El secadero de iguanas de Pedro Andreu, por David Alfaro

Hace ya un par de meses que adquirí esa maravilla atemporal, rara y visceral que es El secadero de iguanas. Lo hice de las propias manos del autor, Pedro Andreu, a quien no conocía en persona y quise visitar en la Feria del libro para darle una oportunidad a un gran poeta en su primera incursión en novela.

Siempre digo que en realidad la Feria del Libro es el paraíso de los diseñadores porque lo que más se ve, a todas luces, son portadas de libros, y muchos visitantes compran unos u otros dependiendo de la atracción que sientan en ese primer vistazo que le echas a la caseta. Al llegar al lugar de la editorial Frida, comprobé que la portada de El secadero de iguanas iba a luchar con uñas y dientes de reptil contra mis prejuicios, esos que me llevan a pensar que un gran poeta siempre se defraudará a sí mismo cuando le dé por querer volcar su mundo en prosa. Andreu ha sabido darme un bofetón de realidad directo, seco, a la mandíbula. Sucede con los libros como con los seres humanos, que quizá haya muchos, que quizá haya demasiados malos, pero que cuando uno te trinca de las solapas y golpea tu emoción diciéndote “he venido para quedarme” hacen que la búsqueda y el fracaso hayan valido la pena.

Me preguntaban el otro día en una terraza de verano: ¿Sí, pero de qué va? No sé, contesté, vas a alucinar y salir huyendo si te digo que es una mezcla entre Mad Max, Camilo José Cela y Tierra, de Julio Médem. La capacidad visual del libro me ha revolcado. Estaba dentro de una película constantemente y me la iba imaginando con diferentes directores a los que la historia les sentaría como un guante. Un desierto, un motel, una vida cubierta de desgracias que al mismo tiempo se convierte en un canto a la esperanza y a la lucha por sobrevivir, un clima denso, peligroso, atractivo, sexual, que cada poco tiempo debe resetearse a causa de las tormentas de arena que arrasan el paisaje y al personal.

Tiene esta novela un personaje femenino que debería ser antológico. Aburrido de ver cómo muchas novelistas con grandes premios literarios crean personajes de su mismo género bobos, enamoradizos, simples, maniqueos, sesgados y absurdos, aparece este escritor para lograr una mujer que vive a borbotones y sangra a carcajadas, que se deja la vida por el placer y encumbra los instintos más primarios y animales haciendo que sientas como ella, que padezcas como ella, que seas cuando sudas, cuando lloras, cuando tengas un orgasmo, una parte de ella.

La vida pasa y avanza, no se queda esperando a que la acotes. Así sucede en El secadero de Iguanas, donde el tiempo embiste constantemente a los personajes y hay en ello una maestría del narrador creando un efecto Medusa para con el uso temporal en la narrativa. Sufres cuando avanza pero no puedes evitar que te encante que lo haga.

Tiene esta novela western, tiene thriller, tiene serie de culto yanqui, tiene soledad, tiene pausa y tiene desazón. Pero también tiene ritmo e ingenio, se lee fácil, crea una bruma a tu alrededor que te hace mirar hacia abajo, hacia sus páginas todo el rato, sin pensar que pueda existir un mundo diferente fuera de ellas. Cuando un libro alcanza ese poder al ser abierto, hay que tomárselo muy en serio. Decía Azcona que mientras haya un hombre que se acueste con un libro en la mano habrá esperanza para la humanidad. Quizá quiso decir con un buen libro en la mano, como lo es esta historia generacional apocalíptica que cuenta más de lo que dice, que es mucho más de lo que enseña. Y dice mucho, y enseña todo.

Algún deslenguado había ido comentando por las redes sociales el “increíble giro final”, un eufemismo para decir trágate una novela infumable que al final te dará gustito. Y qué carajo, lo interesante es el inicio, porque te agarra del pescuezo, te zarandea, te dice que se te quite el muermo porque vas a vivir en ese ecosistema unas cuantas páginas y vas a sufrir, vas a sufrir de gusto, como sólo sabe hacerlo la gente que disfruta verdaderamente de la literatura.