Eñe 51 «Lo único que nace»

En su sumarísimo Juicio Final de este mes, Sergio del Molino reflexiona acerca del prestigio social de la literatura, que en las décadas pasadas era incuestionable y que en nuestro tiempo empieza a estar sujeto a dudas. En los años sesenta, los escritores eran figuras respetadas y honorables.

El mundo líquido del que hablaba Zygmunt Bauman ha ido destruyendo todo eso, pero no sabemos aún con cuánta intensidad. La literatura no vive sus mejores momentos, pero tal vez el movimiento del péndulo que sufren todas las glorias terrenales acabe devolviéndole su crédito entre los que ahora se lo niegan.

El hecho cierto es que siempre hay un grupo de devotos que, incluso en las peores catacumbas, persisten en la tarea. Un grupo de letraheridos que siguen encontrando en las novelas de caballerías un espacio para entender —o para desentender completamente— la vida.

Las convocatorias anuales del premio de relatos Cosecha Eñe prueban esta lealtad indestructible. La literatura siempre persiste, siempre encuentra su espacio. Siempre abre los caminos de la época en la que es escrita. De ello dan testimonio también el desasosegante diario de Héctor Abad Faciolince —uno de los autores más extrañamente humanos de nuestros días— y la conversación con Manuel Vicent que completan este número de Eñe.

Las imágenes de David Flores, nuestro fotógrafo de portada, muestran esa misma persistencia orgánica: brotes de vida verde en bosques quemados, en tierras áridas. El espectáculo de la naturaleza se agranda justamente en la contradicción. Ver selvas exuberantes puede resultar asombroso, pero es mucho más perturbador ver una flor perdida naciendo entre las escorias o en mitad del desierto.

La literatura guarda un prestigio tan frágil como lo humano: son semillas puestas a calentar en una tierra que dudosamente durará. Ahí suele estar su eternidad: en lo efímero. Eñe cosecha cada año un grupo de esas raíces verdes que asoman en los pedregales. Aquí están las de 2017.

 

Fotografía: David Flores