Escritor, y sin embargo, persona, por Sergio del Molino

Esta semana se me ocurrió comentar en mi muro de Facebook lo incómodo que me hacían sentir las hogueras de inquisidores que llevaban años prendiendo en torno a la figura de un escritor español muy famoso que acaba de sacar nuevo libro, lo que provocó varias reacciones esperables y alguna que otra extemporánea. La cuestión era que en ciertos ambientes ha cundido el lugar común de llamar franquista a ese escritor, basándose en una lectura absolutamente torticera, prejuiciosa e indocumentada de sus libros, y discutía sobre la diferencia entre la crítica y la difamación. A mi juicio, se está incurriendo en lo segundo, o en algo más parecido a lo segundo que a lo primero.

No reproduciré aquí ese debate, por eso ni siquiera nombro al escritor en cuestión, sólo quería apostillar varias reacciones muy típicas. La primera tiene que ver con el corporativismo, uno de los reproches que se me hicieron. Es decir, que cuando un escritor habla en favor de otro, no lo hace porque se lo pide el cuerpo o porque le da la gana, sino por un sentimiento gremial de autodefensa. Se deslegitima así el alegato del defensor y se cuestiona su moralidad: lo hace para salvar su culo, para que le paguen los servicios prestados, a saber cómo le untan. El ataque, al revés que la defensa, tiene mucho prestigio. Estoy convencido de que si me hubiera unido al coro de denuestos en vez de situarme en contra, nadie habría encontrado nada sospechoso en mi actitud, aunque pudiera haber motivos personales en mi ataque (envidia, celos, rencillas íntimas, me robó la novia, qué sé yo). A priori, es mucho más sospechoso el ataque que la defensa, pero en los ambientes literarios sucede al revés: los difamadores tienen aura de independientes, incorruptibles, honestos y francos. Los que defienden a otros son casi siempre cortesanos, lameculos, interesados y trepas.

Otra reacción tiene que ver con el que-se-joda. Varios comentarios insistían en que no había que compadecerse del escritor, pues tiene mucho éxito y debe aceptar con deportividad esas campañas. Habría que decir que nadie que no tenga éxito puede ser víctima de una campaña así. La difamación se ejerce sobre personajes relevantes. Sin fama, no cabe la difamación. Por tanto, ese que-se-joda es extensivo a cualquier persona que destaque, merecedora, por el simple hecho de haber destacado, de cualquier insulto e infamia que se le quiera verter.

Esto tiene relación con la despersonalización de las personas públicas, valga la paradoja. Yo mismo lo he comprobado en las redes sociales: no se concede derecho de réplica al personaje público. Hay gente que no te percibe como una persona, sino como una sombra platónica, una marca, una figura que interpreta un papel y ni siquiera habla en su nombre, sino que representa los intereses de otros (y ahí se abre la espita conspiranoica). En el fondo, un payaso al que se le pueden lanzar tartas. Si no te gusta que te insulten, no escribas en público, dicen. Lo grave es que son los mismos que insultan los que se excusan a sí mismos. Juzgan y condenan a todos, pero ellos están libres de toda responsabilidad, como si el insulto no hubiera salido de sus teclas. Cuando me meto en estos barros, no faltan las voces que me aconsejan que me retire: ¿por qué les contestas?, me dicen. Pasa de ellos, no son nadie, no les des bola. Una escritora también muy famosa replicó en un hilo de Facebook: “Coño, contestamos porque somos humanos”. Y esa es la clave de bóveda que nadie parece ver y que a mí no me da la gana obviar: cualquier persona es sensible a la opinión ajena, incluso cuando son berridos y frases agresivas llenas de faltas de ortografía. Ignorarla, incluso ignorarla deportivamente, puede ser una forma de dar la razón a quienes niegan la humanidad de los difamados y creen estar atacando símbolos, voces de su amo o patitos de una caseta de feria. No está mal que de vez en cuando alguien reaccione a lo Fernán-Gómez. A la mierda.

Y, de fondo, la cuestión del pecado original. Se reprocha a ciertos escritores ser los sostenes del establishment, como si el establishment no tuviera sostenes ya bastante sólidos como para tener que recurrir a unos escritores que, si marchan a favor de ese statu quo, puede ser también por convicción. Oportunistas habrá, como los hay en todas las profesiones. Trepas, deshonestos, traicioneros, hipócritas. De eso hay en mi oficio como en todos los demás. Los escritores somos personas iguales a la sociedad en la que vivimos, y entre nosotros se puede encontrar todo el catálogo de miserias y grandezas que adorna a los humanos. Pero me cuesta creer que alguien emprenda y construya una obra literaria, que es el esfuerzo de una vida, que supone miles de renuncias, que despierta incomprensiones, cabreos familiares y divorcios, que conduce al fracaso y a la amargura con muchísima facilidad, por razones tan espurias como el lucro, trabajarse un puesto en un gobierno o congraciarse con un rector de universidad. Y si alguien tiene esas motivaciones como ariete principal, desde aquí me permito llamarle imbécil, pues hay formas mucho menos costosas, agradecidas y rápidas de alcanzar esas metas. Elegir la literatura para hacerse rico o ser ministro es como cruzar el Himalaya a pie en vez de viajar en avión.

Y quien piense que alguien invierte años y más cosas importantes en escribir libros con el único propósito de halagar al presidente de un gobierno o de un círculo de empresarios, es, como poco, un ingenuo. Como ingenuo es pensar que un escritor, por muchos lectores que tenga, por mucha influencia que alcancen sus tribunas de prensa, por muy alto que lleguen sus opiniones y sentencias, tiene alguna capacidad para transformar nada. Mi madre, que no es una persona iletrada, y a quien debo el vicio de la lectura, se refiere a Javier Marías como Mariñas. Y mi madre tiene en su casa libros de Mariñas, digo Marías. Esa es la influencia de los popes de la cultura, a duras penas logran que sus propios lectores se queden con sus nombres. El tiempo de los intelectuales ya pasó. Tal vez por suerte. No, definitivamente: por suerte.

 

Fotografía: Todos los Creative Commons Ricgonmen