Adelanto de El asesinato de Laura Olivo, de Jorge E. Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) ganó con El asesinato de Laura Olivo, el XIX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones. «Un thriller literario y multicultural», según Alianza Literaria, que lo ha publicado en este 2018.

Aquí, un adelanto de la obra.

Una propuesta inesperada

A Larrazabal siempre le llamó la atención la pequeñez de los pisos madrileños, sobre todo los del centro. Donde su com- padre Tejada, en Usera, los pisos eran más amplios, más modernos y también más baratos. Su compadre se lo decía siempre que tenía oportunidad: qué hacía allí en el centro, que se mudara a Usera, hombre. ¿Acaso no trabaja ahí? ¿Acaso no ahorraría un dineral en transporte y en comidas? Y lo miraba con una perplejidad tintada de reproche, si quería hasta le prestaba dinero para que se metiera en la compra de un piso. Larrazabal movía suave, obcecadamente la cabeza.

Aunque en los últimos años le había ido lo suficientemente bien como para poder mudarse a otra zona, a él le gustaba Lavapiés, lo consideraba su barrio, allí había vivido desde que llegó a Madrid. Y su compadre, algo fondón, de camisa y vaqueros impecables —cuando no estaba de corbata y traje, casi siempre azul o gris—, se llevaba las manos a la cabeza como incapaz de entender aquel despropósito, que Larrazabal quisiera pagar más dinero por un piso pequeño con tal de estar en ese barrio. Pero después se le pasaba la contrariedad, dejaba de insistir en el asunto y seguían bebiendo cerveza muy fría y trinchando trozos de tamal o porciones de ceviche, a veces un contundente cocido que Mari Carmen, su mujer, preparaba para que no os olvidéis de que estáis en España, joder, decía con su acento madrileño y sus maneras toscamente cariñosas. A veces tocaba un buen restaurante, también, de esos a los que Tejada se había vuelto muy aficionado, descubriendo una dormida veta gourmet que exploraba, de un tiempo a esta parte, con interés y fruición algo más allá de la comida peruana.

En camiseta, sentado frente a su ventana, Larrazabal sintió con fastidio que se le humedecían los ojos al pensar en su compa- dre. Encendió un cigarrillo y se volvió a mirar a Fátima. ¿Por qué le decían Colorado?, le preguntó aquella primera vez que salieron juntos, durante las fiestas de San Lorenzo. Él le contó. Ella no supo si reírse o enfadarse, abrió mucho los ojos, soltó un bufido, ¡pero qué barbaridad!, y luego lo volvía a mirar y se le escapaba la risa. «Blanquita», le decía desde entonces Larrazabal acomodando con una de sus manazas los cabellos retintos de la joven. Pero ella decía que no, que no era blanca, y se reía con sus dientes hermosos y grandes, de hembra saludable. Era mora, marroquí, árabe, si prefe- ría. ¿Acaso él no era negro? Negro, sí, negro peruano. Y mitad vasco, añadía pasando un dedo desde la cabeza hasta el vientre, como diseccionándose en dos mitades. ¿Un vasco negro? ¿Dónde se ha visto eso? Y los dos reían. Siempre terminaban con lo mismo. La marroquí y el peruano, la árabe y el vasco.

La mora y el negro, más bien, se ensombreció Larrazabal cuando le vino a la cabeza la imagen del padre de Fátima, el viejo Rasul. ¿Qué diría? ¿Qué diría si supiera que su hijita adorada se acostaba con él? Se tendría que morder la lengua, claro, pero por cuánto tiempo. Larrazabal se incorporó de la banqueta donde estaba sentado y se acercó a la cocinilla para poner a hervir agua. No, definitivamente no le gustaría. «Los moros son unos racistas de los cojones», le dijo Koldo un día, cuando él empezaba a salir con Fátima. Pero lo dijo con una sonrisa que desmentía la seriedad de sus palabras.

A Fátima la había conocido casi un año atrás porque ella y su hermano Jamal lo fueron a buscar para contarle desesperados lo que había ocurrido con su padre. Como si él pudiera hacer algo, bufó al escuchar la explicación atropellada de ambos, ¿por qué le contaban todo eso?, y estuvo a punto de darles con la puerta en las narices cuando la mano de Fátima aferró la suya, impidiéndole cerrar. Luego lo miró con tal intensidad que Larrazabal se quedó petrificado. Como una liebre frente a una cobra, pensó.

—Sabemos que ha sido policía en su país. Usted conoce bien cómo se manejan estas situaciones.

Su voz había sonado alarmantemente ronca, casi teatral. —¿Por qué no van a la policía?
Los hermanos lo miraron en un silencio cargado de reproche.

Claro, era una pregunta estúpida. Larrazabal, como todos en el barrio, sabía bien que Rasul Tarik traficaba con móviles, con cigarri- llos, quizá con hachís, aunque Fátima jurara que no, que eso no. El caso es que había desaparecido de camino a su casa —unos chiqui- llos vieron que lo metían a empellones a un coche gris— y a las pocas horas recibieron una llamada para pedirles dinero. Dinero que no tenían. O que no podían reunir tan rápido…

—Tiene que ayudarnos —se rompió finalmente la voz de la chica—. Le pagaremos lo que nos pida.

Nunca supo por qué aceptó. O mejor dicho sí, se dice ahora, mientras observa cómo empieza a burbujear el agua para el té y enciende otro cigarrillo. Pero siempre se sorprendió de que resulta- ra tan fácil ser persuadido por la morita que veía pasar todas las tardes por su portal, con sus pañuelos y sus faldas largas, y que lo saludaba con una coquetería inofensiva y jovial. «Así de fácil eres, compadre», se rio Tejada cuando él se lo contó, dándole una pal- mada burlonamente compasiva en la espalda. Pero que tuviera mucho cuidado de dónde se metía.

Foto: © Andreina Trujillo (Todos los Creative Commons)