Los niños invasores, por Sergio del Molino

Una de las mejores lecturas de ficción española de 2017 me ha llegado en su final, derrapando y casi quedándose fuera. Menos mal que no ha sido así. Como tantas otras lecturas que me han marcado este año, no creo que la encuentren en las listas de lo mejor (no nos llevamos bien, las listas y yo, rara vez destacan lo que yo escogería), y eso que se llevó uno de los premios gordos de la literatura patria, el Herralde. Iba a escribir eso tan manido y tan de faja de que Andrés Barba se confirma con este libro como uno de los autores más sólidos y apasionantes e imprescindibles y bla, bla, bla, pero, ¿saben qué? Que Barba tiene ya nueve novelas, tres ensayos y algunos premios que le han dado un prestigio más que sobrado. Si alguien aún no se ha enterado de quién es Andrés Barba, que se lo haga mirar, pero nadie que lo ignore puede presumir de estar al tanto de lo que se escribe en España en los últimos años. Hagan la prueba con estos eruditos a la violeta (que son los que más suelen bramar acerca de la literatura actual, que no vale nada, que ya no se hacen libros como los de antes, que si patatín, que si patatán): si no les suena o no han leído a Barba, no se tomen en serio su criterio. Esos tipos no tienen ni idea.

República luminosa es una novela breve y concisa a la que no le sobra ni le falta una frase, que combina una maestría técnica en la construcción narrativa como pocas veces se ve en este país, con una profundidad y una capacidad de sugerencia simbólica contraria a lo banal y a lo obvio. Hay mucho desasosiego. Se cierra el libro con sensación de suciedad y culpa. Desde la elegancia y la pulcritud, logra una incomodidad que muchos autores que la persiguen explícitamente (desde la escatología, la agresividad y el feísmo) nunca consiguen.

El asunto funciona así: en 1995, unos misteriosos niños (32) aparecen por las calles de San Cristóbal, una remota ciudad de provincias de un país sudamericano y tropical. Hablan un idioma que nadie entiende y se comportan de forma extraña y agresiva, protagonizando varios incidentes, uno de ellos grave, con muertos. Los niños locales se sienten atraídos por los 32, que desaparecen en la selva, y eso les distancia de sus padres. Cuando empiezan a desaparecer niños locales, se organiza una batida para encontrar a los 32 y a los niños locales que se supone que se han fugado con ellos. Todo esto está contado en primera persona por un funcionario del ayuntamiento que es protagonista de la búsqueda y que, a su vez, tiene problemas familiares. Es un forastero, llegó a la ciudad por amor, al casarse con una sancristobalina cuyo carácter indígena, cerrado y ambiguo le hace sentirse solo y alejado. La mujer tenía una hija, que él ha adoptado como propia, que se llama como la madre y con la que mantiene una relación muy íntima pero, a la vez, distante. La trama de los niños que invaden la ciudad se mezcla con la culpa y la incomunicación con su propia hija.

La infancia es una obsesión contemporánea. No es que no haya preocupado a las generaciones anteriores: la denuncia del desamparo, el conflicto entre padres e hijos y la inaccesibilidad (perdón por la palabra) del mundo infantil son temas universales, pero pocas veces en la historia se ha debatido con tanto ardor sobre la paternidad y la maternidad, hasta el punto de que parece que las hemos descubierto hoy. Por eso, República luminosa es un libro rabiosamente contemporáneo que apela a una cuestión central de nuestros días: el lugar que los niños ocupan en la sociedad, hasta qué punto caben en un mundo hecho de y por adultos y cuál es la responsabilidad y la relación que deben mantener los padres con ese mundo familiar y a la vez extrañísimo que son los hijos. Para ello, Barba recurre a la tradición, a toda la literatura de niños salvajes y perdidos. En sus páginas tiemblan desde Un capitán de quince años hasta El señor de las moscas pasando por Kaspar Hauser y Rómulo y Remo, así como Hansel y Graetel y todos los cuentos clásicos con bosques donde los niños se pierden y caen en manos de brujas y lobos. Todo implícito, elegante, muy sutil.

Cuando terminé el libro, entré en la habitación de mi hijo, que ya dormía, le arropé y le di un beso. Creo que es el comentario crítico más elogioso que un padre puede hacerle a República luminosa.