Los tiempos no han cambiado porque ya cambiaron, por Sergio del Molino

¿Qué se puede decir sobre el affaire Dylan que no se haya escrito ya? Quizá algunas notas que he echado de menos en estos días de furia y pasión. Si me permiten, procedo por puntos, como un parlamentario pedante:

  • Un premio que cada año inspira debates encendidos capaces de poner en cuestión amistades y que en algunos casos pueden llegar al insulto y al desafío personal es un premio vivísimo, lejos del acartonamiento de lo institucional y de lo previsible. Casi ningún año aciertan los quinielistas, y el mero hecho de que se hagan quinielas es síntoma de su vitalidad. A la literatura le hace bien ese ruido de casa de apuestas y esa indignación y esas diatribas a favor o en contra. Es una sacudida de la indiferencia somnolienta con la que solemos enfrentarnos a lo literario, un punto de hooliganismo de estadio que refresca el ambiente de otoño. Que tanta gente cuestione el criterio del jurado y que tenga a sus miembros por locos, complacientes o estúpidos es, paradójicamente, de las mejores cosas que le pueden pasar a un premio. A mi juicio, le da credibilidad.
  • El premio a Dylan no es revolucionario, como algunos han planteado, ni subvierte el canon ni tiene un espíritu rupturista. Al contrario, es un premio razonable que sintoniza con el Zeitgeist, y en ese sentido, es un premio conservador. Se premia a alguien que, por consenso, el mundo considera genial. Y con razón. Se premia, por tanto, para dar gusto al respetable y no para incordiarlo.
  • En ese sentido, es interesante constatar que los outsiders son (o somos) quienes se creen insiders. El mundo tiene una conciencia mucho más elástica sobre los límites de la literatura que la que manifiestan algunos escritores. La reacción contraria a Dylan se ha expresado en términos gremiales o de canon: ¿no hay suficientes escritores buenos que merecen el Nobel? Se acabó la literatura, es el fin, el todo vale. Si cualquier cosa es literatura, nada lo es. Etcétera. Y se entiende la crítica, pero no puedo compartirla. Creo que la lógica del premio a Dylan es la misma que subyace en el premio a Dario Fo o a cualquier dramaturgo. ¿Qué se está premiando cuando se premia a un autor teatral? ¿Sus textos o lo que se ha construido con ellos? Si el teatro es una expresión literaria, aunque trasciende con mucho el texto en que se apoya, ¿no puede serlo también una canción? ¿Dónde se ponen los límites y por qué? Efectivamente, nada impide que veamos en la lista del Nobel a guionistas de cómic o de cine o, incluso, de televisión, como ya hemos visto a periodistas. Me cuesta mucho oponerme a esta idea ecuménica de lo literario sin recurrir a argumentos corporativistas. Aunque soy un escritor profesional que vive en un mercado literario y produce libros y textos para ese mercado, creo que la literatura es muy anterior a la existencia de esa industria cultural, no siempre se ha expresado en forma de libro y hay en ella un enorme poso de oralidad, y me gustaría creer que la literatura (por más que etimológicamente esté unida a la letra escrita, no necesariamente impresa) sobrevivirá a ese mercado y a esta forma de comercialización y socialización. Si ha de sobrevivir, hay que aceptar que lo literario es mucho más amplio que el catálogo de una editorial, que puede morir una forma de entender y vivir la literatura, pero no la literatura misma, que es consustancial a la cultura. Y esto, de nuevo, no es una postura iconoclasta ni provocadora, sino tan solo razonable. No por ser razonable es inmune a la crítica, pero aceptable en cualquier discusión civilizada.
  • No creo que se haya premiado al Dylan poeta, cuyo valor puede ser cuestionable en términos de crítica literaria, se ha premiado al artista influyente, a una personalidad capaz de cambiar la percepción que el mundo tiene de toda una cultura y de teñirla, asimismo, con toda su fuerza y carisma. La literatura, la música y hasta el cine de Estados Unidos serían muy distintos sin el influjo de Dylan, que se ha colado como un aire que lo contamina todo. Además, sirve de lente para observar Norteamérica. En buena medida, cuando miramos esa cultura, la contemplamos desde sus ojos. No importa que no hayamos escuchado a Dylan y que no sepamos gran cosa de él: estamos viendo el país con sus propios ojos, hacemos nuestra su mirada. Y esa capacidad de moldear las culturas y a la vez de condicionar la forma en que son vistas está al alcance de muy pocos. Por eso Dylan es uno de los grandes artistas del siglo XX, y creo que es eso lo que ha premiado la academia sueca. Discutir sobre el valor intrínseco de sus versos es discutir sobre teología tomista. No va de eso el asunto.
  • Ha sido buenísimo ver cómo resucitaba un debate eterno (al menos, eterno desde los tiempos de la escuela de Frankfurt y el famoso libelo Dialéctica del iluminismo, de Adorno y Horkheimer) y nunca resuelto sobre el esnobismo, el elitismo y la asimilación de la cultura popular en la cultura de ceja alta. Recomiendo, en ese sentido, un excelente libro de Carl Wilson, Música de mierda (Blackie Books), que pronto conocerá una nueva edición con un apéndice compuesto por varios ensayos breves de algunos autores, entre los que creo que me contaré yo. Otra virtud del premio: sacar a primer plano una polémica que siempre parece solucionada, pero que nunca lo está.