La mudanza de un escritor, por Fernando Aramburu

Hace sólo unas semanas os anunciábamos la publicación de Eñe 48 Adicciones, así como la presentación oficial que tendrá lugar el día 24 de enero. Ahora queremos compartir con vosotros uno de los textos publicados en la revista, el diario que firma el escritor Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959)

Si os gusta, no dudéis en buscar vuestra revista Eñe en librerías o pedírnosla directamente a nosotros.

¡Que lo disfrutéis!

 

 

 

LA MUDANZA DE UN ESCRITOR (Por Fernando Aramburu)

 

2 de septiembre

Una vez decidido que nos trasladaríamos de un punto A a un punto B dentro de la ciudad de Hannover, donde estoy empadronado desde hace más de veinte años, la Guapa y yo pedimos presupuesto a una empresa de mudanzas. Nos la recomendaron unos vecinos que habían contratado sus servicios varios meses antes que nosotros. Vino, din don, a primera hora de la mañana un señor. Dijo su nombre. Lo he olvidado. La perra recibió al hombre con los acostumbrados ladridos de alarma. El señor recorrió la casa, serio, inspeccionante, tomando nota de enseres, de armatostes y objetos. Hemos tenido piano, pero ya no. El armario ropero, que es descomunal, lo llevaremos por nuestra cuenta al depósito de basura, aún no sé cómo, pues la pieza superior y la que sirve de base no caben en el coche. La Guapa sugirió que yo las cortase por la mitad con el serrucho. La miré directamente a los ojos, como buscando verificación de la burla en el fondo de ellos. El serrucho solo lo uso una vez al año, para hacerle un corte recto al tronco del árbol de Navidad. De otro modo, el árbol no se puede encajar bien en el soporte de sujeción, queda torcido, la familia protesta. Al señor de la empresa de mudanzas se le notaba en el gesto la convicción de que con nosotros sus empleados lo tendrían fácil. Muchos cachivaches, pero ninguno cuyo traslado requiriese trato y esfuerzo especiales. Hasta que lo invitamos a echar un vistazo a mi biblioteca. Entonces le cambió de golpe la expresión de la cara.

 

6 de septiembre

Nos ha llegado una carta de la empresa de mudanzas. A ver, a ver. La suma que nos piden revienta nuestro presupuesto. Sufrimos de un tiempo a esta parte una invasión de gastos. Bueno, la hemos sufrido siempre; pero vamos a decir que estos días las facturas arrecian. La Guapa ha preguntado por teléfono cuánto nos rebajarían el precio del transporte si nosotros asumiéramos el traslado de los libros, los muebles de mi cuarto de trabajo y los trastos del desván. Seiscientos euros. La Guapa me mira expectante. Le digo que no tengo posibilidades de ganar ningún premio literario en los próximos meses, pero la tranquilizo. Yo me encargo. Esto se dice fácil. Aún más, esto, como pronto comprobaré, es heroico. En mi pensamiento van cobrando forma montes de libros, muros de castillo hechos con baldas de estanterías, enormes buques de cartón repletos de revistas, cartas, archivos, cuadros y esas esculturas de hierro o bronce que le dan a uno como castigo por haber ganado un premio. Tengo cinco. Pesan como ataúdes. Me falta una reproducción metálica de la Puerta de Alcalá. La daban al ganador del Ramón Gómez de la Serna. Atado entonces a obligaciones laborales, no pude acudir al acto de entrega. Una persona fue en representación mía y no sé qué hizo con la estatuilla ni me he preocupado gran cosa por averiguarlo. La Guapa me recuerda que no puede ayudarme. Justo un día después de que venga el camión de la mudanza, ella se irá a pasar una semana de vacaciones a Büsum, en la costa del mar del Norte, como tenía previsto, con mis suegros, nuestra hija menor y la perra. Me deja el coche. Los trastos del desván no los tocaré. Allá arriba se hacinan grandes cantidades de chismes del pasado, juguetes de las niñas —hoy mujeres— y un copioso museo familiar. En cambio, de los cachivaches de mi cerrado mundo de escritor, yo me hago cargo. Mi oficio de fabricante diario de textos no entiende de vacaciones. Hace años que no sé qué significa desplazarse a un sitio del planeta con el fin de descansar. Además, no soy de ir a la playa. La playa es un patíbulo para mí.

 

9 de septiembre

Ha venido a visitarnos mi hija mayor, que estudia en Dresde. Dresde, que ha sido tantas cosas buenas en la historia de Centroeuropa, a la que Canaletto dedicó los mismos pinceles esmerados que a Venecia, se ha convertido en la capital de los impulsos reaccionarios y xenófobos que menudean hoy día en Alemania. A mi hija —yo lo noto sin necesidad de que ella lo explique— se le ha esfumado el gusto por esa ciudad en la que ejercita desde hace unos cuantos años sus dotes de pintora. Ha venido por decisión propia a montarme la biblioteca. Aprovechando que he estado unos días fuera, ella y la Guapa compraron diversos módulos de estanterías y mi hija los ha montado. A ninguna de las dos se les ha pasado por el magín la idea de solicitar mi opinión. Se han propuesto darme una grata sorpresa. Mi hija ha juntado asimismo para mí las piezas de una silla giratoria, ergonómica y no sé qué más, que sustituirá al incómodo trasto con el que a costa del bienestar de mis posaderas he escrito mis últimos cuatro o cinco libros. Está descosido y desgastado; es feo y, por supuesto, incómodo. En una palabra, ya lo están esperando en el depósito de basura. Mi hija no anda escasa de autoestima. Me parece que ella y su madre traman destronarme como señor doméstico de las herramientas y los tornillos. No me importa. Que junten, que acoplen, que hagan. Eso que me ahorro. Tampoco han consultado conmigo la forma, las dimensiones ni el color de las estanterías, ni el lugar que estas deben ocupar. Llego esta mañana al piso nuevo, donde aún no nos hemos instalado, y allá están adosados a la pared los muebles que albergarán mi biblioteca. Vistas así, vacías por completo, las estanterías parecen espaciosas. Ya veremos. De momento, me limito a expresar sinceramente mi agradecimiento. En el centro de la habitación hay una estera gris pensada para proteger el parqué; sobre ella, la silla esa que he dicho antes. Tiene un aspecto tan nuevo que me da no sé qué plantar el trasero en ella. Aún falta el escritorio. El viejo, que en su origen fue una mesa de cocina, también irá al depósito. Del techo cuelga una lámpara nueva, en forma de bola, que da una luz blanca, gloriosa, redonda. Tocante a la lámpara, la Guapa ha atendido a mis deseos. Aún pinto algo en esta familia mayoritariamente femenina.

 

11 de septiembre

Se han ido todos. Se han llevado a mi alma, que es como yo considero a la perra. Una vez, no hace mucho, escribí un texto sobre ella en mi blog y uno me preguntó, al parecer alarmado, si me había dado un repente religioso. Pues no me lo había dado, pero si me lo diera, ¿qué? Me esperan ocho días de soledad. Los dedicaré principalmente al trabajo literario y a la lectura. De todos modos, esto es lo mismo que hago cuando no estoy solo. Después del almuerzo efectuaré un viaje diario con el coche cargado de libros. ¿Por qué después del almuerzo? Porque entre la una y las tres transcurren mis horas menos productivas de la jornada. Son las horas en que me suele vencer la modorra. Esta semana sacrificaré la siesta. Escrito esto, me caliento la comida. Desde hace poco más de un año me alimento preferentemente de legumbres, ensaladas, fruta, cereales y, en fin, alimentos que no hayan pasado por una máquina. Esto lo llevo a rajatabla hasta donde es posible. Prefiero estar un poco gordo a ser fanático. A lo tonto, a lo tonto, renunciando al azúcar, los fiambres, los bocadillos, los pasteles y las galletas, he perdido once kilos sin someterme a ningún martirio dietético. Bien es verdad que camino bastante. El alma me saca de casa. ¿Correr, ir a un gimnasio, comprarme una bicicleta estática? Ni loco.

 

12 de septiembre

Lleno las primeras cajas de cartón con los libros que me fueron dedicados. Los libros singularizados por unas líneas manuscritas del autor y la correspondiente firma son de una categoría especial para mí. No los solicito ni los colecciono. Me suscitan, no obstante, cierta veneración que me lleva a colocarlos en un grupo aparte. Aprovecho la ocasión del traslado para ojear lo que me escribieron algunos escritores. En 1978 entrevisté a Gabriel Celaya. Le llevé un ejemplar de su antología editada en la colección Letras Hispánicas para que me lo dedicase. Se titula Itinerario poético. El poeta escribió: «A Fernando, poeta, con la alegría de haber charlado juntos, su amigo». Y, a continuación, la firma. Rafael Chirbes me mandó por correo un ejemplar de Mediterráneos; escribió: «Para Fernando Aramburu, con gratitud por su valiente libro». Me costó tiempo descifrar la palabra gratitud. Creo que se refiere a Los peces de la amargura. También Ramiro Pinilla solía darme las gracias cada vez que me dedicaba uno de sus libros. Agradecía mi oportuna mediación, que le abrió las puertas de la editorial Tusquets; aunque la verdadera llave, como le dije un día, fue la calidad de su literatura. Enrique Vila-Matas me hizo, va para unos cuantos años, objeto de una humorada. Me envió, dedicado, un ejemplar de París no se acaba nunca en edición brasileña (Paris não tem fim). Me pareció correcto corresponder a su generosidad enviándole, asimismo dedicada, una edición en eslovaco de mi libro de cuentos No ser no duele. El padre de Félix Francisco Casanova me dedicó El don de Vorace, la genial novela de su hijo, fallecido prematuramente mientras se duchaba en su casa de Santa Cruz de Tenerife. Los libros que me fueron dedicados ocupan siete estantes. Uno se siente cordialmente acogido en el momento de adentrarse en una obra ajena dedicada. Es como si alguien saliera a recibirme a la puerta de su casa, a menudo con un abrazo; las escritoras, con un beso.

 

13 de septiembre

En el coche, un Ford Focus negro, caben diez cajas. Podría meter una más, pero entonces no habría espacio para la carretilla. Las cajas nos las proporcionó la empresa de mudanzas. No sé cuánto cobran por alquilarlas. Una mañana vino un hombre corpulento y apiló ciento diez piezas planas de cartón en un costado de la sala. Hay que montarlas, tarea harto desagradable, pues no hay una con la que no me raspe la cara interior de los antebrazos. Ocurre al despegar las solapas del fondo. Si hundo medio cuerpo para evitar la raspadura, entonces me araño con las solapas superiores. En fin, ha habido desastres mayores en la historia de la humanidad. No todas las cajas son nuevas. Algunas llevan pegatinas de usuarios anteriores. No hace falta que nadie me indique que no hay que llenarlas hasta arriba. Este error lo comete uno con ocasión de la primera mudanza de su vida, a partir de la cual queda escarmentado para siempre. ¡Cuánto pesan los libros! Aprovecho para desprenderme de alguno que otro. De pronto me doy cuenta de que, aunque viviera treinta años más, no me daría tiempo de leer todos los títulos de mi biblioteca. La conciencia de la finitud me ayuda a desprenderme sin pena de algunos libros. Me impone al mismo tiempo el apremio de releer otros antes que sea demasiado tarde. Abro Rojo y negro. Abro Guerra y paz, la poesía completa de Luis de Góngora en Aguilar, Also sprach Zarathustra. ¿Me alcanzará la vida para volver a los que mayor huella me dejaron, a los que mayor gozo me produjeron?

 

14 de septiembre

Es tan inevitable que se rompa algo durante el traslado de enseres que, antes que ocurra el primer percance, me entretengo haciendo predicciones. ¿Qué se romperá esta vez? ¿De qué objeto acaso querido deberé separarme para siempre? Y no será porque no ponga cuidado en la tarea. Que algunos libros hayan rodado por el suelo es asunto de escasa monta. Con ocasión de la anterior mudanza se me volcó un cacto precioso. Una especie de pene con espinas que casi llegaba con la punta al techo. Tenía más de quince años. Se volcó. El tiesto se había quedado demasiado pequeño. El cacto chocó contra el borde del escritorio. Se le desgajó la punta. ¿Para qué quiero yo un pene sin punta? Los cactos desarrollan unas cicatrices feísimas. En serio, no es porque lo diga yo. Tuve que sacrificar el mío. Esta vez le ha tocado al atril, un mueble de fabricación danesa, hecho con buena madera maciza. Yo lo usaba para trabajos que precisan de cierto tacto manual. Para correcciones sobre papel impreso, por ejemplo. Para dedicar libros. Para escribir las direcciones y el remite en los sobres. Para trazar esquemas de novelas. Decía Nietzsche que quien escribe sentado piensa con el culo. Yo he escrito bastante de pie, aunque me temo que también en esos casos, a la vista de los resultados, pensé con el culo. Lo cierto es que estaba orgulloso de mi atril. Confieso que no me he sabido liberar por completo de ciertas rachas de infantilismo. Pero es que los muebles los suele comprar y, por tanto, elegir la Guapa. Este en concreto lo compré y, por tanto, lo elegí yo. Total, que lo he bajado a la sala por las escaleras interiores de la casa. Con eso yo pensaba que ya estaba hecho lo más difícil. Al tratar de sacarlo a la calle, voy y le arreo un topetazo al marco de la puerta con una de las patas del atril. ¿Qué pasa? Pues que una pieza de madera se ha soltado. Miro bien y resulta que se han soltado dos, y que la segunda está además astillada. Sigo mirando; descubro que el mueble está completamente descoyuntado; que la madera es de categoría, pero los ensamblajes son obra de un ebanista chapucero o novel. Un leve tirón de aquí y de allá basta para que el atril se derrumbe bajo el peso de la caja superior. Con ayuda del martillo lo he rematado, más que nada para ahorrarle sufrimientos.

 

15 de septiembre

Al final ha faltado poco para que se me cumpliera un viejo sueño. El de tener los libros colocados en una sola fila por balda. No ha sido del todo posible. Me consuelo pensando que no he quedado lejos de verme exento del incordio de tener que sacar unos libros para coger otros, como era el caso hasta la fecha.

 

16 de septiembre

Hoy he trasladado los discos. Los de vinilo han ido a parar al sótano, bien guardados en dos cajas herméticas de plástico grueso. De momento no los puedo escuchar. La Guapa conserva su viejo tocadiscos, pero ¿dónde lo colocamos? Además, hay que juntar cables y mandangas para ponerlo en funcionamiento. Es su tocadiscos. Yo ahí no meto la mano. En las cajas se han quedado mis discos de los Beatles, adquiridos en la adolescencia, con las explicaciones de las carátulas posteriores en lengua española. Con ellos, tantas otras joyas de alto valor sentimental para mí. Mucha música clásica y bastante jazz y rock. Tuve una fase en que lo mismo escuchaba a Bach que a AC/DC. Adiós, amigos. Que la humedad os sea leve. Para los CD dispongo de un módulo de estantería, con siete baldas en total. En realidad, son dos módulos puestos uno encima de otro. Pertenecen a mi biblioteca anterior. La Guapa insistía en que los tirase. Yo, que no. Se puso tiesa. Me puse tieso. Adujo razones varias: que son feos y de aspecto barato, que no armonizan con el resto, que a mi hija mayor (argumento supremo) seguramente no le van a gustar. Llevamos treinta y tres años juntos. He aprendido a defenderme. No contraataco con argumentos. ¿Para qué, si es obvio que ella se parapeta en apreciaciones subjetivas? El punto débil de la mujer, de muchas mujeres, son los remordimientos de conciencia. La idea de haber sido injustas y de haber generado dolor e infelicidad las desmonta. No a todas, claro está; sí a la mía, que es buena y compasiva, y juzga y calibra de acuerdo con una lógica emocional. Así que meto arteramente la conversación por dicha senda, trazando de mí mismo un dibujo de hombre herido, abandonado sin su mueble en un desierto. Y mientras tanto, aprovechando que ella no estaba hoy en casa, he introducido en mi despacho las dos estanterías, les busco un sitio, pongo una sobre otra y alineo sobre las baldas mi colección de CD, perfectamente clasificada por géneros musicales. A esto, en diplomacia, se le llama hecho consumado. La victoria, sin embargo, no me sale gratis. El precio es elevado: varias tareas domésticas de realización urgente.

 

17 de septiembre

Hoy es día de traslado de revistas, periódicos antiguos, paquetes de cartas atadas con liz, archivos varios. La palabra liz, por cierto, no figura en el diccionario de la RAE. Es la que hemos usado toda la vida en casa. Mi padre, que por las tardes, después de sus ocho horas en la fábrica, encuadernaba libros para completar el presupuesto familiar, me hizo veintiséis tomos con la revista Quimera. Concretamente hasta el número 160, publicado en el verano de 1997. Fue entonces cuando dejé de comprar la revista. Mandaba a mi madre a buscarla a una librería de San Sebastián. La mujer ya no estaba en sus mejores años. No era plan. Inconvenientes de vivir en el extranjero. Pero, en fin, ahí están los tomos. Pesan, todos juntos, una monstruosidad. Las revistas sueltas representan un problema. Carecen de la suficiente consistencia como para mantenerse de pie en las baldas. Se comban, resbalan unas sobre otras, se caen. Las coloco, pues, apiladas, con el inconveniente de que para sacar una debo levantar otras. Guardo asimismo un fajo de periódicos de noviembre de 1975, cuando murió Franco. Yo tenía dieciséis años. Me pareció que estaba pasando algo importante y que aquellos periódicos me podrían servir de estímulo creativo algún día. Esto me confirma que a la referida edad ya había arraigado en mí la vocación literaria. Otros periódicos donde se da cuenta de treguas de ETA o de los atentados del 11-M en Madrid los he tirado. No se puede guardar todo. Internet hace superfluas estas hemerotecas domésticas. Las cartas son otra cosa. Tengo algunas de las que por nada del mundo deseo desprenderme. De una que me mandó Jaime Gil de Biedma siendo yo un poeta incipiente; de otra de Juan Larrea o de las que me mandaba Félix Casanova de Ayala, aún reciente la muerte de su hijo, cuya memoria el pobre hombre cultivaba con una mezcla de ternura y denuedo. Hoy se emocionaría viendo la difusión que han logrado las obras de Félix Francisco. Y están los archivos. Entre ellos, el del Grupo CLOC de Arte y Desarte, con fotos, recortes de prensa, las nueve revistas que publicamos (la última, con todas las hojas en blanco salvo la portada) y multitud de vestigios de una juventud rebelde, llena a un tiempo de ingenuidad, malicia, irreverencia e ingenio. También debo trasladar hoy el archivo de las tarjetas con la pregunta: ¿Qué opina usted de la luna? Hasta la fecha he logrado reunir 258 respuestas manuscritas, la mayor parte trazadas por manos de escritores. Algunos ya murieron: Miguel Delibes, Aurora de Albornoz, Rafael Chirbes, Ramiro Pinilla… Son un tesoro del que jamás he hecho uso interesado. La idea es formar un banco con los distintos tipos de letra de escritores y artistas de mi tiempo. Lo intenté también, hace muchos años, con políticos. Adolfo Suárez no me respondió. Felipe González, tampoco. Solo Fraga Iribarne. Ahí está su respuesta, junto a la de Chillida, Juan Marsé o Vargas Llosa. Tengo respuestas en catalán, gallego y euskera. También en francés, inglés y alemán. Fernando Arrabal se quedó con la tarjeta que le envié; me mandó una suya, más grande, con dibujos. Luis Landero me rellenó dos. Forges me dibujó uno de sus narigudos. Otros, un collage, una caligrafía, un divertido ringorrango.

 

18 de septiembre

Aún no nos han instalado la cocina. Comemos frío o calentamos los alimentos en el microondas. Fregamos los cacharros en el lavabo del retrete. Nos hacemos café con ayuda de un hervidor. Café soluble, se entiende. La Guapa aún no tiene mesa de trabajo ni apenas sitio donde colocarla. En el pasillo aún se amontonan cajas con enseres. En cambio, el señor escritor ya tiene su cuarto de trabajo en excelentes condiciones, con su biblioteca más o menos ordenada, su mesa nueva, su ordenador y dos ventanas que dan a un patio interior con hayas y una tapia revestida de hiedra. Sobre la repisa de una de ellas me vigila Mendizábal, que es como se llama mi cacto actual, redondo y gordo, provisto de unas espinas despiadadas.

 

Fotografía: Donostia / San Sebastián 2016 (Todos los Creative Commons)