La edad media de Leonardo Cano, por Miguel Ángel Hernández

Leonardo Cano, La edad media, Candaya, 2016, 318 páginas.

Miguel Ángel Hernández

 

Hay libros que uno lee y tiene que hablar de ellos sin demora porque no puede contenerse. Hay otros que uno necesita tiempo para digerir, aunque quisiera salir a la ventana a gritar lo buenos que son. Con La edad media, la primera novela de Leonardo Cano (Murcia 1977), me han sucedido las dos cosas. Leí la primera versión del manuscrito y apenas pude reprimir la emoción de saber que tenía entre mis manos algo excepcional. Interioricé el tono martilleante y copulativo que relata la historia del hijodelRana y sus compañeros de colegio y ya no pude sacármelo de la cabeza. Llamé a Leonardo y le dije que había escrito una novela excepcional y que tenía que estar orgulloso, hablé con mis amigos escritores y les dije que lo que acababa de leer me había sobrecogido, hablé con a mi agente y le dije que Leo había escrito algo que merecía la pena y hablé con Olga y Paco de Candaya y les dije que acababa de leer algo que de ningún modo podían dejar pasar. Me emocioné con La edad media y durante un tiempo sentí la necesidad de decir a voz en grito que había nacido un gran escritor. Lo dije una y otra vez hasta que la novela se publicó y tuve la oportunidad de presentar en Murcia ante un hemiciclo a rebosar de gente. La volví a leer para ese momento y me sorprendí una vez más al comprobar que la versión final era incluso mejor del manuscrito que había leído un año y medio atrás. A partir de entonces decidí guardar silencio y tomar distancia. Por alguna razón, me quedé sin palabras y no supe cómo escribir una reseña del libro.

Ahora, cuando han pasado ya varios meses y la crítica y los lectores han confirmado mucho de lo que pude entrever cuando abrí aquel manuscrito en papel, cuando ya todos han escrito que La edad media es una novela deslumbrante, magistral, madura, intensa, auténtica, reveladora… excepcional; ahora es cuando siento la necesidad de escribir sobre este libro que me conmovió. Ahora, cuando el calor no nos deja respirar y buscamos refugio en las novelas, es cuando agradezco una vez más que existan editoriales como Candaya, que saben identificar el talento literario y preservan como nadie el futuro de la literatura en español. Y ahora, cuando ya apenas queda nada por añadir a lo publicado sobre La edad media, es cuando regresa a mí el puzle narrativo construido por Leonardo Cando, el mantra de esa voz hipnótica que narra los sueños rotos de toda una generación, la cotidianidad lírica y banal del chat de una relación de pareja o el hastío y la monotonía del trabajo del funcionario de justicia que no ha llegado al futuro que otros habían preparado para él. Ahora es cuando regresan estas tres historias entrelazadas que presentan tres tiempos, tres voces, tres maneras de narrar, pero un mismo fracaso, una misma catástrofe: la de no lograr nunca ser aquello que queríamos ser, la de no poder colmar el deseo del otro. Porque en realidad de eso es de lo que trata la novela. De cómo los otros soñaron por nosotros una felicidad que nunca pudimos conseguir, de cómo nuestro deseo fue implantado desde el afuera pero nos poseyó como un virus del que ya nunca más pudimos escapar. Creo que esa es la gran tragedia que narra La edad media, que ni siquiera nuestras aspiraciones eran nuestras. Y es aquí donde esta novela se convierte en una sutil radiografía del capitalismo contemporáneo y del modo en que los deseos se implantan en el inconsciente y el sistema diseña nuestras vidas, lo que somos y lo que queremos ser, nuestro modo sentir, de relacionarnos, incluso nuestra manera de odiar, gemir o amar.

La voz del nosotros generacional –la que narra al hijodelRana– podría entenderse precisamente como esa voz del deseo del otro, el Súper Yo freudiano, la voz de la estructura que piensa por nosotros, que nos ordena gozar o que nos hace sentir culpables y fracasados, la voz que nos dice una y otra vez “lo que tienes que hacer, lo que tienes que hacer”. Una voz que reverbera durante toda la novela, incluso en la historias de Moya y Fauró, donde el eco de las aspiraciones del pasado aún puede escucharse. Este es otro de los logros narrativos de Leonardo Cano, que esa voz nunca esté silenciada. Uno la percibe en el chat, en las elipsis, en los vacíos de la comunicación, y no deja de oírla en la descripción fría pero no exenta de cierta poética momentánea del mundo funcionarial de M. Es la voz que abre y la que cierra, alfa y omega, una voz tangible, matérica, que penetra cada instante, cada párrafo, y que no cesa de sonar cuando cerramos el libro. Una voz que nace en el pasado pero que –a través del eco– se hace fuerte en el presente, cuando la edad media, en el momento en que somos conscientes de que nada de lo prometido se ha cumplido. Porque ésa y no otra es “la edad media”, la edad en la que, al mirar hacia atrás, identificamos los fracasos y, al mirar hacia delante, ya no encontramos salida, el punto de abismo en el que la vida se frena, la edad de un presente sin sustancia, varado entre el fracaso del pasado y la imposibilidad de generar sueños para afrontar el futuro.