Ya no estaremos aquí de Matías Candeira, una lectura de Miguel A. Carmona del Barco

La infancia es el territorio donde se miden los escritores más transgresores, aquellos que no se conforman con infligir daño a los (personajes) adultos para reflexionar sobre el mal, sino que van más allá y desoyen el tabú de la muerte o la sexualización infantil —el más férreo en nuestra tradición—, y hablan abiertamente de las causas y consecuencias del mal en los niños. En 2012, Anagrama publicaba dos títulos clave para reavivar el debate de los abusos sexuales a menores: Cuatro por cuatro, de Sara Mesa, y La mujer de sombra, de Luisgé Martín. En 2013 llegaba Intemperie (Seix Barral), de Jesús Carrasco, menos original pero mucho más vendido y celebrado, que hacía lo propio con la violencia ejercida sobre los niños que carecen de protección. Subsuelo (Salto de Página), de Marcelo Luján, en 2015, y Nefando (Candaya), de Mónica Ojeda, en 2016, abordaron también la sexualización infantil, el primero con el agravante de incesto fraternal, y la segunda con el de pederastia paterno-filial.

Estos antecedentes, aunque parciales e incompletos, permitirán ubicar el último libro de Matías Candeira, Ya no estaremos aquí (Salto de Página, 2017) en una tradición cuyo crecimiento puede obedecer a dos razones: la necesidad así mismo creciente de reflexionar sobre estos aspectos, y también la de buscar vías menos saturadas para impactar (acaso epatar) a un lector abrumado por una realidad brutal: niños que mueren por decenas o que son secuestrados para ser violados y prostituidos, a las puertas de nuestra piadosa Europa, y aún dentro de ella.

Matías Candeira pone la vista más allá, porque la distopía es el refugio del corazón sensible (a pesar de todo). Admitamos que todo se va a ir a la mierda, que no seremos capaces de reconducir la situación a pesar de la alertas, admitamos que pronto la civilización entrará en una nueva fase, una fase de supervivencia donde la ética será un lujo como lo es hoy el caviar (y no me refiero al lumpo del Mercadona). Deleitémonos entonces en la poética del desastre, de la selección natural, del estupro, tonteemos con el fin del carácter absoluto del valor de la vida, todo eso que ya ocurre en Sudán o en Eritrea o en Yemen o en Siria, donde ser niño no es garantía de nada, más que de vulnerabilidad y sufrimiento.

Y empecemos a trabajar en el libro.

Confieso que durante la lectura de Ya no estaremos aquí he confrontado una y otra vez mi concepción cartesiana y prejuiciosa de la narrativa con el texto y que, al final, ha ganado el texto. Cansado de que la elipsis sea el personaje principal de la narrativa española contemporánea, sigo buscando con denuedo, aun a riesgo de que me consideren idiota, historias en las que sepa qué demonios sucede: dónde están los personajes y quiénes son esos personajes. Decía Flannery O’Connor que muchos escritores «creen que se sugiere algo con sólo nombrarlo», y se queja, con su particular acidez, de lo difícil que resulta «desengañar a un principiante de esa idea, porque piensa que cuando omite algo está siendo sutil; y cuando alguien le dice que tiene que poner algo en el papel para que pueda haber algo, piensa que se trata de un idiota insensible», y yo no puedo estar más de acuerdo con ella. Sin embargo, en Candeira, esta omisión no es sólo estética, sino también ética: los fenómenos atmosféricos extremos que cosen los relatos, las grietas, la oscuridad o el bosque, son factores que contribuyen a construir un personaje abstracto, misterioso, adaptable al subconsciente de cada lector (como lo son el miedo o la esperanza), un personaje que es la propia ausencia. Una ausencia que ya anticipaba el título, Ya no estaremos aquí, y que, como buen título, es llave de dos puertas: la primera, la que utiliza el lector para entrar en el texto y, la segunda, una muy distinta por la que sale.

Candeira consigue transitar los márgenes de la narrativa del cuento clásico con éxito y originalidad, sin caer al abismo de la experimentación que enmascara demasiadas veces la ausencia de talento, pero sin conformarse con la concepción del relato que se enseña en los talleres de escritura, y consolida, a pasos cortos y seguros, su propia voz narrativa.