Improbable demostración de la existencia de Dios, por Óscar Esquivias

Dios existe, pero es un secreto.

Dios existe y se escribe con mayúscula. Los que llevan minúscula, son falsos dioses. Es muy fácil distinguirlos.

Los que creen en Dios no saben en lo que creen (porque «Dios es inefable, si lo comprendes, no es Dios», dice san Agustín); los creyentes, pues, no saben exactamente en lo que creen, pero creen. La fe es un sentimiento incontestable, un instinto, como la sexualidad. Los creyentes no son personas enfermas, no están locas, no son ignorantes. La fe es como el amor: si se comprende, si se puede reducir a argumentos racionales, no es amor. Uno se enamora de quien se enamora, con independencia de su sexo o su condición, y no importa si los descreídos de Amor (con mayúscula, como las ideas platónicas, como Dios) les reprochan que es un falso amor, una perversión, un vicio, una enfermedad, un espejismo o una sombra del verdadero amor. De igual manera, quien tiene fe, posee una verdad, y siente la existencia de Dios de forma elocuente e inapelable. Yo no creo en Dios, pero esta creencia es indiferente para que exista o no. Además, hay cinco argumentos muy potentes que me tienen casi convencido:

Argumento juanramoniano: Dios existe porque la belleza es más poderosa que la verdad. Podemos no estar seguros de lo que es verdadero, pero todos reconocemos lo bello, y a la suma belleza la llamamos Dios. Por tanto, si nos conmovemos y tenemos fe en la belleza, tenemos fe en Dios. «A ti, mi Dios deseado y deseante, sólo puedo llegar por la fe de niño o de viejo», dijo Juan Ramón. Es la fe de los que juegan, de los que carecen de prejuicios. Juan Ramón también nos reveló que Dios, a veces, está azul, sobre todo las mañanas de primavera.

Argumento santayanesco: la religión, decía Jorge Santayana, se parece a la poesía, ya que ambas nos permiten hablar de realidades que, de otro modo, serían inaccesibles para nuestro conocimiento. Lo que llamamos Dios, por tanto, es una imagen poética de algo que, si no le diéramos ese nombre, nos resultaría inalcanzable. Dios es también una paradoja. Para verlo, hay que cerrar los ojos. Para encontrarlo, hay que perderse. Para sentirlo, hay que abstenerse de analizarlo. Hay que mirarle con los «ojos del alma», que son con los que santa Teresa veía a Dios.

Argumento teresiano: Dios existe porque santa Teresa lo vio, y no tenemos por qué dudar de su testimonio. Escribió en el Libro de la vida (cap. XXIX, n.º 13):

Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.

Si desconfiamos de la palabra de Teresa, deberíamos cuestionar toda la historia de la humanidad. Nadie ha visto con sus ojos (ni con los del alma, ni con los del cuerpo) a Alejandro Magno, Viriato, el Cid, Cristóbal Colón o Napoleón. En el Museo del Prado hay más retratos de dioses que de reyes. Velázquez pintó con los mismos pinceles a Apolo y a Felipe IV, ¿por qué consideramos al primero menos real? No deberíamos fiarnos más de nuestro profesor de Historia en el bachillerato (que era un interino con granos que nunca aprobó las oposiciones) que de santa Teresa, que tenía mano de santa y las pasó moradas escribiendo Las moradas (esto lo decía Gloria Fuertes, quien creía en Dios y escribió El camello cojito para demostrarlo).

Argumento bachiano: No soy ateo porque el ateísmo no es compatible con Juan Sebastián Bach, afirmó Salvador Pániker. Esto, de una manera u otra, lo han dicho muchas personas, pero nadie con tanta contundencia. Bach mismo afirmó: En una música piadosa, Dios está presente en todo momento con su gracia. Haydn terminaba todas sus partituras escribiendo «Gloria a Dios».

Argumento lexicográfico: decimos de una palabra (y, por tanto, de un concepto) que no existe cuando no figura el diccionario. Dios está en todos ellos y desde el principio. Covarrubias lo incluyó en su Tesoro de 1611 y escribió: «No han faltado locos y desatinados que han dicho no aver Dios; no ay que hacer caso dellos, pues carecen de entendimiento y de sentido, estando todas las criaturas dando vozes y notificándonos aver Dios» (para mí, Covarrubias siempre tiene razón, incluso cuando –en el mismo diccionario– asegura que el Duero pasa por Zaragoza; me gusta pensar, además, que la vida de cada uno de nosotros es una prueba que proclama a voces la existencia de Dios). En el primer diccionario de la Real Academia (1732) Dios consigue la proeza de que los académicos renuncien a definirlo (y, sin definirlo, le dediquen seis páginas). Dicen de Dios: «Nombre sagrado del primer y supremo ente necesario, eterno e infinito, cuyo ser, como no se puede comprender, no se puede definir». Los académicos, hoy, antes de cada sesión, invocan al Espíritu Santo y rezan el Veni Creator Spiritus. Pérez-Reverte reza, al menos, todos los jueves. Luego Dios existe.

 

Fotografía: Asís G. Ayerbe