El arte de contarlo todo, por Sergio del Molino

Aunque la lógica invita a pensar lo contrario, hay muy pocos novelistas en España. Me refiero a novelistas duros, a escritores entregados a la construcción de una novela sólida que navegue con firmeza dejando una estela poderosa tras de sí. En España hay buenos narradores, pero pocos especímenes de esa raza bestial que crece de forma más natural en Estados Unidos, con sus Philip Roth, sus Richard Ford y sus grandes sacerdotes de la gran novela americana. Nosotros tendemos más a lo fragmentario, al paseo, al aforismo, a lo inconcluso, a la crónica y al despiste que se pierde en apuntes y endecasílabos brillantes. No por falta de músculo o de talento, ni tampoco por aficiones vanguardistas, más bien al contrario: por tradición. Ya el mismo Quijote, por más que sea la madre de todas las novelas, es un muestrario de excursos, cuentos dentro de cuentos y huidas por los cerros de Úbeda, y descontando a Galdós, a Baroja, a Pardo Bazán y a alguno más de cuyo nombre no quiero acordarme, venimos de esperpentos, greguerías, cuadernos grises, nivolas y umbrales. Lo cual no es malo ni bueno, simplemente es.

Andrés Neuman es una de las excepciones más persistentes a este panorama. Claro que no es español. O sí lo es. Argentino que ha crecido en España o español que ha nacido en Argentina. Neuman es lo que le da la gana. Cambia de acento según le conviene o según el lado del charco por el que camine. Le gusta jugar, engañar y seducir, pero se guarda las travesuras para la vida o para su poesía y sus barbarismos, porque cuando se pone a escribir novelas es disciplinado e implacable.

Fractura, su última novela, es un ejemplo perfecto de lo que argumento. No diría que es su mejor libro, porque eso es una grosería, pero sí uno del que debe sentirse muy orgulloso, donde ha echado todo su oficio y su talento. La idea que lo vertebra, la belleza de las cosas rotas, tiene la fuerza poética y la vaguedad justas para armar con ella uno de esos libros tan mediterráneos y diletantes, pero el gran mérito de Neuman es llevar una noción tan peligrosa al terreno de la novela dura, sin edulcorantes ni sucedáneos. La belleza de las cosas rotas está en cada página, pero concretada en arcos argumentales, personajes redondos y arquitectura narrativa construida con materiales de primera calidad. La idea empapa cada capítulo sin alterar la potencia de la narración ni convertirla en una cosa distinta. Hay que ser muy disciplinado para conseguir algo así.

El libro cuenta la vida del señor Watanabe, moderno hombre sin atributos (es ejecutivo de una multinacional de televisores) entre dos extremos nucleares: las bombas de Hiroshima y Nagasaki, a las que sobrevivió siendo un niño, quedando huérfano, y el desastre de Fukushima en 2011. Entre medias, más de medio siglo de historia de la humanidad narrado a través de cuatro voces femeninas, las mujeres de la vida de Watanabe, que cuentan cada una un período de su biografía en un país distinto, Francia, Estados Unidos, Argentina y España. Con esta estructura y estas narradoras, Neuman se dispone a contarlo todo. El mundo, en general. La mirada de Watanabe, que también entra y sale del relato a modo de interludios, complementa las otras con su posición exótica y distante. La acción transcurre en el mundo occidental, pero la vive un japonés que no entiende bien lo que sucede, al que le cuesta interpretar los matices, que necesita ser escéptico para sobrevivir.

El leitmotiv de las cosas rotas (empezando por Watanabe, que está físicamente roto, pues tiene cicatrices de Hiroshima) permite unir una novela que, de puro ambiciosa, amenazaba con desmembrarse. Es el pegamento dorado que une los trozos. Me refiero a una imagen recurrente en el libro: la técnica japonesa de pegar fragmentos de piezas de cerámica con una sustancia dorada que deja a la vista las líneas de fractura. El propósito no es disimular el daño, sino ponerlo a la vista. Así se muestran los personajes de Fractura, con sus roturas a la intemperie, y así se estructura la novela, con sus trozos unidos, pero subrayando las junturas.

Lo bonito es que estos niveles de lectura son invisibles para quien no quiere verlos, a pesar de que están resaltados, del mismo modo que se pueden ignorar las líneas doradas del jarrón pegado y tomarlas como parte de la decoración, como haría un profano no advertido de la técnica.

Hay que celebrar que un escritor tan dotado para la novela más novelosa sepa remangarse y no renuncie a trabajarla, porque la tentación de escribir un libro mucho más elusivo y lírico tenía que resultar poderosísima. Por paradójico que resulte, lo que Neuman ha hecho en este novelón (500 páginas) es un ejercicio de humildad y consideración con el lector. Podría haber escrito un libro hermosísimo con la cuarta parte del esfuerzo que le ha dedicado a esta Fractura, pero nos habría hurtado una de las pocas novelas-novelas que ha firmado un escritor español en los últimos tiempos, y no podemos permitirnos el lujo de que los escasos novelistas españoles se nos echen a perder.

 

Fotografía: Casa de América (Todos los Creative Commons)