeza inclinada ligeramente hacia adelante. Los ojos abiertos. Vacíos. Las caras desprovistas de humanidad. Igual que un muñeco de goma. No maldecían. No gritaban. Ni siquiera lloraban. ArtBe pensaba en por qué no se echaban a correr. Por qué no luchaban por ganarse su propia muerte. Igualmente los asesinarían. No había escapatoria. La muerte estaba allí para ellos. A libre disposición de la cobardía nazi. De su locura. Pero no. Se quedaban allí sin moverse. Espe-rando su turno. Igual que en un despacho de pan. Un despacho de muerte. La respuesta más probable, según quería pensar ArtBe, era que aquellos hombres, las mujeres de las fotografías, ya no eran tales. La abyección de sus asesinos había conseguido deshumanizarlos hasta tal punto, que morir o no, quizá era indiferente. Quizá, incluso, mejor que continuar a bordo de una mente que nunca sería capaz de superar su tormenta. Ahora, le tocaba esperar su turno a él. Aguardar en la fila de los hombres muertos. Pero él no estaba muerto. Su mente no lo estaba. Todavía no. Su cuerpo había ido pudriéndose en los últimos años. Carcomiéndose por dentro. Los menudillos. Las entrañas. Pura putrescencia. Los médicos lo habían alentado a no rendirse. A esperar. Es fácil decirlo, pensó entonces RB, sentado en una silla de la consulta del hospital. Ellos no son los que van a morirse. Le hicieron pruebas. Predijeron diagnósticos. Le dieron recetas. Libros enteros de recetas. Tantas, como para empapelar varias veces las paredes de su apartamento y entablar una relación de confianza con el farmacéutico. La medicación había hecho su parte del trabajo. Una especie de contención que sólo retrasaba lo inevitable. Y lo inevitable era ahora. Lo inevitable era ya, aquella tarde, mientras escribía y robaba palabras al tiempo; mientras oteaba el final de cada renglón con una cruda desesperación, como si cada uno de ellos pudiese ser el último que atacaba. No acabaría la novela. Hacía ya mucho que lo sabía. Quizá poco tiempo después del diagnóstico. Era un moribundo, pero no un estúpido. Lo sentía. Sentía que así sería, pegado adentro, a la carne. Sin embargo, a pesar de todo, ArtBe no quiso aceptarlo, y continuó escribiendo con más energía de la que nunca había dispuesto. Había trabajado lo indecible, hasta un contradictorio agotamiento. Contradictorio porque era incapaz de obviar el dolor que padecía al presentir la proximidad de lo inevitable y, sin embargo, ArtBe no recordaba haber gozado nunca tanto de sí mismo, de su capacidad para escribir capítulos enteros que, años más tarde, merecerían ser recordados junto su nombre y apellidos. Aquel libro brotaba directamente de la desesperación, de la impotencia de saber que aquél, era el último libro, su último libro, y que sería el documento que atestiguase los motivos de tanta lucha. Aquella novela justificaba el camino recorrido. Todas las penalidades que había sufrido hasta llegar hasta ese mismo momento en que la guadaña haría su guiño ceniciento. El hambre. La escasez. El frío. La necesidad. La desesperación. El anonimato. El silencio. Nunca había dispuesto del dinero suficiente para vivir en una buena casa. Trastiendas minúsculas. Apartamentos lisiados. Pajareras para pobres. Sin calefacción. Con goteras. Desconchones. Trabajar de cualquier cosa. A cualquier hora. Malvender su tiempo mientras era el único que sabía con exactitud el lugar hacia el que inexorablemente ponía la proa de su destino. El único que mantuvo la fe en sí mismo cuando la soledad se abrazaba a él y la tormenta de la necesidad arreciaba. Cuando un yogur suponía un lujo, y una taza de té y unas galletas eran el menú del día. Cuando nadie se animaba a publicarlo y las cartas de rechazo de las editoriales rellenaban su buzón como un pavo del día navidad. Tenía que hacerse escritor. Era escritor, pero sólo porque escribía. A efectos legales, eso no significa nada. No vale para nada. Eres un tipo que mata su tiempo libre con una afición cualquiera. Lo mismo que ir al gimnasio o rellenar crucigramas. Tus amigos lo saben, han leído alguna cosa de lo que has escrito, pero ninguno de ellos te toma en serio. No realmente. Ya bajarás de las nubes. Tarde o temprano, se te pasará. No eres un escritor de verdad. Uno de esos que salen en los suplementos dominicales y que firman libros en casetas numeradas a cua-renta grados a la sombra. Hacerse escritor significa cobrar por escribir. Que te paguen cada jodida palabra que escribes. Cada palabra que escupe tu pluma, aunque no tenga sentido. Si tienes suerte y engañas a los cretinos suficientes, sólo tienes que sentarte y mirar cómo crece tu cuenta corriente a la sombra de la mediocridad. Eso le jodía. Todavía seguía jodiéndole. ArtBe sentía un infierno dentro de él al pensar en el juego de las sillas. La envidia lo mortificaba. También el quinto mandamiento. ArtBe era consciente de que tenía talento. Mucho más que la mayoría del funcionariado literario de contemporáneos suyos que embodriaban el panorama con el aroma de su incapacidad. Ellos estaban arriba. Él abajo. Más abajo. Mucho más. En las cloacas donde las oportunidades aparecen con la misma frecuencia que la lluvia en el desierto. Donde la mayoría de escritores se pudren y se quedan en el camino de los inéditos, olvidados en la cuneta para siempre, a pesar de su talento. Si no tenía en cuenta los años de hambre, de pobreza y de incomprensión irremisible, los de lucha sin recompensa, había resultado un camino sencillo. Escribir había sido su único objetivo. La dosis personal de Prajnaparamita que lo alimentaba en sesiones vertiginosas de inspiración sobreesdrújula. Y a pesar de todas las adversidades, lo hizo. Escribió. Se abrió camino. Ahora lo respetaban. Ahora. Justo ahora. El destino era, desde luego que lo era, pensaba ArtBe, una broma cruel. Un hecho casi paradójico. Una anécdota que contar en los artículos que habrían de honrar su memoria a renglón pasado. Había prosperado. Sucedió de repente. Ahora no me publican. Ahora ya sí. Ahora, las editoriales lo adoraban. Se peleaban por él. Por sus libros. Las revistas, los premios, antes esquivos, ahora suspiraban por sus huesos, por contar con él como colaborador para una columna ad hoc, como juez y jurado. Lo llamaban de la televisión, de las emisoras de radio. Impartía conferencias. Asistía a encuentros con otros escritores en otras ciudades, en otros países. Reuniones con escritores profesionales. Tipos con currículo. Trajes de escritor. Pañuelos. Coderas. Boinas. Charlaban de literatura. De lo que pensaban que hasta entonces había sido, pero nunca de la clase de basura en que la estaban convirtiendo con sus despapuchos. Había invertido su esfuerzo, sus energías, empleado todo su tiempo en hacerse escritor. En publicar. En que él y su familia pudiesen vivir de lo que escribía. Y lo había conseguido. Ahora, sin embargo, era él mismo el que lo perdía todo. El que echaba por la borda la partida. El que se quitaba del medio. Una vez más, apelando a la figura del personaje del héroe, ArtBe se embarcó en una odisea que exprimió su cuerpo hasta el agotamiento. Aquella tarde se sentía exhausto, la debilidad, sin duda, había quedado atrás, aparcada. Sintió el dolor sobreviniéndole de las profundidades. Agudo. Desgarrador. Abrasador como una aguja de hielo que atravesase su pecho, hincándosele en el corazón. Su beso incandescente buscando a tientas sus labios. Se sintió sobrecogido. Tuvo miedo. Luego lo perdió. La novela seguía fulgiendo en la pantalla, iluminándole la constricción del rostro en una última página que ArtBe no escribió. Las palabras para ella, al fin, se habían terminado. Uno se siente extraño al tener consciencia de que ESTA palabra, puede ser la última de todas. En realidad, siempre es así, pensó ArtBe. Ahora más que nunca, lo es. Imaginó su interior. Una masa de desperdicios amalgamada. Informe. Pura casquería. La imaginaba sin entenderla. No vislumbraba los límites, cada vez más vagos. Qué iba dónde. Para qué servía cada cosa. ArtBe era consciente de que su cuerpo había dejado de funcionar. Era un fallo sistémico. Era, irreversible. Arrastrado por las sirenas, la ambulancia voló, camino del hospital. Lo acompañaba su mujer, el verdadero amor de su vida. Sentada junto a él, lloraba, tomada de su mano, incapaz de sentir el calor en la piel de su marido, el hombre por el que tanto había sufrido en silencio, al que comprendió como nadie, al que había querido y que ahora, inexorablemente, se alejaba de ella, para siempre. En el hospital, tumbado sobre la cama, ArtBe ya no tenía palabras. Tampoco gafas, con las que más tarde el mundo habría de recordarlo. La imagen de su esposa se grabó en sus ojos. La sintió dentro de sí, fundiéndose en su alma, casi consumida. Tuvo una epifanía. Un instante revelador en que pensó que lo había conseguido. Que lo había conseguido casi todo, al menos, durante unos pocos instantes, cada día de su vida. Entonces volvió a ser feliz. Por una última vez, a ArtBe, le colmó la felicidad. Hasta que al final, en un lento de repente, le cegó la oscuridad y su voz se apagó.

 

 

Rafael López Vilas nació en Vigo en 1975, si bien ha vivido en Madrid durante dos años, un periodo de tiempo donde desarrolla su labor pictórica, comenzada en la Escuela de Artes y Oficios de Vigo en 1995, y que mantendría durante diez años. Compaginaría esta actividad con sus primeros escritos, mayormente poéticos, que vieron luz en el libro Recuerdos de la cisterna (Idea, 2009). Ha sido finalista en el Premio Joven de Novela de la Universidad Complutense de Madrid en el 2006, y en varias ediciones del Poetry Slam Vigo en el año 2013 y 2014. Así mismo, ha colaborado con la revista La Esfera Cultural (2015).

 

 

El número 41 de Eñe. Revista para leer se llama Leed, leed, malditos. A los escritores que colaboran en él con sus relatos y poemas les planteamos un reto: que al leerlo se despierten, aún más, las ganas de leer.

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