Preestreno: Que grite la talega o el orinal, de Berta Vias Mahou

Nuestro número 42 quisimos basarlo en hechos reales. En él incluimos Que grite la talega o el orinal, un relato de Berta Vias Mahou que adelantaba Yo soy El Otro, novela con la que obtuvo el XXVI Premio Torrente Ballester de Narrativa y que ahora publica Acantilado. Marzo de 1963. A sus dieciocho años, el jienense José Sáez entrena en una escuela de toreros con el ánimo de convertirse en matador. Un buen día descubre que su cara, aun siendo la misma de siempre, es la de otro hombre: Manuel Benítez El Cordobés, el diestro más célebre de todos los tiempos. Sin embargo, en esta historia de espejos y espejismos no hay corridas ni toros: en tono de comedia agridulce, Yo soy El Otro habla del éxito y del fracaso, del esfuerzo y de la suerte, de la identidad y de la locura, de la auténtica fortuna y del verdadero talento.

Berta Vias Mahou nació en Madrid en 1961. Es licenciada en Historia Antigua. Ha traducido a Ödön von Horváth, Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Joseph Roth y Goethe, y es autora —entre otros títulos— del ensayo La imagen de la mujer en la literatura (2000), del libro de relatos Ladera norte (2001) y de las novelas Leo en la cama (1999), Los pozos de la nieve (2008), calificada por la crítica como una de las mejores novelas del año, y Venían a buscarlo a él (2010), Premio Dulce Chacón 2011 de Narrativa Española.

 

Sabía que se hospedaba allí. En aquel hotel inaugurado hacía tres años. Echando la cabeza hacia atrás para contemplar las ocho plantas del edificio y sus terrazas llenas de flores, José dejó escapar un silbido tan largo como la fachada. Sabía también que esa tarde compartía cartel con Antonio Molina y José Serrano, Joselillo. No tardaría en pasar por allí para vestirse de luces, si andaba por la ciudad, o camino de la arena, si es que se encontraba en su habitación. Aprovechó para mirarse en uno de los cristales de la entrada. Era un joven alto, de carnes magras, con los músculos de los brazos largos y un par de manos enormes. La nariz, recta, y la boca, grandes. El flequillo, rubio ceniza, le tapaba buena parte de la frente. Miró a un lado y a otro. Solo un ciego vendía lotería junto a una farola. Aunque hasta aquel recoleto rincón llegaba el estrépito de las tracas. Valencia celebraba sus fiestas. Y él por fin entró en el Astoria. ¿Necesita algo, señor Benítez?, le preguntó un botones. Sáez sonrió y negó con la cabeza. ¿Cómo decirle que no era el que él creía ver? ¿Cómo explicarle que iba a encontrarse consigo mismo? Estoy esperando a alguien, dijo. Si se le ofrece algo, insistió el de la doble botonadura dorada.

Si supiera quién soy y viera mis calcetines viejos, me echaba sin contemplaciones, pensó José y, tras dar unos pasos hacia la zona de espera, se inclinó sobre una mesita para coger un periódico. ABC. Sábado 16 de marzo de 1963. Ginebra Fockink. El perfecto deportista se distingue por su clase… Unas páginas más allá una rubia ahumada asomaba la cabeza por la ventanilla de un coche. Marlene Dietrich a las Fallas, decía el pie de foto. Camino de Valencia, donde asistirá a las próximas fiestas falleras… ¿Iría a los toros? ¿Se hospedaría en aquel hotel? San José. Día del padre. Para papá lo mejor… Una figura femenina le hizo detenerse. Hay algo que cede… ¡Y algo que permanece!, leyó, bajo la silueta de una joven que con los pulgares estiraba los tirantes de una prenda que se adaptaba a la perfección a su busto. La cinturilla y los tirantes de un sostén Stretchbra están fabricados con la nueva fibra elástica Lycra… José admiró la pose pícara de aquella criatura en blanco y negro. Y solo cuando un revuelo llamó su atención desde la calle, dejó el periódico y se acercó al ventanal. Un sinfín de espejitos rotos se movía allá fuera, relampagueando y lanzando destellos. Ráfagas de falleras que reían, aplaudían y daban brincos. Sáez, que comprendió lo que pasaba, se volvió.

Una risa en cascada, inconfundible, de lobo hambriento, llenó el espacio. Y el hombre de moda, en la cumbre de su fortuna, cruzó el vestíbulo, aunque al ver a José, dio un respingo y se quedó como una veleta. Sáez le observó a su vez. Era alto, de carnes magras, brazos largos y tenía unas manos enormes. La nariz, no tan recta, y la boca, grandes. Un abundante flequillo rubio le tapaba la mitad de la frente. Y percibió una titilación en el maxilar inferior de la estrella del toreo. ¿Qué era lo que tenía delante?, debía de estar pensando. Lo que tenía delante era un yo igual al suyo. Y lo miró bien. Era guapo. Tenía buena planta. Y unas manos aún más grandes que las suyas. Esas manos… ¡Son para entrar a matar! Y, levantando las suyas, las miró como si ya no fueran suyas. No será usted torero, ¿verdad? Soy albañil, contestó su reflejo. Como yo antes, murmuró el que ya consideraban el primero entre todos los cordobeses. Y adivinó un pasado parecido al suyo, de miseria, de hambre. Pero respiró aliviado. Al menos, no pertenecía al mundo del toro, aunque con aquella cara… Con aquella cara le imaginó un futuro como el que a él se le estaba convirtiendo en presente.

Noches en hoteles de lujo, banquetes y juergas interminables, rubias, morenas y pelirrojas enamoradas en cada esquina… ¿Y si lo que quería era llegar a pertenecer a ese mundo? Soy albañil, repitió el apócrifo, pero… No terminó la frase. Ambos, tanto el original como el ilegítimo, se volvieron. El apoderado del de Córdoba, un hombre alto, de mirada inteligente, bajo unas cejas enmarañadas, acababa de entrar, dando zancadas con un billete de lotería en la mano, aunque de pronto se detuvo en seco. ¡Qué veo! ¡Dos Manolos!, exclamó. El verdadero apretó las mandíbulas y endureció la mirada, mientras la copia esbozaba una sonrisa cada vez más amplia. Difícil decidir cuál es el auténtico y cuál el postizo… Calla, ordenó Benítez I, e hizo un movimiento brusco. No te alteres, dijo el representante, convencido, gracias a aquel gesto y a aquella palabra, de quién era su representado. ¿Por qué no vamos al bar?, propuso. Allí estaremos más cómodos… Soy albañil, repitió Benítez II mientras avanzaban. Aunque he hecho ya mis pinitos como novillero… El flequillo, indomable como el del legítimo, se columpió en su frente. Remató la faena con una carcajada que al otro le debió de helar la sangre.

Era como escucharse a sí mismo. Aquel joven no solo era casi idéntico a él, sino que además tenía el eco en las tripas. En el bar no había nadie, ni siquiera atendiendo la barra. ¿Con qué nombre toreas?, preguntó el que había nacido en Palma del Río. Y recordó algunos de los apodos que él había ido dejando por las cunetas. El Renco. El Ciclón de Palma. El Cosmonauta, porque desde hacía unos meses estaba en órbita. Y Kennedy, porque decían que parecía americano. O El Rubio. El Despeinao. El Pelucón. El Melenas… Me llamo José Sáez. Para servirles, se presentó el amañado Benítez. Tiene mi tipo, debió de decirse El Pelucón. Y quiso presumir. Dentro de poco me marcho a Francia. Mi presentación será en Toulouse, anunció, pero se le torció el gesto. Era más joven que él. Unos siete u ocho años. Tendría dieciocho, aunque según desde qué ángulo lo mirase, resultaba más joven o algo mayor. Por una puerta, detrás de la barra, salió el camarero y, al ver al pseudo Benítez, sonrió. José volvió a reír, mientras el fidedigno escondía el rostro, agazapándose tras su representante, que aprovechó para murmurarle algo. Y Benítez El Viejo invitó a Benítez El Joven a subir a su habitación.

Allí estaremos aún más cómodos, explicó, aunque, camino del ascensor, el calco pudo ver cómo El Ciclón de Palma seguía ocultando el rostro. Usted tampoco es de aquí, aventuró El Renco al salir del ascensor. El apoderado se adelantó para abrir la puerta de la habitación. Entraron en la suite y José trató de disimular su asombro. Soy de Jaén, contestó, tirándose de la camisa como quien viste la ropa de otro y no acaba de sentirse cómodo. Nací en El Fontanar, a cinco kilómetros de Pozo Alcón… En un amplio salón con las ventanas cubiertas por ricas cortinas, dos asientos tapizados con un tejido del color de una perla enmarcaban una segunda puerta que daba acceso al dormitorio. El traje de luces, celeste claro y oro, yacía sobre la cama. Tal vez quieras hacer de mi doble cuando a mí no me apetezca torear o esté de resaca, aventuró El Despeinao. Y se sentó. Pero nada de estratagemas, añadió, e invitó a José a tomar asiento. Hagamos una prueba. Ahora, mientras yo me visto para ir a torear, sales a la calle y me libras de los seguidores… ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Solo bajar para que me vean?, preguntó Sáez.

En efecto. No será nada del otro mundo, contestó el otro y, levantándose de un brinco, rodeó el asiento y se acercó al oído del apoderado. Vigílalo, le pareció entender a José. Y si es necesario, esa cara se la quitas de la cara… Después, volviéndose hacia su remedo, continuó: Pero si esta tarde salgo de esa plaza a hombros, con naranjas y flores de azahar en los brazos, tú desapareces. Voy a enloquecer al público. Dicen que empeñan hasta los colchones para poder ir a verme. Vienen actores del extranjero solo para arrojarme pañuelos y que yo los bese. Y las mujeres me lanzan prendas de las que ahora no voy a hablar… José imaginó a la Dietrich entre el público, ajena a los delirios del héroe. Me suplantarás solo si salgo de allí con el rabo entre las piernas. Ah, y en las escenas de riesgo en las películas… El representante sacudió la cabeza. ¿Qué tal se te da montar a caballo?, prosiguió el de Córdoba, y se volvió a sentar, abriendo mucho los muslos. Muy bien, respondió José, con no menos seguridad. Soy hombre de campo. Conozco a los animales… ¿Y caerte de la montura? Nunca me he caído, pero puedo intentarlo, contestó Sáez, provocador. Y se levantó para ir a probar fortuna con lo de suplantarle en la calle.

El Cosmonauta se puso también en pie y, dando palmadas, gritó: Vamos, vamos, que me tengo que vestir. ¿Dónde está el mozo? Y entró en el dormitorio, quitándose los pantalones. Sáez se disponía a salir cuando se chocó con un grupo de personas que se le quedaron mirando. Pero, ¿adónde va? ¡Si se tiene que vestir! Eran los fieles que venían a la ceremonia en la que el mozo de estoques viste al novillero. El apoderado agarró a José de un brazo y lo arrastró hasta el dormitorio. Y, dejando atrás al famoso, en calzoncillos, sacó al de El Fontanar por otra puerta que daba al pasillo. En el ascensor, apretó el botón, cruzó los brazos y volvió a sacudir la cabeza, pero, en el último momento, rebuscó algo en uno de los bolsillos de su chaquetón y, sacándolo rápidamente, al tiempo que murmuraba, se lo alargó a aquel saltabarrancos. Tengo la agonía, la muerte y las mamellas, voceó el lotero en la calle. Unos metros más allá una gitana exuberante vendía ajos. Las ristras colgaban de su cuello y de sus muñecas. ¡Para la gripe!, gritó, sacudiendo los rosarios. ¡Para el reuma! Las cáscaras crujían como si fueran sonajeros de papel. ¡El Cordobés!, chilló al ver al jienense. ¡El Cordobés otra vez!

José avanzó y un coro de voces femeninas le felicitó. ¡Manolo! ¡Eres el más grande! Cada día más joven, requebró la gitana. Pero… ¡Qué digo! Cada día no. ¡Cada minuto! Y, acercándose, le ofreció un collarón. ¡Para la suerte en toda suerte de suertes! Sáez hizo un gesto para rechazar el obsequio, pero la mujer, bamboleando sus faldas, se lo lanzó a la cabeza y ensartó el abalorio como si el de Jaén no fuera más que un caliche. En torno a él vibraba ya un remolino. El grupo de falleras se le vino encima, zumbando como un enjambre, entre rumores de camisa loca y nubes de oro. ¡Un autógrafo, maestro! ¡En la banda, Manolo!, gritó una de las más bonitas, con unos ojos muy claros, casi transparentes. ¡Que te firme en el escudo, Mari Luz!, sugirió otra que olía a aceite de neroli y tenía la piel tan blanca y tersa como su flor, la del naranjo amargo. La de los ojos de aljibe limpio sonrió y señaló uno de sus hombros. ¡Y a mí!, gritó una tercera de cabellos negros rizados y enormes ojos azules, mientras la cuarta, con la carita alfombrada de zarzas y flores silvestres, guiñando un ojo a José al tiempo que acariciaba los bulbos de su collar, murmuró: Al entrar ibas muy serio, Manolo. Más engreído. Más dios…

José dudó. ¿Cómo iba a firmar con el nombre de otro? Si no sabía cómo lo hacía. Estamparía un garabato. Al fin y al cabo era lo que hacían la mayoría de los toreros. Aquí, insistió otra fallera de ojos oscuros con los cabellos rubios, húmedos y tirantes, como semillas verdes, e indicó un punto en mitad de su delantal. A él le pareció que la sangre en las venas le abría mil bocas. ¡Aquí, Manolo!, exclamó otra con cara de ombligo fresco y ojos de uva morada que, riendo, señaló su escote, allí donde no había camisa, ni jubón ni banda alguna que lo cubriera. Hay algo que cede. ¡Y algo que permanece!, recordó José, embelesado al ver tantas mujeres como hadas benditas libando a su alrededor, cuando por el aire apareció un instrumento alargado, que refulgió y se detuvo ante él. Sonriendo, cogió el bolígrafo que le ofrecían y trazó un arabesco sobre la tela del delantal que cubría la falda de una y después uno muy similar en la carne morena de otra, cuando el ciego volvió a cantar. ¡Tengo las mamellas, la agonía y la muerte! El representante del Rubio se fue hacia él, dispuesto sin duda a llevarse toda la agonía y toda la muerte, para que no volviera a nombrarlas.

Ni los billetes que terminaban en 99 ni los que lo hacían en doble 0. Que grite la talega o el orinal, debía de estar pensando. El rosario o la revolución. O las mamellas, que acaban en 88. Pero las otras dos terminaciones, con aquellos remoquetes, no se debían pregonar jamás ante un torero ni delante de su apoderado. Aquello era tentar al destino. Y en el mundo de los toros hasta a la suerte hay que engatusarla con dinero y oropeles. Mirando a José, se puso a gesticular. Que se subiera al coche de El Cordobés, un Mercedes espectacular, aparcado a pocos metros, interpretó el jienense, que, sintiendo que muchos dedos le rozaban y que perdía botones o se le quedaban bailando, consiguió llegar a la altura del vehículo, aunque no se subió, sino que echó a correr. El collar de ajos restalló como una cadena de suspiros y varias cáscaras se le colaron por el cuello de la camisa. ¡Tengo la agonía y la muerte!, volvió a gritar el ciego. Sáez se detuvo para ver lo que dejaba atrás. Las jóvenes, con las mejillas al viento, le seguían, sin correr, mientras el apoderado se inclinaba sobre el lotero. Hágame un favor. No vuelva a cantar hoy esos números, debía de estar diciendo, mientras de uno de los bolsillos de aquel chaquetón que parecía la Fábrica de Moneda y Timbre extraía otro fajo de billetes.

El ciego levantó el rostro, sonrió al vacío y cerró el puño. José abrió el suyo y con la otra mano planchó varios billetes grandes de color verde. Por unos autógrafos y una carrerita de nada tenía allí el sueldo de varios meses como albañil. Toma, y que no te vuelva a ver, le había dicho al salir del ascensor el hombre que firmaba los contratos de Benítez. Dedícate a cualquier cosa que no tenga nada que ver con el toro… A Sáez aquellas palabras, junto a la humillación de la limosna, aun siendo espléndida, le habían hecho sentir una punzada de rabia. Pero ahora se creció, por más que huir de un grupo de mujeres con un collar de ajos al cuello no fuera lo que se dice hacerse valer. Con este dinero lo conseguiré, se dijo, contemplando el avispero de vírgenes cubiertas de oro. ¡Se van a enterar esos de quién soy yo! Con esto me compro un traje de luces, pensó, apretando de nuevo el puño. Se acabó lo de torear de salón… E imaginando cómo sería, se dio la vuelta y de nuevo echó a correr. ¿Tabaco y oro? No. Nazareno y oro. Y recordó los pequeños tallos rebosantes de minúsculas flores moradas que surgían por los campos allá en su tierra en el mes de mayo. Procesiones enteras de diminutos capirotes, llevando el oro de la lluvia y del sol en andas.