Escritores sin pensión, por Sergio del Molino

Se armó una gorda (o una mediana, que en países menos histéricos que el nuestro sería gorda) cuando el Parlament de Cataluña publicó el patrimonio de sus diputados y se descubrió que el cantautor (y autor literario, con novela en Seix Barral editada en 2014) Lluís Llach tenía 9,4 millones de euros. Luego se corrigió esta cifra. A alguien en el Parlament se le había ido el dedo y el patrimonio de Llach, incluyendo sus propiedades y sus dineritos, era de más o menos un millón. No importaba, porque la trituradura cuñadista ya se había puesto en marcha y no se detendría. Llach era culpable. ¿De qué? De ser rico. El cuñadismo no perdona que a un titiritero, alguien que es poco más que un pelagatos, un medio vagabundo con guitarra y sin oficio ni beneficio, le vayan bien las cosas. No lo aguanta en los afines, que pueden estar disculpados porque son gente que viste bien y venía ya rica de nacimiento, pero, si encima es un enemigo político, rabia y patalea y berrea como si le fuera a estallar la aorta.

Yo no entiendo qué tiene de malo que alguien que lleva cincuenta años vendiendo discos y llenando auditorios encare la vejez con algo más que desahogo. Su fortuna procede de la explotación de su talento, que ha sido bien recibido por el público, que ha estado dispuesto a comprarle muchos discos y muchas entradas. No veo qué reproche se le puede hacer, de verdad. Este país tendría que mirarse alguna vez esa fobia al artista rico.

Porque mientras unos cuantos se tiraban de los pelos y le deseaban a Llach un secuestro con sicarios, nadie comentaba otro asunto que nos retrata mucho mejor: los escritores mayores a los que el gobierno quiere dejar sin libros o sin pensión. Veréis, desde el año 2012, según denuncian la Asociación Colegial de Escritores, la SGAE, Cedro y algún organismo más, el Ministerio de Trabajo obliga a los escritores mayores de sesenta y cinco años a renunciar a su pensión si los derechos de autor que perciben por sus trabajos superan el salario mínimo interprofesional. Es decir: o siguen publicando o cobran la pensión. Las dos cosas, no.

No se trata sólo de la situación de precariedad con la que muchos escritores llegan a la edad de jubilación, sino de que para entonces, algunos están en su mejor momento creativo, reciben premios, tienen más público y, por supuesto, más prestigio. Autores en perfecta forma y con muchas cosas por contar aún tendrán que conformarse con escribir cuentos para sus nietos si no quieren perder la pensión.

Lluís Llach es la excepción a un panorama artístico y cultural desolador. Músicos, actores y artistas de todo tipo que han levantado carreras creativas a fuerza de trabajo, que se han ganado un público y han aportado cosas importantes al acervo de su cultura, llegan a los sesenta desamparados. Algunos, al borde de la indigencia. Por vergüenza, no lo cuentan, pero España es campeona en dejar a la intemperie a personas relevantes del mundo cultural. Ahora, por lo visto, también quiere quitarles la pensión. La misérrima pensión que cobrarán.

Pero esto no merece un comentario indignado en una red social. Esto no merece un linchamiento. Nadie se encara con la cuenta en twitter del Ministerio de Trabajo para que explique qué pasa con esta cuestión. Ojalá hubiera muchos como Llach. Ojalá todos los que han hecho algo significativo en la escena cultural llegasen a los sesenta y cinco sin preocuparse de contar las habas. Quizá sea eso lo que les jode: que quisieran vernos a todos mendigar o congelarnos en un piso sin calefacción. En castigo por toda nuestra maldad, por no ser gente de provecho y no habernos dedicado a la especulación inmobiliaria o a vender acciones preferentes a los ancianos analfabetos, como toda la gente de bien de este país.

Mientras tanto, en Canadá, el nuevo primer ministro ha anunciado que duplicará los fondos gubernamentales destinados a cultura. Igual que aquí. Igualito.

 

(La fotografía figura en la web de la Asociación Colegial de Escritores.)