No hay reloj sin relojero, por Mercedes Cebrián

Un argumento empleado a menudo para probar la existencia de Dios es la del diseño inteligente. Tras un diseño logrado y eficaz siempre hay un diseñador, de ahí que el Guggenheim de Bilbao, con sus volumetrías orgánicas y acabado de más de 30 mil planchas de titanio requiriese de un Frank Gehry para concebirlo. La lógica nos lleva entonces a concluir que también los seres vivos y espacios naturales del planeta han de tener por tanto un diseñador, y en este caso uno sobrenatural, al que llamamos coloquialmente Dios.

No temo que los ateos y agnósticos que abarrotan la sala me exijan a mí, como teísta, la carga de la prueba de la existencia del Creador, pero comprendan que sería extenuante para mí hacer aquí el recuento, de pie, desde este rincón, del Aleph de prodigios ideados por Dios, así es que me centraré en uno, conocido por todos pero ninguneado en ocasiones por muchos, casi tanto como el agua que sale de nuestros grifos, y que solo valoramos de verdad en época de restricciones. Me refiero aquí al taxista madrileño: una figura de tal complejidad que deja ver las huellas de un diseñador sobrenatural sin asomo de duda.

Algunos podrían afirmar que fue Franco quien los creó mediante el reparto de licencias a troche y moche, pero es demasiada la cantidad de información recogida en sus ADNs, y por tanto en sus vehículos, como para presuponer que su autor fue un mero caudillo. Dios, como motor inmóvil, está ahí, tras ese taxi madrileño, se halle este o no en un atasco, y esto nos conduce con fluidez a la primera vía que propuso Santo Tomás para demostrar la existencia de quien todo lo ve: el movimiento. ¿Se mueve o no el taxi madrileño? Ya que cualquiera que haya tomado uno alguna vez llegó, tarde o temprano, a su destino, la respuesta es afirmativa. La eficiencia, segunda vía de comprobación de Santo Tomás, la vemos en un par de objetos que todo taxista madrileño incorpora a su vehículo para mejorar las prestaciones tanto del coche como de sí mismo: el abeto ambientador que cuelga del espejo delantero, y el cubreasiento del conductor, elaborado con bolas de madera engarzadas para evitar el sudor y estimular la circulación sanguínea.

Me alejo aquí de las vías tomistas para pasar a otra cuestión más urgente que no querría dejar de mencionar por falta de tiempo:

A aquellos que, para negar la existencia de Dios, se escuden en el deterioro que ha sufrido el taxista madrileño en los últimos años, quiero hacerles ver que dicho deterioro ha sido provocado por el libre albedrío que otorgó el Creador a los seres humanos, también obra suya. Nos debería avergonzar haber empeorado la creación, además de con el vertido de residuos industriales a los ríos y mares, con el establecimiento de la tarifa única desde el Aeropuerto Adolfo Suárez al centro de Madrid. Con esta medida, el taxista no puede brillar inventando sus propios suplementos, impuestos o aranceles, o mejor aún: escogiendo itinerarios a la deriva que dejarían a los miembros de la Internacional Situacionista en pañales.

A pesar de este duro golpe, sigue intacta la capacidad del taxista madrileño para ganar batallas verbales mediante la frase «si es que esto es como tó». Este enunciado tiene la capacidad de arrancar de inmediato de la discusión a cualquier interlocutor y propulsarlo en segundos hacia la exosfera, allí donde, según la creencia común, reside el diseñador del universo y, por lo tanto, de los taxistas de Madrid: Dios.