Aquí y ahora 25 (Diario de escritura), por Miguel Ángel Hernández

Lunes 2 de enero

Dolor de garganta y malestar. La gripe ha llegado para quedarse. Aun así, te sientas frente al ordenador desde bien temprano. Comienzas a escribir la serie de recuerdos que intercalarás en la segunda parte de la novela. Sigues sin tener claro si acabará funcionando ese cambio de tono constante. Al final del día la respuesta es: sí. Probablemente mañana regrese otra vez la duda.

Por la noche, fiebre. Decides automedicarte y tomar antibióticos. Abusas de ellos, lo sabes, pero son la única solución. Una amoxicilina de 1000mg y Algidol. Después, el capítulo de la nueva temporada de Sherlock. Apenas puedes acabarlo. Te entra el sueño y te metes temprano a la cama.

 

Martes 3 de enero

Despiertas algo mejor. Aunque que la fiebre no se ha ido del todo. Escribes el diario de un tirón y te pones con la novela. Has encontrado el ritmo y no puedes parar. Estás concentrado. Sin redes ya no hay distracciones. Vives tan dentro de ese mundo sobre el que escribes que comienzas a vivir a dos tiempos. Por la noche, duermes mal. Las pesadillas, de nuevo. Es lo único malo de sumergirse del todo en la historia, que a veces no puedes dominarla y te asalta cuando menos te lo esperas.

 

Miércoles 4 de enero

Despiertas ya sin fiebre. Compras con Raquel los regalos de tus sobrinos. En la juguetería regresas a la infancia. Te paras en todas las estanterías, pruebas todos los coches, tocas todos los muñecos. Eres un niño grande. Quizá por eso escribes. Porque escribir es también un modo de seguir jugando.

Lees de un tirón En mi cuarto, la novela autobiográfica de Guillaume Dustan. Es cruda, obscena, impúdica. En el límite de lo literario. Por la noche te masturbas con porno homosexual.

 

Jueves 5 de enero

Escribes desde que te levantas. Acabas los recuerdos de la segunda parte. Los pasas a Raquel. De nuevo, expectación. Parece que funciona. Todo cobra sentido.

Los Reyes Magos comienzan a venir a mediodía. Después, el roscón. Lleva algún tipo de droga. No puedes parar hasta que acabas con él.

Te hacen ilusión todos los regalos, pero saltas de alegría cuando llega Simon. Siempre quisiste tener uno. Lo tenían los vecinos y para ti era algo casi extraterrestre. Te recordaba a Encuentros en la tercera fase. Pasas la noche jugando, enganchado como un crío. Abducido por la nostalgia.

Antes de irte a la cama comienzas a leer Siete años, de Peter Stamm. Su naturalidad te conquista enseguida. Te interesa porque es el estilo que tú crees que puedes alcanzar algún día. No demasiado florido, escasamente literario, justo, preciso.

 

Viernes 6 de enero

El mejor regalo es escribir y sentir que fluye la historia. Acabas la tercera parte y empiezas a ver a lo lejos la recta final. La pasas a Raquel otra vez. De nuevo, sí. Acabas los últimos trozos de roscón.

Comida en casa de tu hermano en la huerta. Hace medio año que no ves a tu ahijado. Eres el peor padrino del mundo. Aun así, Gabriel se acuerda de ti y te abraza al llegar. Después, no te deja un momento durante toda la comida. El Tozudo que le habéis regalado es lo que estaba esperando. Habéis acertado sin saberlo. También acertáis con los regalos de Pedro en casa de Mercedes. Allí juegas al Scalextric y de nuevo regresa la infancia. Vives un viaje en el tiempo continuo.

 

Sábado 7 de enero

Todo el día encerrado escribiendo. Sabes que el lunes regresará la burocracia universitaria y saldrás de este mágico estado de concentración. Por eso aprovechas hasta el último minuto. Un mes más así y podrías acabar la novela.

Escribes y estás en otro lugar. Cuando suenan las campanas del pueblo piensas que son las de la huerta. Por unas milésimas de segundo el espacio desaparece, como cuando te despiertas de los sueños y sientes que sigues estando en casa de tus padres. Un mes así y acabarás loco.

 

Domingo 8 de enero

Entras un momento a Twitter y ves que la vida sigue igual. 2017 ha comenzado con muertes. Berger, Piglia… y ahora un joven poeta. No hay pausa para la muerte. La muerte de los grandes y de los pequeños. De los lejanos y los cercanos. De los que duelen y de los que no sabemos que existen. La muerte no descansa, no celebra, no entiende de fechas. No hay años mejores, ni peores. No los hay para la muerte. Afortunadamente, tampoco los hay para la vida. Y la conclusión es siempre la misma: todo es un segundo, un instante, un parpadeo. La vida es puro tiempo-ahora.