Nuestra cabaña en el bosque, por Sergio del Molino

«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente». Esa es la declaración de intenciones, mínima, sencilla, simplificada al máximo, que explica por qué Henry David Thoreau se fue a vivir a una cabaña a orillas del lago Walden en 1845, cuando tenía veintisiete años, ningún trabajo, un futuro profesional más que incierto y un puñado de decepciones y fracasos literarios que no le habían corroído aún su fortísima vocación de escritor. Vivió dos años y medio en una cabaña pequeña de una sola habitación que él mismo se construyó en unos terrenos propiedad de su amigo y mentor, el filósofo trascendentalista Ralph Waldo Emerson.

Lo de vivir en los bosques es cierto, pero conviene matizarlo porque no fue tan contundente como parece. La cabaña estaba a un par de millas de Concord, su pueblo natal y en el que residía su familia (que tenía una fábrica de lápices modesta). Una horita de paseo le separaban de su casa materna, donde seguía teniendo habitación y un plato caliente siempre que quisiera. El lago Walden tampoco era un entorno salvaje: el ferrocarril de Boston pasaba muy cerca de la cabaña, enclavada en uno de los estados más urbanizados y desarrollados de los jóvenes Estados Unidos. Por último, Thoreau no vivió ininterrumpidamente en su cabaña. Pasaba temporadas, pero volvía a menudo a casa de sus padres y seguía atendiendo sus asuntos, ayudando en el negocio familiar, participando en debates intelectuales y escribiendo en revistas. En una época en la que Herman Melville se había pasado varios años en el mar y en que miles de estadounidenses emprendían la conquista del Oeste, y muy poco después de que Darwin diera la vuelta a Sudamérica en el Beagle, la aventura de Thoreau se parece más a un fin de semana en una casa rural que a una exploración que fuerza los límites de la naturaleza.

No se le puede reprochar engaño ni vacile alguno: todo esto lo sabemos porque el propio Thoreau lo cuenta en Walden, su obra maestra, publicada nueve años después, en 1854. El autor nunca quiso fingirse aventurero ni dar a entender que su experimento (pues así lo consideraba) tenía algo de épica viajera. Al contrario: el retiro en el lago Walden era interior, doméstico. El filósofo no quería aislarse del mundo, sino ensayar una nueva forma de estar en sociedad, autosuficiente, con un pie en la naturaleza sin intermediarios, sentir el mundo desde la individualidad del que no necesita carpinteros ni albañiles ni panaderos ni mercados. Y me parece que esta es la razón por la que Thoreau no sólo sigue vigente, doscientos años después de su nacimiento, sino muy de moda. Sentimos que apela de alguna forma a los occidentales de 2017, tan perdidos y tan necesitados de redefinir su relación con las ciudades y con el campo como lo estaban los estadounidenses de 1845.

Hay otros rasgos que hacen de Walden una lectura muy cercana a la sensibilidad del siglo XXI: el uso desprejuiciado del yo, el acento en el domus o la reflexión sobre la muy porosa frontera entre lo público y lo privado. Que Thoreau parezca un hípster antes de los hípsters ayuda a sentirlo uno de los nuestros, pero eso es anecdótico: nos gusta porque es un clásico cuyas preocupaciones podemos traer al presente. A cualquier presente. Como podemos hacer con los autores romanos que tanto le gustaban y en los que se inspiró.

Errata Narurae ha publicado varias ediciones de Walden en castellano, una de ellas ilustrada, y ha recuperado su mayor biografía, Thoreau: biografía de un pensador salvaje, de Robert Richardson. Son buenas excusas para construir nuestra propia cabaña intelectual.

Por cierto: los restos de la famosa cabaña, descubiertos por Roland Robins en 1945, justo cien años después de su construcción, se veneran en un yacimiento arqueológico gestionado por la Thoreau Society, en un lago Walden que, según dicen algunos, es hoy más verde y hermoso que cuando lo vio Thoreau.

 

Fotografía: Appalachian Dreamer (Todos los Creative Commons)