Extraordinario absurdo, por Juan Bautista Durán

Fallecido en 1964 a la edad de sesenta y nueve años, para muchos Ezequiel Martínez Estrada se quedó en la realidad argentina. Su Radiografía de la Pampa sigue siendo el libro que la da nombre, pese a sus numerosas obras, tanto poéticas como ensayísticas o narrativas. Especial atención merecen los cuatro libros de relatos que publicó en vida y que Alianza Editorial agrupó en 1975, bajo el título de Cuentos completos. En algunos, como “La inundación”, “La cosecha” o “Viudez”, persiste el tono de Radiografía, con el añadido deje kafkiano que multiplica los niveles literarios y las variantes de los personajes. «Es inevitable que hable de mí hablando de él», escribió en referencia a Kafka.

“La inundación” es con probabilidad el relato donde despliega un mayor abanico de recursos literarios, al tratarse de un relato coral, extensión misma de su Radiografía y de las voces que allí no tenían lugar. «Nadie imaginó que en aquella iglesia cupiera tanta gente ni que alguna vez hubiesen de ser invadidas sus naves por una horda de vecinos pacíficos, capaces ahora de los mayores excesos.» Así empieza el relato; y a continuación detalla: «Lo cierto es que no menos de mil doscientas personas, contando los niños de pecho, estaban allí hacinadas», una multitud cuyo eco acompaña toda la narración y contrasta al fin con los personajes individuos que suelen centrar los demás relatos. Ya sean breves o largos, el existencialismo y la lucha del individuo contra la burocracia son el eje que mueve las obsesiones de Martínez Estrada. Es sobresaliente el giro que emplea en el relato “La explosión”, breve historia en que se sirve de un recurso a priori tan manido como el sueño para darle una doble vuelta de tuerca, el giro que invalida el sueño cuando el lector se da cuenta de que se trataba de un sueño (bah, menuda horterada, ahora me dirá que todo era un sueño y sanseacabó) y le descubre que sueño puede ser todo, también la posibilidad de él.

Los obreros de la fábrica avisaron al ingeniero Blas Brass de la explosión de la nueva caldera, que dejó enormes deterioros en el edificio y tres víctimas mortales. El ingeniero no da crédito al accidente, y es la madre quien, compungido el hombre, lo acompaña de noche a la cama y lo tranquiliza. «Yo lo arreglaré todo —le dice—, déjalo por mi cuenta.» El ingeniero se levanta y sale tras ella, por pasadizos oscuros y angostos, en busca de su error, dónde fue que la caldera falló. ¿O falló él, más bien? La madre emerge como auténtica defensora de la causa —«No te aflijas, hijo»—, y es que es en ese momento, en la eclosión de la madre, que el sueño a su vez estalla. No fue ni una cosa ni la otra, acaso todo. Las ratas avanzaban en el sueño, y también en la mente del lector, quien desconfía pero no puede abandonar el relato. Sabe que tan ingenuo Martínez Estrada no será, que siquiera de malas maneras habrá de dar una explicación, no se quedará con el simple despertar. Y entonces la caldera de los sueños es la que explosiona, un giro prodigioso que se sale del estigma al tiempo que lo pone en evidencia. ¿Y si el sueño es una revelación de lo que va a suceder?

De poco sirve contar aquí el relato, ya que su maestría está en el modo como lo cuenta, no en la historia en sí, por lo demás muy propia de un tiempo y su sociedad. Las revelaciones y las funciones son más importantes que los hechos en sí, como sucede con el propio Kafka, a cuyas aportaciones Martínez Estrada le da un redoble de absurdo. No acepta un orden en Dios, en la razón o en el lógico acontecer de los hechos históricos, y es a través de la intuición que articula el devenir de los personajes. «Lo más racional —decía— es el absurdo.» Esta afirmación es ejemplar en relatos como “La tos” o “Examen de conciencia”, en que los personajes pierden el control de la realidad.

En “Examen de conciencia” el protagonista acude al hospital para visitar a su jefe, ingresado, debatiéndose sin embargo si corresponde o no que vaya. En el hospital, por un error en la recepción, es tomado como conejillo de indias para un examen de cirugía. No hay forma de evitar este embrollo, y poco a poco comprende que en su caso hay una urdimbre laboral y del propio Estado. Aunque nada de lo ocurrido, se dice con suma lucidez, es absurdo, sino perfectamente lógico y coherente con su destino. Y decir absurdo, para Martínez Estrada, es también una manera de negarlo, como abundando en él. Cuanto más regias y serias se ponen las cosas, más absurdas son. ¿Y qué es lo más absurdo del absurdo sino negarlo? En esta línea, merecerían mención aparte también los relatos “Sábado de Gloria” y “Marta Riquelme”, casi nouvelles dada su extensión, en que Martínez Estrada despliega sus recursos narrativos en el juego de comprender la realidad a través de la literatura. ¿Quién habrá de describir mejor un suceso, el que lo vive desde dentro o el que lo observa desde fuera?

Como ciertos aparatos mecánicos, el eco que estos relatos dejan tras de sí resulta imposible de parar, una explosión en el intelecto para lectores pacientes. La edición de los cuentos completos, además, goza de nueva vida gracias al Fondo de Cultura Económica y a la colección “Serie del recienvenido”, que Ricardo Piglia dirigió desde 2012 hasta su reciente muerte. En ella destacan títulos como Oldsmobile 1962, de Ana Basualdo, o En breve cárcel, de Sylvia Molloy, al margen de estos cuentos de Ezequiel Martínez Estrada, publicados en 2015. «La cuestión central aquí, como siempre en literatura —destaca Piglia en el prólogo—, es la enunciación. Relatos sin salida pero serenos que acumulan bíblicamente desgracias y desdichas en una sucesión irónica de catástrofes, grotescas y un poco cómicas.»

 

Fotografía: Juan Bautista Durán