Azúcar en el piso, por Noelia Antonietta

La esquina se parecía a cierto recodo de Florida donde existe hoy una galería de arte tan estrecha que hay que pasar de costado y caminar en hilera. Incluso hay un café similar, solo que menos elegante. Cada vez que recuerdo Florida me azota la imagen de Pamela dándome ese consejo tan poco ético que se le escapó del alma. Ella tenía un montón de aritos trepándoles las orejas, partían desde el lóbulo y rodeaban el pabellón. Yo me quedaba mirando las figuras de animalitos que se tatuaba en los brazos. Se había puesto un piercing a cada lado de la nariz en épocas en que aún eran una novedad.

Son esas cosas que, en el momento en que suceden, una piensa que va a olvidar, y sin embargo calan profundo como si se hubiera invertido en ello una maquinaria infalible para salvar lo intrascendente. Intrascendente, vaya palabra. Yo quiero saber qué corno es lo trascendente ahora. Lo prioritario ya lo averigüé, lo trascendente, no.

¿Es posible que un solo error haga caer toda la estantería, paulatina pero irrefrenablemente? Roma no se puede construir en un día, pero se puede destruir en un día. Como un efecto dominó.

—Sé egoísta. Cometé errores, pero por vos, no por otros—dijo con los ojos vidriosos, los ojos fueron lo que me sobresaltaron—. Sé muy egoísta.

Quizás si lo hubiera escuchado de una persona mezquina, sórdida o perversa habría resbalado de mi memoria como muchas otras cosas. Pero Pamela le daba la teta al bebé y se le llenaban los ojos de lágrimas. Tenía una tienda de artículos de limpieza en el centro, dos padres enterrados víctimas de un asalto a mano armada y una actitud solícita para cuanto necesitado viera en la calle. Era enero de 1995, yo tenía catorce años, ella 34, y La higuera era un pueblo pequeño y tradicional que había perdido la reputación pacífica distingue a los sitios poco poblados.

No pude tomarlo como de quien viene, porque venía del ser más solidario que conocía por entonces. Tarde descubrí que no podía ser de otra manera, que esas cosas se dicen cuando no se pueden aplicar, que esas recomendaciones las dan los que no las pueden seguir. Pero mientras tanto mi mente se tildó como una computadora sobre exigida.

Notó mi sorpresa y repuso la sonrisa bonachona a la que yo estaba habituada. A veces, cuando una habla, oye el sonido de cristal roto del que escucha. Yo creo que ella oyó el sonido del mío. Una decepción que no tenía nada que ver con ella, pero que partía desde ella. ¿Puede una echarle la culpa al que enciende la luz de lo que había oculto en la oscuridad? ¿Se puede cortar la cabeza del portador de malas noticias?

—¿En qué pensás? —preguntó. Yo no sabía bien en qué pensaba, ni sabía si pensar era maquinar palabras o ver imágenes. En todo caso, recibía claramente el conjunto y la tensión de adentro me sofocaba como una cacerola a presión.

—En un arma —respondí, mientras el mozo me servía el submarino y colocaba primorosamente sobre un mantel bordado las capias y el café de Pamela.

—No —dijo ella, meneando la cabeza sin convicción.

—Si la hubieses tenido…

—No, nena —replicó—. No hace mucha diferencia lo que se tenga, sino quién sea una. Si la hubiera tenido, me la quitan para matarme, y me matan.

Se tomó el café, todo, de un solo trago, con un gesto de rendición y tristeza, y me cambió de tema. Para Pamela defenderse era violento. Sólo cabía en su carácter la mansedumbre dolorosa del que espanta eternamente un cuervo sin decidirse a matarlo jamás.

 

 

Noelia Antonietta nació en Tucumán (Argentina) en mayo de 1981. Se recibió en Lengua y Literatura en 2005. Varios de sus cuentos han sido editados en antologías comunitarias. En 2012 ganó un concurso de relatos impulsado por la editorial La colisión, fruto del cual se publicó su primer libro de cuentos El barrio vertical.

 

 

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(La fotografía es obra de Neil Clark Ongchangco.)