Regalarse, por Juan Bautista Durán

Juan Bautista Durán / enero de 2017

(Quizá me equivoqué, no sabría decir, tantas veces me gobierna la pereza que ya es imposible valorarlo como un acierto o un error. Habría estado mejor un lugar conocido para sacar adelante el maldito artículo. Tres versiones ya, y ninguna que alcance una mínima consistencia. Que me traigan un café. Y un whisky también. El año acaba de empezar y no hay que perder las buenas costumbres.)

En los fastos navideños, o en los previos, más bien, en los fastos que las editoriales suelen organizar en las semanas anteriores, una avispada editora interrumpió al autor que presentaba para decir que su propósito al editar era que sus libros fueran regalados. Y qué frescura al decirlo, cuánta razón la amparaba. Es lo que hace la gente, aseguró, obsequiar a sus allegados aquellos libros que disfrutaron. (Omito las comillas porque está claro quién habla, no por pereza. También en este bar está claro de dónde proceden las voces: unas bellas muchachas de pelo relamido y sonrisas internacionales y unos señores de porte serio y ceño fruncido, entre los cuales bailotean las típicas mosquitas que encuentran su veranillo de San Miguel en los locales climatizados. Y cómo se ríen las muchachas. ¿Se habrán enterado de lo que dijo la editora?) Un libro es casi siempre una breve locura, una invitación a desconectar del mundanal ruido, si es que la batalla por relajarse puede librarse al margen del ruido.

La editora se agarró al micrófono con frenesí musical, a punto de cantar «regalémonos estas navidades hasta que nos duelan las manos»…, o algo por el estilo, mientras los asistentes, absortos, empezaban a preguntarse cuál fue el último libro que les regalaron y cuál regalaron ellos (yo podría responder a esto, tanto al libro regalado como al libro recibido, pero sería pretencioso. Me lo callo. Dejo que hablen las muchachas. Y de pronto es uno de los señores quien ensordece el local. ¡Un buen contacto —exclama— es la clave del éxito!). Regalémonos sin ambages, regalémonos, esto es, pero evitad regalar los libros que más os gustaron. El poder del regalo no es lo más significativo de la literatura, por más que las fechas recientes pongan esta afirmación en entredicho, un raro criterio, el punto de mira desviado; por más que sea una gozada ver un día sí y otro también las principales librerías de la ciudad llenas de gente.

Un concejal de estos pagos eligió como lema navideño que en estas fechas «la ciudad es cultura», un lema bienintencionado que acaso genere la pregunta contraria: ¿y el resto del año? (Menos mal que me trajeron el whisky y ya no escucho a las relamidas beldades ni las sentencias varoniles del otro lado, sólo las moscas, pesadas ellas como una canción machacona pegada al oído.) A la cultura habría que ponerle un impermeable para que no le echen salivazos de uno y otro lado. Una ciudad debe dedicarse a ella todo el año, no sólo en fiestas, y a poder ser calladamente, que esas tres sílabas no manen más tufillo electoral que interés por las letras, la música, los espectáculos y tantas otras profesiones que hoy caen en el mismo saco sin que nadie se lleve las manos a la cabeza (¿acaso las moscas? Una de ellas se posa en mi nariz y parece animarme a que corra la tinta. Y que lo haga en todas direcciones. Lo dice la mosca, cuidado, no yo. Que nadie piense que estoy mosqueado).

Ciertos libros están pensados para el regalo, no tanto los de la editora en cuestión cuanto los que centran la actual afición de poner imágenes tras las palabras, como si la palabra sola no pudiera trascender la mente del lector, no la pudiera abarcar y desbordar cual tormenta de medianoche, despiertos los dos bajo las sábanas, el lector y el personaje. ¿Hace falta un dibujo? ¿Hacen falta tropecientas ilustraciones para que uno se acomode y decida leer que «los conejos corrieron animosos a la madriguera con una zanahoria que en verdad era una peonza y todos iban a rodar con ella»? El lector debe acercarse a las historias con la mente abierta, dispuesto a que la lectura lo turbe, sacuda y emocione; y al final, relaje. ¿Qué es relajarse sino salirse de uno mismo, ver las cosas con la distancia que ponen los personajes? (Las dos muchachas se fueron, satisfechas de sus contactos, alguna mosca que las incomoda y se mete en su cabellera con el ímpetu de quien encontró un pozo de petróleo, y los señores que les ceden el paso, por favor, galantes ellos pese a que tendrán que seguir fantaseando junto a la barra. ¿Otro whisky?)

La editora volvió a dar el micrófono al autor, agradecido el hombre aunque con cara de circunstancias, la sensación misma de ser regalado, es decir, aplastado. «Regálenlo porque a mí me gustó», esto es, la manera perfecta de arruinar un libro. Los regalos deben servir para algo más, no para que quien los hace se autoafirme; más bien como muestra de comprensión hacia la persona obsequiada. «Sé lo que te gusta, esto te va a fascinar.» Un regalo tiene que ser sin reservas ni compromisos, sin obligación alguna, más allá de la que cada cual se genera consigo mismo. Así sucede también en la literatura. (Otro whisky, por favor.)

 

Fotografía interior: Jack Nicholson en «El resplandor»

Fotografía portada: Todos los Creative Commons (Hamish Rickerby)