Bajo el baobab, por Alfonso Blanco Martín

—¿Hoy qué nos vas a contar, Haminiaina? —pregunta Rafanoharana con su sonrisa inocente y sus ojos llenos con el brillo de la sorpresa que será colmada poco después por el anciano.

—Hoy no os voy a contar una historia, os voy a contar una visión que tuve la otra noche.

Bajo el baobab se encuentra Haminiaina, como cada día en que Ravolana, con su brillante y blanca redondez, va a iluminar la noche. Está rodeado de niños, hombres y mujeres, unos acuclillados, otros medio tumbados, apoyados con deleite en un codo y algunos sentados. Los difusos ruidos y chillidos de los seres del bosque parecen poner música de fondo a la voz firme y dulce del anciano.

Estamos en un momento y un lugar sin espacio y sin tiempo. Para los que vivimos en el mundo de la medida esta historia sucedió hace un siglo aproximadamente, para sus protagonistas sucede, como todo, en moramora, algo parecido a lo que se suele llamar el presente, el único tiempo existente. Para quienes creemos haber dejado de ser una parte más de la Tierra, el lugar se llama Madagascar, para el sabio cuentista y su grupo de oyentes no es más que su tierra, la única concebible.

Con el tono solemne y claro que en aquella tierra se emplea para los discursos importantes, los kabary, el magro anciano comienza a contar acompañando las palabras con sus gestos breves y serenos, inconfundibles, y que parecen corporeizar lo que sus palabras nombran siempre que narra sus historias.

Vi un árbol solitario, con la copa redonda y el tronco desnudo, como el hongo que los lémures nunca comen, el que siembra Angat para atraparnos, pero mucho más grande. El árbol estaba vivo aunque el suelo sobre el que se alzaba parecía muerto. No me extrañé de ese suelo reseco y triste porque al fondo de la visión se veía un humo espeso y gris que cambiaba el brillo de Ramasoandro sin ocultarlo, que transformaba su benéfica luz en una niebla del color de las hojas muertas que parecía iba a acabar con el aire que nos alimenta. No, no era un incendio en la selva, era un humo que salía de unas cabañas altas y estrechas, como baobabs sin ramas, un humo que parecía querer abrazarlo todo, querer acabar con los colores, matar el árbol por ser lo único vivo que aún quedaba allí.

Los infantiles ojos de Rafanoharana están abiertos como nunca y en ellos se ve que no puede creer que exista un lugar tan extrañamente desolado. Pero los serenos ojos de Haminiaina no reflejan tristeza sino aceptación de aquello que cuenta, como si a su pueblo no pudiera afectarle.

Yo pensaba que aquel humo era Taivadu porque no podía imaginar nada peor que aquello. Mi visión me acercó hasta el pie de las altas cabañas y vi que allí había hombres y mujeres cubiertos con extrañas vestimentas que se afanaban frente a árboles brillantes que parecían moverse por efecto del humo. Esos hombres y mujeres no recogían frutos ni raíces, ni parecían poner trampas para animales o tejer redes para pescar, pero su actividad era incesante entre un ruido que les impedía hablarse unos a otros.

La visión me hizo salir corriendo de allí y acercarme al árbol pensando que quizá él me protegería. Cuando llegué a su pie noté que el tronco estaba húmedo y que sus hojas ardían. No era fuego lo que las atacaba sino un calor que me impedía tocarlas y que supe que hacía llorar al árbol.

Una voz melancólica, una voz que recordaba a la nuestra cuando se nos quiebra porque sabemos que el pescador tarda demasiado en regresar de su tarea y puede que nunca le volvamos a ver, una voz como esa me dijo: «regresa a donde has venido y cuenta lo que has visto, aquí ya nada es para el hombre, todo es del hombre; la destrucción ha hecho presa en él, el humo es su ceguera». El estremecimiento que sentí, como cuando el rinoceronte parece fijar la vista en ti y todo queda en silencio, me transportó de nuevo junto a mi cabaña. Tuve que hacer un fuego e invocar a Yachar (oh, dios que todo lo donas) hasta que noté que podía olvidarme de mi respiración de nuevo.

Haminiaina calla suavemente, dejando que la paz que su tono proporciona se diluya en el aire, iluminado por el disco brillante de Ravolana, y termine de depositarse en su pueblo, un poco confundido con la visión que les ha narrado. Ahora se sienten purificados, con una lejana consciencia de que no están solos y que en otras dimensiones del mundo hay amenazas a las que no están sometidos. Su realidad es otra.

Al dulce rostro del pequeño Rafanoharana asoma la sombra de la curiosidad, una sombra que se transformará con el sucederse de las lunas en la presencia amenazante del tiempo.

 

 

Alfonso Blanco Martín se presenta: «nací en Madrid, soy licenciado en Historia del Arte y trabajo actualmente como informático. Estudié en Madrid y París y me gusta recordar que he trabajado eventualmente en Panamá y en Paraguay. Escribo desde hace treinta años. Leo desde siempre. No puedo separar ambas actividades aunque, evidentemente, la lectura es la primera. A estas alturas de la vida, de mi vida, no podría ni querría abandonar ni una ni otra. Escribo para recrear algo más que lo evidente. Creo que pensamos, hablamos, escribimos, investigamos, para superar lo evidente, para buscar o hallar eso que antiguamente se denominaba La Verdad. Mi inclinación natural y voluntaria por el arte, la arquitectura, el viaje, la fotografía y los aforismos está representada en el “blog” que mantengo actualmente y que es continuación y alternativa de otros dos cuadernos de bitácora anteriores. Ediciones Oblicuas ha publicado este año mi colección de relatos Los Dioses en París

 
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(La fotografía, publicada bajo licencia Creative Commons, es de Jankie.)