El que pone la cara, por Juan Bautista Durán

 

La figura más sufrida sobre el terreno de juego, árbitro aparte, es la del portero, puesto que siendo el jugador más retrasado es más probable que sea culpable de todo que artífice de nada. Con su singularidad en las manoplas, debe permanecer concentrado durante los noventa minutos del partido, sentirse parte de las combinaciones del equipo por escasa que sea su participación y agradecer eso también a sus defensores, que no le estén dando balones a cada momento pues un error suyo puede ser fatal. Le ocurrió en este Mundial de Rusia al portero argentino Willy Caballero, provocando un gol ante Croacia que abrió la caja de los truenos argentina y recordó al aficionado neutral lo vulnerable que en esencia es el guardameta. De sus paradas a lo largo del encuentro ningún hincha se acordaba ya, y menos de sus intervenciones acertadas con el pie, que no fueron pocas. Caballero no jugó más en el Mundial.

Al portero español David de Gea la suerte tampoco le sonríe en este campeonato, con intervenciones muy discutidas y unas estadísticas a todas luces mejorables. De los seis disparos recibidos entre los tres palos en el momento de escribir este artículo, cinco acabaron en gol. Su continuidad defendiendo la portería española no parece peligrar, sin embargo, tal es la confianza del entrenador español en él. El rostro enhiesto, la mirada hundida, el pelo enmarañado y recogido hacia atrás, en una pose que habrá de sacudirse para recuperar su mejor versión y alcanzar tal vez los cimientos heroicos que parece atesorar. Desde luego, en los clubes donde ha jugado no lo dudan, pero al hincha español le cuesta depositar en él esa fe ciega que antaño tuvo en Iker Casillas. San Iker lo llamaban, y no fueron pocas las alegrías que la selección se llevó con el actual portero del Oporto bajo palos. Algunas intervenciones suyas fueron cruciales para la consecución de los éxitos recientes, al margen de su liderazgo como capitán.

La figura del portero es la más próxima a la del púgil, dada su soledad y la motivación extra que necesita, en ese doloroso encaje de golpes que es también recoger la pelota del fondo de las redes. Si hubiese leído mejor la trayectoria del balón, si se hubiera tirado una milésima de segundo antes, si no se hubiese arriesgado a jugarla con el pie. ¿Quién fue el idiota que decidió eliminar al líbero y apoyar el juego en el portero? Por ello es asimismo el jugador más literario.

Como en todo deporte de equipo, cuesta volcar la naturaleza colectiva del fútbol en un relato largo, sea en el medio que sea. Se presta más a la ficción breve y, más aún, a la crónica. Para que una novela cobre la forma adecuada habría que plantearla a la manera de Dos Passos en Manhattan Transfer o Cela en La colmena, en los que la ciudad, el marco espacial elegido, son en verdad el protagonista. Los personajes lo configuran, pero no se elevan por encima de ese tótem que es la ciudad y en fútbol sería el equipo. Habría que meterse en el vestuario, lidiar con sus muchos integrantes y elegir a unos pocos para que carguen con el peso narrativo. Y uno de ellos tendría que ser el portero. Lleva la diferencia implícita en el dorsal —el 1 ó el 13— y no hay equipo que se sostenga sin un jugador que inspire confianza bajo palos. El trabajo de portero, decía Nábokov, es como el de un mártir, un saco de arena o un penitente. Lo cierto es que, a menudo, donde el rival pone el pie el portero habrá de poner la cara.

Roberto Bolaño incluyó en Putas asesinas un bonito relato, ‘Buba’, narrado por un joven futbolista chileno recién llegado a Barcelona para jugar en un club de la ciudad. La mayor particularidad de este relato está en su focalización, desde el interior del vestuario, por así decir, en vez del habitual punto de vista del aficionado o del personaje cercano al equipo. Sale bastante airoso Bolaño de su cometido, evitando dar más detalles de los precisos en pos del rigor narrativo. Pero llama la atención, en lo que aquí nos ocupa, que al describir la columna vertebral del equipo no tenga en cuenta al portero. Lo abandona a una soledad todavía mayor de la que está expuesto, como un saco de arena casi, al decir de Nábokov, y de hecho sólo lo menciona al final del relato al fijarse el protagonista en una antigua foto del equipo. Su insignificancia es parecida a la de Josef Bloch, protagonista de la novela de Peter Handke El miedo del portero al penalti.

No es ésta una novela de fútbol, pese a lo que su título da a entender, sino una historia en que el fútbol ejerce de mero trasfondo —Bloch jugó de portero— para asimilar mejor la deriva y perdición final del personaje. Es esa soledad, la situación última en que nos vemos frente a frente con nuestro destino, la que en el fondo describe Handke. El rival va a disparar y el portero debe anticiparse a la trayectoria del balón, confundir incluso a aquél para que lo tire hacia el lado que a él le interesa o fuera de los tres palos. Está vendido, no tiene otra que someter al contrario a un duelo mental en el que ambos aparentarán saber más de lo que saben. Y es esta parte mental la que añade carácter literario al portero, por su modo de ser parte del juego sin intervenir durante muchos minutos, por la perspectiva que tiene del partido y de sí mismo, el más retrasado del equipo y a su vez el que mejor debe contener la calma, como si la tensión no fuera consigo.

Habrá penaltis en este Mundial, tandas incluidas, el árbitro pedirá al portero que se mantenga sobre la línea de cal, que no se adelante hasta que el jugador rival haya chutado, y en el plano que el realizador televisivo sacará de él bajo palos parecerá más que nunca una fiera enjaulada. O acaso un púgil en el cuadrilátero, la toalla colgada igual a un lado, con la salvedad de que adivinar la dirección del golpe le sirve al púgil para esquivarlo y al portero para atajarlo. Eso le confiere también una pátina especial.

Foto: © Oddgeir Hvidsten (Todos los Creative Commons)