El estándar Carmen, por Sergio del Molino

En 2008 yo tenía un libro a medio escribir que pensaba que no me iba a publicar nadie. No esperé a terminarlo y, con la osadía de la idiotez, enseñé lo que llevaba escrito a un editor pequeño pero apañado que tenía una colección de ensayo donde podía encajar. El editor no solo no me echó a patadas, como yo esperaba, sino que me preguntó cuándo podía entregar el manuscrito y llamó a una secretaria para que preparara unos contratos. A punto estuve de firmarlos ahí mismo, pero quise hacerme el interesante, envalentonado por mi éxito, y dije que prefería estudiarlos con calma. Por entonces yo no sabía nada del negocio editorial ni tenía confianza con ningún escritor, pero tenía un amigo, que se ha convertido en uno de mis lectores cero, que sí entendía un poco de derechos de autor y sus leyes.

Me han ofrecido un contrato y no entiendo ni una palabra, le dije.

Déjame leerlo, me dijo, lo importante es que no te toquen las traducciones ni los derechos audiovisuales. Lo miro esta noche y te digo algo.

A la mañana siguiente me dio su visto bueno. Podía firmarlo. Es gracioso, me dijo, porque es el contrato estándar que usa Carmen Balcells. Lo han copiado tan literalmente que han incluido cláusulas que no tienen sentido fuera de Cataluña, porque afectan a las versiones en catalán. Fírmalo tranquilo.

Hasta ahí llegaba la influencia de Carmen Balcells, la mujer que definió las relaciones entre autores y editores en el mundo en español. La mujer que levantó una industria de lo que hasta su llegada era un gremio moroso y desaliñado. Balcells era la medida de muchas cosas. A mi propia agente literaria la llamo a veces Carmencica Balcells. Le hace gracia. Luego le pido que me ponga un sueldo, como Balcells a Vargas. Eso ya no le da tanta risa.

Balcells fue látigo y protección. Hizo de algunos escritores estrellas, pero a cambio de que se tomaran su trabajo con profesionalidad extrema. Acabó con el diletantismo. Sacó a algunos autores de la buhardilla y les puso un despacho a condición de que lo aprovecharan bien y sacaran muchas y buenas novelas de ahí. Hasta su llegada, los escritores se preocupaban por construir una obra. A partir de ella, se preocupan de mantener una carrera. La diferencia cualitativa entre obra y carrera es la que va de las pintas de buhonero de Valle-Inclán al pelazo y la planta de Vargas Llosa. Los mendigos tienen obra; los profesionales, carrera. Lo que se traduce en la diferencia cuantitativa: la obra puede dar dinero a los herederos, casi nunca al interesado; la carrera paga hipotecas y entradas de coches.

Carmen Balcells hizo que la literatura tuviera prestigio y se percibiera como algo necesario e incluso lucrativo en un mundo que mide todo por el dinero. Sin ella, tal vez volvamos a la buhardilla, a que nos fíen en el café y al mecenazgo de baja intensidad del sablazo a los amigos. Quizá nos toque volver a ocuparnos de la obra y no de la carrera.

Voy a pedirle otra vez a mi agente que me ponga un sueldo. A ver si esta vez no le da tanta risa.

 

 

(De izquierda a derecha: Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, Carmen Balcells, José Donoso y Ricardo Muñoz Suay. La fotografía es de 1974.)