Dos miradas al mar, por Miguel Ángel Carmona del Barco

No fue premeditada esta secuencia lectora de las últimas semanas. De hecho, no me di cuenta hasta que, una noche, al chuparme la yema del índice para pasar las páginas me supo a sal: las dos novelas que tenía a medias sobre la mesilla de noche transcurrían en el mar. Me resultó curioso al principio. Después, no sé si afectado por la locura que sus personajes usan como combustible, empecé a trazar relaciones entre ambas y no podía parar. Las más obvias, argumentales: Escandinavia, el psicoanálisis y el desdoblamiento de personalidad, el mar como símbolo totémico que concentra los temores y las fobias de los protagonistas. Otras, que me resultan mucho más interesantes, tienen que ver con las propuestas formales de sus autores, los barceloneses Fernando Clemot y Beatriz García Guirado. El primero es el responsable de Polaris, y la segunda de El silencio de las sirenas, ambas publicadas por Salto de Página en años consecutivos, 2015 y 2016.

Polaris superó la prueba de estrés más exigente a la que se pueda someter una novela: lectura esporádica, aplazada, en medio de un caos de deberes y tareas. Decir que a pesar de ello me enganchó sería inexacto. Cuando, cada noche, cogía el libro y leía un par de frases me encontraba en casa por primera vez en todo el día. El Eridanus, un barco chirriante y oxidado, un leviatán comprado en los Encants, se había convertido en mi refugio. No necesitaba preliminares para ubicarme en él, para escuchar la radio de fondo ni evocar el tumulto de la tripulación y la angustiosa sensación de asfixia que sobreviene al protagonista durante todo el libro. Clemot elige para contarnos la historia al médico del barco, un exmilitar de cuyo pasado no voy a decir una palabra, pero que sabe andar y desandar los caminos de su memoria para mostrar al lector, cada vez, un jardín nuevo de su lúcida locura.

El silencio de las sirenas, por su parte, más que superar una prueba, la negó y en un momento dado me encontré a mí mismo superando un prejuicio: las historias no tienen porqué ser comprendidas total e inmediatamente. A mí también me gusta escribir cuentos con múltiples interpretaciones, con finales abiertos, pero —ahora lo veo claro— siempre persiste en mí la necesidad de ser entendido. El silencio de las sirenas me ha liberado —al menos como lector— de esa pesada carga. Leía y leía y en muchos momentos me decía: no sé qué está pasando. Y, sin embargo, no devolvía gentilmente el libro a su sitio en mi biblioteca para no cogerlo nunca más, sino que seguía adelante. Algo me decía que no era tan importante aquello que me perdía. Era una sensación opuesta a la de Polaris, pero tremendamente placentera. Como un baño bajo una cascada, la trama me caía a chorros y yo me enjugaba el rostro y me bebía lo que estaba a mi alcance.

Tan secreto como el pasado del médico del Eridanus es la clave argumental de Polaris; tan secreta como la razón de la multiplicidad de narradores en El silencio de las sirenas. Ambos autores se reservan hasta bien entrada la segunda parte para arrojar algo de luz. Con Polaris aguantaba, casi no quería saber porque no quería que el mundo que había construido alrededor del protagonista se desmoronase. Con El silencio, cabalgaba sobre los párrafos para descubrirla y protegerme de esa espiral demencial. Otro punto en común: en ambos casos, el lector huye e intenta protegerse de la locura aunque con estrategias distintas.

Polaris es una novela sólida y orgánica, como un meteorito que guarde en su núcleo una civilización microscópica. El silencio de las sirenas, líquida y onírica, como un río de estramonio que fuera a morir a los pies de la cama.

La última coincidencia, feliz, entre las dos novelas, puedo resumirla en tres palabras: Salto de Página.

Léanlas en el orden en que quieran, pero por dios, léanlas.