El ladrón arrepentido, por Sergio del Molino

Recibo una carta, un paquete más bien, con remite de Cambridge. Es un lector, o así se anuncia en una hermosa carta, en la que me cuenta que quiso comprar varias veces mi libro La España vacía, pero que, por hache o por be, siempre se le cruzaba otro título y posponía su deseo. Me pregunto al leerlo por qué me cuenta con tanto detalle la historia de la no adquisición de mi libro, hasta que llego a una línea en la que confiesa que se lo descargó ilegalmente.

Ahí sí que no entiendo nada, pero sigo leyendo, convencido de que entenderé pronto.

La cuestión es que le gustó mucho el libro. Le gustó tanto, que se arrepintió de haberlo pirateado, y ese paquete que remitía era su forma de disculparse y de compensarme por el daño causado, “como un intento vano por lavar mi conciencia”. Pegados a una postal, adjuntó dos billetes de cinco euros, y acompañando todo, un juego de imanes como regalo para mi hijo. “Ahora pienso que esto es solo un gesto –escribe-, ojalá el 1% de los que descargan un libro ilegalmente se les ocurriera hacer algo parecido”.Sólo me habían mandado dinero en una carta otra vez, hace bastante tiempo: era un lector que pedía mi despido al director del medio en el que trabajaba, y adjuntaba cinco euros por si mi despido era oneroso al periódico, contribuía a mi finiquito, presuponiendo que no podía debérseme mucho más que cinco euros.

A veces pienso que tengo mucha suerte con los lectores que me han tocado, que me regalan momentos como este, que tienen detalles tremendos conmigo, que quieren mostrarme su gratitud tras haberme leído cuando soy yo el agradecido por haber sido leído por ellos. En un mundo donde quien crea algo es sospechoso de paniaguado, donde lo que más cosecha quien escribe en público son insultos (y eso, con suerte, porque significa que te han leído: si no hay insultos puede que se deba a que, simplemente, no hay lectores), donde está generalizada la creencia de que no merecemos cobrar por nuestro trabajo porque, en el fondo, no es tal trabajo, yo he recibido gestos de cariño muy emocionantes. Ahora que me adjuntan billetes como disculpa por piratear mis libros sé que, si me viera en la necesidad, entre mis propios lectores encontraría cobijo y un plato de comida caliente.

Pero lo fundamental es la reflexión de fondo sobre el respeto al trabajo del otro, aunqueseaestrictamente simbólica y no resuelva nada: no sólo el gesto del lector no anula el daño de la piratería (que repercute más allá del autor, en editores y libreros), sino que no debería estar condicionado a que le hubiese gustado el libro: ¿los libros que odiamos merecen ser robados? ¿Sólo salvamos los que nos gustan? Pero eso es otra historia, lo importante es la toma de conciencia, que quizá sí necesite de un libro que te guste mucho para valorar lo injusto de esta impunidad en el robo.

Aunque la carta era privada, creo que merecía una muestra pública de gratitud. Mil gracias, de veras.