Dos cuentos de John Cheever, por José Eduardo Tornay

 El nadador y El brigadier y la viuda del golf, dos relatos que se pueden considerar auténticos clásicos del género, se incluyen en cualquier antología del autor, por ejemplo los Cuentos completos, editados por RBA en 2012.

 

El nadador

Unos libros nos pueden llevar a otros. El adversario de Emmanuel Carrère es una de las novelas más memorables de las publicadas en las últimas décadas. Y no hace sino exponer un suceso del que la prensa gala había dado cuenta con detenimiento: un hombre de apariencia normal mató a sus propios hijos y a sus padres con un rifle. Minutos antes había asesinado a su esposa con un rodillo de amasar. Y después intentó quitarse la vida –sin éxito, como suele ocurrir en estos casos-. Por llamativo que pueda resultar todo esto lo singular del asunto es que el tal Jean-Cloude Romand había conseguido llevar una vida holgada y respetable durante dieciocho años fingiendo ser doctor en medicina y simulando cada mañana ir a trabajar a unas instalaciones de la Organización Mundial de la Salud. La novela consigue hacer razonable lo inverosímil: cómo el engaño se pudo mantener y multiplicar, cómo todo su entorno puso la administración de su patrimonio en manos de este embustero compulsivo y cómo –valga la hipérbole- las únicas salidas que quedaban al impostor, una vez puestas boca arriba sobre el tapete todas las cartas de su baraja, eran la muerte o la cárcel, o ambas.

Romand fue condenado a cadena perpetua revisable, con un cumplimiento de pena de al menos veintidós años, hasta 2015. Permanece internado en Châteauroux. La revisión de su condena haría posible que se paseara por la calle, libre y famoso, el más sanguinario de los impostores.

En cambio, John Cheever, el gran maestro del relato de clase media americano, llevó toda su vida con discreción, pese a haber sido expulsado en su primera juventud del instituto en que estudiaba. Cheever es autor de uno de esos cuentos perfectos que cualquiera hubiera querido escribir (publicado originalmente en 1964, en The New Yorker) y que, gracias a su adaptación cinematográfica, permanece en la memoria de muchos: El nadador, de 1968, protagonizada por un Burt Lancaster titánico y cincuentón. El nadador de esta historia, un ejecutivo publicitario, decide atravesar los suburbios de clase acomodada de Connecticut para volver a su casa y lo hace en traje de baño, nadando en las piscinas de sus vecinos, pasando de un jardín a otro con facilidad, embriagándose con el alcohol que abunda en las fiestas que los salpimentan e intentando seducir –o dejándose seducir- a jovencitas y examantes con las que se reencuentra. A medida que Ned Merril (Lancaster) se emborracha, el lector (el espectador) comprende que toda su vida (y como la de él, la de la clase social que lo alberga) es una farsa, una acumulación de mentiras que fabrican una máscara aún más despreciable que la realidad inmunda que pretende ocultar.

De un modo que es, como siempre, elegante –pero que si se hubiera ambientado entre naves espaciales y escafandras tendría el tono irreal de las fantasías galácticas- Cheever da forma a su fijación por las expulsiones. El nadador termina expulsado de su clase social y de la comunidad a la que, con su torso desnudo y su falta de prejuicios, ha retado.

Cualquiera de los municipios de nuestra residencia, cincuenta años después, podría ser el escenario de este cuento pues, vistas a ojo de google maps las piscinas proliferan como puntos celestes en el firmamento de nuestra insustancialidad. Pero sería imposible atravesar nuestros suburbios a nado, porque hay muchos muros que reprimen las ganas de liberarse y porque nosotros no somos impostores. Y aquí no se asesina a las familias: la tenencia de armas está prohibida, como todo el que lea o vea noticias de sucesos sabe. Más probable es, dado nuestro primitivismo, encontrar un cadáver en el ropero con un hacha hundida en la cabeza y que la sangre manche el tapizado, como en la canción de Tequila que sonaba en los tocadiscos monoaurales de nuestra juventud.

 

El brigadier y la viuda del golf

Hace ya muchos años en la plaza monumental de Las Palomas, aquejado por lo que parecía éxtasis creativo, un matador de toros se volvió hacia el público y gritó: “Señores, a ver si se torea así”. Una frase como esa sólo la podía pronunciar un genio o un mamarracho. De modo muy parecido comienza John Cheever, el maestro del New Yorker, su relato El brigadier y la viuda del golf (incluido originalmente en el libro del mismo título, de 1964): invoca a los clásicos del género que le precedieron (Gogol, Chéjov, Tackeray, Dickens, por ejemplo) y les pide ayuda para trenzar un relato que cuenta como elementos con infidelidades, cuatro patos de escayola, una pila para pájaros, cuatro gnomos de largas barbas y gorros encarnados y un refugio atómico.

Para contar la historia que aquí se glosa hay que tener una seguridad plena en el dominio de la técnica y una visión del conjunto tal que permita acoplar cada uno de los detalles, además de la ironía y una mirada distante respecto a una clase social, los acomodados de Shady Hill, que habían dado de sí lo máximo a lo que podía aspirar nuestra especie: porches, piscinas y jardines individuales, corbatas estrechas, vasos cortos para el whisky, coches despampanantes, combustible barato y electrodomésticos de cantos redondeados. Todo lo que brilla en aquellas películas protagonizadas por Rock Hudson.

En ese contexto, el matrimonio Pastern parece haber llegado a la cima de la distinción: sin poder permitírselo, se han hecho construir un refugio nuclear en el jardín. Éste parece pasar a un segundo plano cuando el narrador nos detalla el hilo conductor de la vida del marido: las infidelidades encadenadas. En esa cadena de adulterios, la vecina señora Flannagan no hubiera pasado de ser una anécdota si no fuera por el verdadero motivo que mueve su acercamiento a Charlie Pastern: a pesar de los muchos regalos que recibe de él, el que ella solicita es una llave del refugio nuclear, por si alguna vez llega la necesidad de usarlo.

Charles, el brigadier de la historia, se desahoga pidiendo a gritos donde lo quieran oír un ataque nuclear a escala global que ponga fin a la farsa en que se desenvuelve el orden mundial, su vida doméstica. Porque se desea lo que se teme. Porque deseo y miedo no es que sean las dos caras de la misma moneda, es que son la moneda misma. Por su parte, la señora Pastern se dedica a recaudar fondos para fines sociales en su entorno social y a consentir la cadena de infidelidades de su marido, hasta el día que el propio obispo de la diócesis se acerca a su casa para conocerla… y pedirle una llave del refugio nuclear.

Todos quieren tener billete reservado para el Arca de Noé que es un refugio antiatómico en caso de conflicto bélico. Por eso el relato de la construcción del búnker lo es también de las traiciones que alberga, de las muchas personas a las que se ha decidido expulsar de la salvación, en el caso de que fuera necesario su uso.

Salvación-expulsión, miedo-deseo son las coordenadas en que se mueve el relato. Cuando el señor Pastern deposita con desprecio la llave del refugio entre las tetas de su amante señora Flannagan no está sino denunciando su propia derrota: la de alguien que pide a gritos el fin del mundo pero es incapaz de poner fin a la mascarada en que se ha convertido su vida. Díganme si no hay aquí tragedia suficiente como para tener que invocar la presencia de los grandes maestros de la narración para resolverla. La del propio Cheever, sin ir más lejos, un mamarracho o un genio.

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