Víctor Balcells Matas: «El espíritu bufonesco en mí ha muerto» (Una entrevista de Gaizka Ramón)

El viernes al mediodía, Cataluña le declaró la independencia a España. Por la tarde, fuimos a jugar. Un último salón recreativo sobrevive en Barcelona como lugar eminentemente nostálgico para celebrar el ocio de otro tiempo. Allí le planteé una conversación muy extensa sobre literatura y tecnología al escritor Víctor Balcells Matas, nacido en 1985 en la ciudad condal.

De la mano de la editorial Delirio, Balcells Matas debutó en 2010 con Yo mataré monstruos por ti, un libro de relatos que cosechó un notable éxito comercial y fue su acceso directo a la arena de las antologías. Su deformación de la experiencia amorosa, a la vez disparatada y culturalista, tan pronto transcurre en polígonos industriales y refinerías como en filmotecas, librerías y facultades de filología, y tan pronto incluye citas en alemán a Hölderlin como nos habla de la silicona en los pechos de Jenna Jameson. La vieja fórmula de los contrastes (lo erudito y lo pop, lo trascendental y lo mundano, lo sensiblero y lo solemne) es un mecanismo al que Balcells Matas supo sacarle partido. Tres años después publicó en Ediciones Alfabia Hijos apócrifos, una extensa novela coral sobre la búsqueda del padre y las vilezas del mundo literario que se hizo con el premio Nuevo Talento Fnac 2013 y quedó finalista del Festival du Premier Roman de Chambéry. En abril de 2017, volvió a Delirio con Aprenderé a rezar para lograrlo, finalista del Premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España. En esos once nuevos relatos da continuidad a ciertos elementos —entre ellos la infancia, la familia, la melancolía, el riesgo estilístico o el gusto por las citas— pero introduce un fuerte giro tecnológico. Esa renovación temática pone en primer plano nuestra relación con las pantallas y, en particular, con los videojuegos e Internet.

«Nunca me han gustado», comenta al pasar por las máquinas de Mortal Kombat y Time Crisis, junto a las motos de plástico y los volantes de fórmula 1. Es su primera advertencia de que el universo gamer no debe reducirse a los clichés. De los muchos aficionados a los videojuegos que conozco, Balcells Matas es el más teórico. Si en las conversaciones literarias se presta a una elucubración infatigable, al hablar de Minecraft o de Cities: Skylines no renuncia a esa voluntad analítica, que cobra forma en reflexiones narratológicas sobre un juego protagonizado por una cabra o en disquisiciones sobre si la disposición de los píxeles en la pantalla es producto de la filosofía atomista. De todas estas cuestiones, entre lo autobiográfico y lo abstracto, charlamos un par de horas.

Al intentar trazar el arco literario que forman tus tres obras, he pensado que algunos de los cuentos del nuevo libro podrían pertenecer al primero. ¿Estarías de acuerdo? ¿Cómo ves hoy Yo mataré monstruos por ti?

Sí, decidí empezar el último libro con cuentos que me parecían más rápidos, con una temática más genérica —el juego— y con el estilo propio del primer libro. Ese estilo tendría que ver con hacer personajes esquemáticos, simbólicos, potentes dentro de una trama pequeña, en lugar de hacer cuentos con personajes profundos y tramas desarrolladas. Sobre mi opinión general de Yo mataré monstruos por ti, creo que cualquier libro escrito hace siete u ocho años tiene cosas que a su autor le resultan extrañas. Hay cosas que no me gustan, porque están demasiado lejos de lo que yo soy ahora, y cosas que me siguen gustando y que he intentado conservar. Por ejemplo, me gusta su frescura en el tono, en el estilo y en la forma. Lo veo poco encorsetado, que es algo que luego me ha preocupado bastante. Otra cosa que me gusta es que reduce mucho la trama para aumentar el lenguaje poético, lo lírico. Hay una disposición de las frases a veces casi versificada. Eso lo conservo en los cuentos nuevos, pero claro, son aspectos muy generales. Digamos que me gusta por el momento en el que fue escrito.

¿Has mantenido los mismos referentes en Hijos apócrifos y en Aprenderé a rezar para lograrlo?

Sí, aunque he incorporado otros más clásicos. En los primeros libros me gustaban mucho más los escritores raros, festivos, humorísticos o enrevesados en su forma de hacer los libros, no canónicos. Gombrowicz, por ejemplo. En los últimos dos libros, la lectura tardía de autores que me impresionaron mucho, como Proust o Flaubert, atemperó los excesos de Yo mataré monstruos por ti hacia un estilo donde quizá los personajes tienen más profundidad psicológica y la trama se desarrolla en un tiempo y un espacio más definidos, mientras que antes todo era más abstracto y difuso. Imagino que hay una evolución a lo largo del tiempo. Uno incorpora y desecha cosas. Entre las que he desechado creo que estarían el exceso de romanticismo y los personajes objetuales. Podría seguir optando por ellos, pero ya no me interesan.

Ya que hablas del romanticismo, quería preguntarte por la vivencia amorosa, que es central en Yo mataré monstruos por ti. ¿Por qué se diluye en los siguientes libros?

En ese momento había una serie de temas e historias que me interesaban. Muchos tenían sustrato autobiográfico, pero cada vez que intentaba escribirlos salían cosas extremadamente narcisistas. Opté por conservar ese personaje narcisista, que es la voz en primera persona, pero meterlo en contextos cómicos o disparatados. No se puede decir que el narrador de Yo mataré monstruos por ti ame a personas, sino a objetos de deseo muy delirantes.

Todos los relatos de Aprenderé a rezar para lograrlo están escritos en primera persona. ¿Los narradores son una especie de trasunto tuyo o es solo una decisión formal? ¿Qué opinas de la autoficción?

Casi ningún personaje es propiamente real, son todo mixturas. Me resultaría difícil decir si he escrito ficción o no. Hay algunos relatos que no podría decir que he vivido, y hay otros con personajes y acontecimientos que he vivido o que existen. La elección general de la primera persona, esa impresión de que hay un narrador que lo vive, tiene que ver con la intención de que mis libros de relatos tengan un mínimo sentido unitario. Me gustaría que se entendiera que el narrador es el mismo. Cuando no lo es, está marcado. Respecto a la autoficción, diría que la industria editorial, igual que otros gremios, crea ficciones ideológicas. Creo que la autoficción es una entre otras muchas. Cuando trabajaba como editor, se decía que ya no se podían publicar libros sobre el Holocausto porque se habían publicado muchos. Estaba de moda tal cosa y no tal otra. Entiendo que ahora se hable de la autoficción, porque hay bastantes jóvenes que escriben sobre sí mismos en primera persona, pero el propio término, o la categoría de ficción, me parecen absurdos. Cuando uno se pone a escribir literatura, entiendo que sus cuentos son abiertos, no va a relatar paso por paso lo que ha vivido y, aunque lo hiciera, sería una forma literaria abierta. No creo en esos grandes paradigmas. Mucho menos en los que se plantean en el presente.

¿No te ha interesado ninguna propuesta en esa línea?

Me interesan mucho los escritores que utilizan el yo no para hablar de sí mismos sino para hablar de otras cosas, al estilo de Sebald o Carrère. Ese tipo de yo es el que más me interesa. Si se trata de un escritor puramente autobiográfico, dependerá del contenido de su vida y del estilo. En principio, lo fundamental para mí sería cómo está escrito y de qué habla.

Sé que Knausgård te decepcionó. ¿Por qué?

En la contraportada se hablaba de equivalencias a Proust, cuando estilísticamente no tienen nada que ver. Lo único que tienen en común es que han hecho una saga de novelas autobiográficas muy larga. Desde cualquier otro punto de vista me parece absurdo compararlos, como expliqué en una reseña. Es un ejemplo de las creaciones de la industria editorial: la propia faja ya generaba la idea de que eso era lo que se llevaba.

En cambio sobre Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, tienes una opinión favorable.

Sí, me gustó mucho. Hay un interés general por la figura del padre y, en un momento dado, leí bastantes libros al respecto. De todos ellos, me pareció que Tiempo de vida conjugaba intensidad, análisis psicológico desde un punto de vista subjetivo y un tratamiento contenido del tema. Esto último es algo que considero esencial a la hora de tratar una relación subjetiva con tanto ascendente desde un punto de vista personal.

Casualmente, al hilo de la autoficción, hemos llegado al segundo tema que a mi juicio es central en tus libros. El primero, ya mencionado, es la experiencia amorosa. El segundo, en mi lectura, es el padre. En Yo mataré monstruos por ti asomaba por momentos, pero en Hijos apócrifos se disputa la médula de la novela.

Claro. El padre —como figura abstracta, no mi pobre padre, que bastante tiene con leer lo que escribo— me parece un objeto de estudio que puedo desarrollar. Por el tipo de vida que he tenido y hasta dónde he llegado en el conocimiento de las relaciones paterno-filiales, creo que puedo aportar algo interesante al respecto. Siempre lo he considerado un tema sobre el que necesitaba escribir. Y creía además que podía hacer literatura sobre ello. Dicho eso, más que concretamente sobre la figura del padre, yo hablo de una figura arquetípica del poder represor en general. Cuando aparece un padre, incluso sin artículo delante, enunciado como «Padre», me imagino una figura fantasmal, gigantesca, que es opresora del individuo. En ese sentido, se puede ver como un individuo en concreto o también en abstracto. En muchas de mis tramas se pueden entender las relaciones entre el padre y otros personajes que interactúan con él como movimientos simbólicos. Es un estudio de las relaciones de poder, que son extrapolables a otras situaciones aparte de la familiar. Además, es una visión parcial del Padre centrada específicamente en determinados aspectos del arquetipo, pero no todos.

¿Tú intención en Hijos apócrifos era explorar eso?

Hijos apócrifos no es una novela de ideas, ni tiene un gran principio ético. Es una novela que considero bufonesca. De hecho, a medida que avanza el texto, se incrementa ese componente. Creo que su valor está en las pequeñas escenas: hay microtramas, microéticas y micromomentos en los que se aproxima a cuestiones generales de forma muy concreta. Creo que en la lectura de ese texto, que es muy caótico desde todos los puntos de vista —porque tiene cuatro partes, muchas voces y personajes—, no se llega a ninguna conclusión sobre el tema del padre. Simplemente se pone de manifiesto la posibilidad de que las relaciones familiares o interpersonales sean exclusivamente relaciones de poder. Esa novela se plantea como si eso fuera así. Otros elementos, como la empatía o el amor, no entran en juego. No digo que esa sea la realidad. Por eso es una novela bufonesca: porque exagera las relaciones de poder y porque está inserta en el mundo editorial, que era lo que conocía en ese momento. No lo volvería a hacer, por supuesto. Y diría que su principal interés es el estilo.

¿Cuál ha sido tu experiencia con la industria editorial?

Trabajé tres años como editor de mesa —y en general, hombre para todo— en una editorial dedicada a publicar literatura del siglo XX y XXI. Al margen de los conocimientos técnicos adquiridos en un gremio del que, por otro lado, he dimitido, el trabajo editorial me sirvió precisamente para desmitificar el propio trabajo editorial. En los tres años que duró esa etapa, no hubo escritura de interés en mí y eso hay que notificarlo: graves problemas a la hora de armonizar creación con edición. Ahora, aunque mi opinión sobre la industria editorial se encuentra debilitada porque, en definitiva, fui explotado —como muchos otros— y mandado principalmente (pero no totalmente) por ignorantes que solo pensaban en el dinero, mi relación con el mundo editorial no solo se ciñe al ámbito laboral ni a las grandes editoriales. He tenido la suerte de poder publicar literatura con editoriales pequeñas muy bien gestionadas, con un discurso propio y un catálogo coherente y personal. Es el caso de Delirio, dirigida por Fabio de la Flor, editorial amada, con excelente catálogo, cuyo discurso e ideas acerca del sector merece la pena rescatar siempre. También he tenido una muy buena experiencia con Can Editions, magnífica editorial secreta centrada en publicaciones delicatessen relacionadas con el mundo del arte contemporáneo. Cuanto más pequeño ha sido el lugar, menores las ambiciones monetarias y mayor la proximidad personal y la disposición para la libertad creativa, mejor me ha ido como autor, o mejor me he sentido tratado, y más felices hemos sido todos juntos. Siempre que he apuntado o trabajado para editoriales mayores: decepción —hasta la fecha—.

Acostumbrado al relato corto, ¿cómo fue la experiencia de construir un texto tan extenso?

Si la pudiera reescribir, la reduciría a menos de la mitad, porque ya no hay en mí ese espíritu bufonesco que había entonces y que creo que había que celebrar, ya que escasea en la literatura española. De hecho, en mí ha muerto. Creo que en mucha gente muere. En cualquier caso, claramente tengo más facilidad para escribir relatos, por una sencilla razón: en el largo recorrido hay que manejar muchos elementos y yo he tenido precisamente esa carencia. Como la ambición en ese momento era máxima y desmedida, requería muchos esquemas, gráficos, etcétera. Se planteaba un problema muy básico: quería escribir algo muy largo habiendo hecho, en general, solo textos muy cortos.

Me gustan mucho tus diálogos porque no son del todo naturales. Hay una imitación defectuosa de la oralidad que los hace muy vivos, a veces disparatados.

Respecto a los diálogos realistas, uno de los escritores que más me gusta es Ferlosio en El Jarama, donde hay gente del campo hablando de sus cosas. Es costumbrista, pero suena muy bien. Cuando yo enfrento los diálogos e intento reproducir la naturalidad, lo que he observado es que, en general, si se utiliza la puntuación ortodoxa, en principio no salen bien. Creo que los buenos diálogos deberían utilizar una puntuación no ortodoxa, que se salte todas las reglas y ponga las pausas en sitios inesperados. Ese tipo de trucos pueden hacer que alguien que no sabe escribir diálogos (como es mi caso) consiga cosas interesantes. En el fondo, no sé hacerlo. Siempre llevo los diálogos a lo extremo, a situaciones de enfrentamiento, de polaridad.

Eso me hace pensar en tu concepción de la conversación y la comunicación, en cuyo fondo creo que aludes a la incomprensión. Una de mis escenas favoritas de Hijos apócrifos es una cena de dos personas en la que el invitado empieza a cambiarse de silla frenéticamente para simular ser media docena de comensales distintos, como un ventrilocuo. En «Risk», un relato de Aprenderé a rezar para lograrlo, el narrador dice: «Entro en la cama pensando en lo poco que me gustan las cenas en grupo. Siempre hay alguien que domina la situación, alguien que formula preguntas sin esperar respuesta y que guarda falsos silencios a la espera de meter mano allí donde sea y como sea». ¿Lo suscribes?

Cuando estoy en una mesa con más de cuatro personas, no puedo hablar. Mi opinión sobre la comunicación humana es que es dificultosa y que pocas veces se da en el día a día. El 80% de las conversaciones son de carácter diplomático y para mí tienen un valor muy falso, en el sentido de que solo mantienen el statu quo. No se habla de nada más que de vaguedades. Las conversaciones que no tienen ese carácter diplomático, que son sinceras y directas, se producen en contadas ocasiones. Creo que muy pocas veces la gente se expresa con total libertad y desinhibición. Cuando imperan las inhibiciones, me generan una gran incomodidad, hasta física. Creo que para mí y para muchas otras personas parecidas, las conversaciones son escasas. Hay mucha gente que considera la diplomacia como conversación valiosa. Para mí, es el vacío. Lógicamente, para mantener el status quo entre las personas, que están llenas de violencia, hace falta esa diplomacia, pero a mí me aburre. Diría que muy pocas veces entablo buenas conversaciones y en general se dan entre una o dos personas. Uno consigo mismo, uno con otro o con otros dos. Pero es una idea personal, que no tiene por qué compartir otra gente.

Me gustaría preguntarte por la construcción y modulación de un libro de relatos. Diría que no lo trabajas como un contenedor de piezas aisladas, sino como una pieza unitaria. Háblame de ese tarea de composición global del libro.

Mi idea inicial era hacer un libro unitario, pensarlo íntegramente. En Yo mataré monstruos por ti también trabajé así, aunque esa intención se sostenía a partir del estilo, no de la temática. Hay rasgos de estilo —y alguno temático, como la sumisión o el amor romántico— que se mantienen a lo largo del libro. En Aprenderé a rezar para lograrlo, trabajo con un tema general doble: los videojuegos e Internet. La modulación está pensada a diferentes niveles. Primero, desde el punto de vista de la intensidad. Entiendo que puedes escribir diez relatos, juntarlos y publicarlos, pero cuando uno termina de leer un relato, esa sensación final se queda y se une con la introducción del siguiente. En esa transición, el escritor puede realizar algún tipo de trabajo. Pensar en el juego de las intensidades, como hacen los compositores, también es posible en literatura, sin que sea una operación matemática. Es más interesante hacer un libro donde hay una propuesta de modulación entre los relatos. Diría que se nota mucho cuando no hay esa modulación sino una simple acumulación.

Me has dicho antes que algunos relatos de Aprenderé a rezar para lograrlo son de hace cinco años. ¿Cómo afecta eso a la modulación y la cohesión del libro, tanto temáticamente como en otros sentidos? ¿Cuánto ha cambiado la idea inicial?

El cambio principal es que lo humorístico-festivo se atempera y, a medida que eso pasa, se concede más espacio a lo reflexivo y lo psicológico. Antes mis relatos eran más vigorosos, desenfrenados o locos. Algunos se conservan, porque tienen funciones concretas dentro del conjunto. Los últimos, felizmente más oscuros, tétricos y duros, encajaban bien con esos primeros, muy vivaces. Se buscaba el contrapunto, el efecto que se puede conseguir entre una canción movida seguida de una balada o un tema instrumental.

Volvamos a los ejes temáticos de tus textos. Además del amor y de la figura del padre, hay un tercer punto clave: el momento en que las pantallas irrumpen con fuerza en tu literatura. En su vertiente lúdica, de la mano de los videojuegos, pero también en relación a Internet y a sus repercusiones profundas. ¿Qué propicia ese giro tecnológico?

No había escrito sobre cuestiones de videojuegos, pero desde pequeño han sido algo principal en mi vida. Mi padre ha estado siempre muy interesado en la tecnología y ha tenido gran cantidad de ordenadores, ha trabajado con programadores, etcétera. En los últimos años, después de dejar mi trabajo en la editorial, empecé a hacer páginas web, un trabajo de posicionamiento que consistía en trabajar con los buscadores (Google y demás). Me dejó una idea clara: que muy poca gente que se dedica al posicionamiento, a Internet y a los videojuegos escribe literatura sobre eso. Entonces pensé que podría ser interesante que yo —ya que habitualmente juego y en ese momento trabajaba en ese sector— escribiera sobre ello, también porque me generaba muchos efectos de tipo cerebral que consideraba reseñables. Los he intentado reflejar en el libro. Aprenderé a rezar para lograrlo no trata, excepto en el último relato, de hoy en día. Trata del nacimiento de Internet y la nueva época de la información. Desde esa primera persona intento percibir qué elementos clave tienen una influencia sobre mí y, quizá, sobre todo el mundo.

En general, ¿cómo se ha abordado Internet desde la literatura?

En primer lugar, no es lo mismo escribir sobre un tema que tratarlo literariamente. A las nuevas generaciones de escritores muchas veces se las asocia con Internet y, en concreto, con las redes sociales. Se dice que su literatura está impregnada del efecto de esas redes sociales. Yo reconozco que ese es un tipo de literatura cercana a Internet, pero no considero que sea la literatura de la generación que está en Internet. Esa literatura es, por fuerza, parcialmente mecánica. Y la hacen solo los especialistas en posicionamiento. Para mí, una forma de literatura nueva tiene en cuenta el medio en que se está haciendo. Hacer literatura sobre Internet, que es un medio semiautomatizado, sería hacer una literatura parcialmente muerta. El escritor puede tomar decisiones estilísticas de muchos tipos, pero en gran parte seguirá las reglas que rigen Internet ahora mismo, que son mecánicas (de repetición, de puntuación, etcétera). Creo que es interesante forzar a un escritor a crear algo armónico teniendo como base las reglas impuestas por unos robots que obligan a que lo armónico sea inarmónico y parezca armónico. Eso para mí sería mucho más cercano a una literatura interesante hecha por la generación de Internet.

¿Te molesta que se trate Internet como tema, como atrezzo para una trama que por lo demás es decimonónica?

No, eso está bien, me parece una parte del todo. El problema es que cuando se habla del todo se habla solo de esa parte y se deja de lado lo que está desarrollando mucha gente que ahora mismo no se define a sí misma como escritora. La gente que trabaja en posicionamiento hace muy bien un tipo de escritura que, diría, los lectores no conocen ni se imaginan. Cuando empecé a hacer posicionamiento, me interesó de golpe esa escritura, porque es parcialmente humana y parcialmente no humana.

A mi entender, estás formulando que existen unos nuevos parámetros estilísticos, aunque vengan dictados por robot y aunque quienes los sigan no tengan conciencia de las implicaciones literarias de su escritura. ¿Cuáles son las características de ese estilo?

Normalmente, dado un tema, se escogen varias palabras clave que se van a utilizar en el texto. Ninguna de ellas debe superar el 3% del total de palabras del texto, siempre hay una que debe ser el 2,5% del total y unas cuantas que serán el 1%. El resto es libre. Tienes que utilizar también cierto tipo de conectores, porque el buscador que ahora mismo es hegemónico tiene unas reglas que obligan a usar frases cortas, a no usar subordinadas, a usar conjunciones abundantes, a repetir las palabras pero sin ser abusivamente repetitivo, etcétera. Hay elementos mecánicos, los que te he mencionado y muchos más, que uno tiene interiorizados y que cuando se pone a escribir puede integrar. Para mí, el reto está en hacer gran literatura con esas reglas y, al mismo tiempo, conseguir que el texto se posicione muy bien en su medio.

¿Podríamos llamarla literatura SEO?

Sí. Ese sería uno de los muchos campos donde se está trabajando de forma realmente interesante y no se observa.

¿Cuál es el origen o la razón de ser de esos parámetros estilísticos?

Google tiene una serie de algoritmos que entienden los textos. Nosotros no sabemos muy bien cómo funcionan, pero hay varias empresas privadas que realizan inferencias a partir del análisis de muchos millones de páginas cada día. Ellos publican estas inferencias: los textos que más gustan al buscador son de tal forma. Google dice: «Hay que escribir textos de calidad», pero nunca define el término calidad. Si tú pones un texto de Proust en Internet, jamás lo posicionarás, con ninguna palabra clave. Sin embargo, podemos estar de acuerdo en que es un texto de calidad. Para Google la calidad no está definida; es un conjunto de inferencias que han definido otros y que son reductivas desde el punto de vista del estilo, no permiten hacer ciertas cosas. A mí me gustaría mucho escribir con subordinadas, que me encantan, pero en ese contexto, con esas limitaciones, no puedo hacerlo.

Tú representas una intersección fascinante pero muy minoritaria: por motivos laborales tienes conocimientos de SEO y, además, como escritor, conoces bien las nociones de estilo que se han articulado desde la estética y la historia literaria. Más allá de ese reducto especializado, ¿qué calado pueden tener estos parámetros en la producción textual en Internet en general?

En España hay varios cientos de miles de personas que se dedican a esto, de manera que estas cuestiones ya han tenido un impacto, ya han condicionado nuestra forma de entender la escritura. Hasta el momento, pondría la mano en el fuego, todo el mundo que ha trabajado en posicionamiento lo ha hecho con finalidades económicas. La palabra «viagra», que es la más competida en el mundo, provoca una lucha salvaje a diario, una guerra de hackers y ataques informáticos. En esas cuarenta primeras páginas de resultados no hay ningún resultado que podamos considerar fiable y que no sea el resultado de la lucha económica a través del SEO. Por otra parte, con el SEO no solo se pueden hacer cosas con voluntad económica o estética. La literatura también tiene voluntad política y creo que la literatura del SEO podría hacer muchísimas cosas. Eso todavía no se ha pensado y creo que habría que hacerlo. Si quienes ahora mismo lo consideran algo técnico o lejano al arte se acercaran al SEO, verían que se pueden hacer grandes cosas desde el punto de vista artístico. Serían cosas muy distintas, que por fuerza chocarían con la opinión de mucha gente. Yo, a priori, entiendo que arte hay en todas partes. Es cuestión de que el artista proponga la definición de «arte» en el medio en el que se mueve.

¿Cuál es el futuro del texto en Internet? ¿Crees que los algoritmos se irán sofisticando hasta coincidir con los criterios tradicionales de buena redacción?

Más o menos. Se da la extraña paradoja de que el algoritmo se está refinando tanto que lo que beneficia, cada vez más, no es una escritura mecánica sino una escritura realmente buena, en el sentido de que los porcentajes que hemos comentado antes desaparecerán, porque entiende mejor los textos. Pese a eso, seguirá rigiéndose por criterios absolutos que son propios del mundo anglosajón, como por ejemplo la frase corta. Ese es un criterio apriorístico que difícilmente cambiará. Por otra parte, los escritores que sean más hábiles —que manejen sinónimos, antónimos, variantes, locuciones, etcétera— podrán hacer mejor literatura SEO en el futuro que ahora. Hay que tener en cuenta que solo con escribir bien no basta para posicionar contenido en Internet. Hay una serie de elementos puramente técnicos que son determinantes. Estas reglas son transitorias y, probablemente, para cumplirlas no hay que estar de acuerdo con ellas.

¿Cómo cuajan estas ideas en Aprenderé a rezar para lograrlo?

Para mí, lo esencial era mostrar que mi relación personal con Internet ha tenido y tiene efectos muy importantes sobre mi conducta, mi forma de pensar y de percibir el mundo. Intento explicarlo de manera indirecta en algunos relatos y de manera muy directa en el último, con ejemplos que pueden resultar extraños pero que son reflexionados. Quería que tomara forma la idea, que pretendo desarrollar en siguientes obras, de que el funcionamiento de nuestro cerebro ha sido manipulado sin que seamos del todo conscientes de ello. Nuestros patrones de conducta son distintos en todos los sentidos, incluida la escritura. Creo que eso se está midiendo desde varios puntos de vista en la actualidad. Yo he intentado presentar, con los sucesos y situaciones de una voz en primera persona, en qué consiste ese cambio mental desde la perspectiva literaria.

El relato «Bot informático» sería un ejemplo.

Sí. Con el primer módem que tuvo mi padre, hablé durante mucho tiempo por el chat de una revista con un bot, un ordenador que tenía una mínima inteligencia artificial. Yo era lo suficientemente ingenuo, o tonto, para pensar que hablaba con una persona real. A partir de esa pequeña ilusión —pensar que hablas con alguien real cuando en realidad es un robot— se plantea una situación que considero nueva para el ser humano.

En «4CHAN» sucede algo parecido, ¿no?

Es otra situación propia de Internet. Esa trama la saqué de 4CHAN, un foro anónimo. Una vez, en el foro Random —donde nació Anonymous, un foro en el que se cuelgan imágenes de todo tipo, desde pornografía infantil hasta poemas épicos del siglo XIII, una variedad absurda de cosas— alguien contaba que había conocido por Internet a una chica que luego se había desconectado. Presentó los datos que tenía de ella y otros usuarios anónimos le dijeron dónde vivía. Él acudió a esa dirección y resultó que el portal estaba lleno de gente. Como nadie firma y nadie sabe con quién está hablando, mucha gente vio esa dirección. Me pareció también una situación muy propia de la era de Internet. Quien se pasee por 4CHAN encontrará estas historias y otras más raras aún.

El último relato, «Aprenderé a rezar para lograrlo», da título al libro. ¿A qué alude?

Quería explicar muy claramente por qué considero el posicionamiento un trabajo de naturaleza religiosa. Todo el mundo que se dedica al SEO —y son muchos; una de las principales aplicaciones, SEMrush, la usan un millón y medio de personas— consulta y busca cada mañana qué se ha dicho y qué ha pasado con el buscador, que es Dios. Si planteas en un foro de Google una idea que se salga de su norma, o de su teología, todas las respuestas son de rechazo absoluto. A veces he preguntado acerca del concepto de calidad y, aparte de respuestas vacías, siempre hay un ataque. La gente que domina las posiciones mundiales de las palabras clave de SEO tiene una mentalidad religiosa. Yo mismo la tenía: cada mañana entraba en Google Analytics y consultaba los resultados de mis dominios: qué había pasado, qué había dicho Google, qué cambios de algoritmo había, qué rumores corrían. Siempre desde una legislación impuesta desde el exterior, donde nunca existe un intercambio democrático.

Google es el padre.

Es un padre, sí. Y sin embargo, como todo padre, no tiene autoridad total y lo están trampeando desde todos los ángulos posibles. Siempre hay alguien que pone reglas y un montón de gente que busca los vacíos y las rompe. Como principio, la conducta de los que se dedican al posicionamiento adquiere rasgos religiosos y problemáticas derivadas del fanatismo. Ese tipo de conductas requieren de antídotos, que yo he planteado de manera muy literaria en el libro.

El protagonista del último relato refleja esa cercanía entre el monje y el experto en posicionamiento.

Diría que el discurso fundamental tiene que ver con el transhumanismo. El narrador vive el 80% de su vida en una pantalla. Toda su acción física se da a través del videojuego Battlefield, como un militar, y se narra como si fuera una novela de Norman Mailer. Pensé que, para representar la idea de transhumanismo, el narrador no tenía que distinguir muy bien entre lo que era propiamente real, físico o tangible, y lo que era fantasmático o propio de la pantalla. Muchas veces, cuando habla de posicionamiento o de videojuegos, hace transiciones muy rápidas a nuevas dimensiones perceptivas, excluyentes de la realidad. No distingue entre el espacio físico de su habitación y la pantalla, tiene una visión ligeramente psicótica y, en un momento dado, cae en una especie de enfermedad.

Sé que eres lector de ciencia ficción. ¿Has encontrado referentes en ese género?

Hay dos tipos de escritores de ciencia ficción: los que presentan un mundo distinto o extraterrestre que se rige por las lógicas de nuestro mundo y otros, como Ursula K. Le Guin, que presentan un mundo distinto con lógicas propias. En los libros de Le Guin, los extraterrestres no se comportan como humanos. En mi acercamiento a Internet, a los videojuegos y a un narrador que vive más del 50% del tiempo en la pantalla, creo necesario adoptar puntos de vista parecidos a los de Le Guin, o a los de Jacques Abeille en Los jardines estatuarios. Que la pantalla sea mediadora de la experiencia implica muchas cosas en términos de comunicación, y creo que ahí la ciencia ficción con vocación de profundizar psicológicamente, que es mucha, aunque a veces no tenga un estilo genial, imaginativamente sí es brillante. Philip K. Dick o William Gibson, en Neuromante, consiguen situarte en un mundo en el que la lógica que conocemos no funciona. Muchos de los libros que se escriben hoy en día sobre Internet tienen la perspectiva del afuera; queda por explorar la perspectiva del adentro, un adentro en el que vive mucha gente que, lamentablemente, no escribe sobre ello con pretensiones de hacer literatura.

Antes comentabas que las cuestiones técnicas de Internet les resultan ajenas a muchos escritores o artistas. Diría que también hay prejuicios en torno a los videojuegos (el friki, el viciado, etcétera). ¿Te preocupa que pesen sobre ti?

Cada noche, solo en España, en la plataforma Steam hay cuatro millones de personas conectadas para jugar. Toda esa gente, mucha de la cual vive fundamentalmente en la pantalla, también está en el mundo real y tiene una conducta sobre la que vale la pena reflexionar. En el mundo del videojuego, como en la industria del cine, lo que se publicita son los grandes lanzamientos (los llamados triple A) y esa es la idea fantasmática que todo el mundo tiene de los videojuegos: una cosa de acción, grandes producciones, etcétera. Plantear que el juego es una cosa de adolescentes es no entenderlo en absoluto. En el mundo del videojuego, si te paras a explorar lo que se hace fuera de los principales canales de difusión, hay verdaderas obras de arte. En ningún campo, en ninguna dimensión, diría que a priori no se puede hacer arte. El videojuego vive en el prejuicio, pero ese prejuicio morirá dentro de pocos años. Los escritores y los artistas se dedicarán a ello y la gente descubrirá que es interesante. Ya hay escritores reconocidos que son grandes jugadores y no lo admiten públicamente (yo conozco a varios). Por otra parte, a quien no le gusten los videojuegos, mi libro no le resultará un medio ajeno o sin sentido. Mi intención ha sido siempre traer lo que sin duda puede ser muy friki a un nivel de abstracción general, sacarle el jugo.

Aprenderé a rezar para lograrlo es el verso de un poeta catalán poco conocido, Josep Maria Fonollosa. Para terminar, háblanos un poco de él.

Leí los poemas de Ciudad del hombre y sentí que tenían una frescura y un desparpajo que envidié mucho. Era mi objetivo a la hora de escribir: tener ese desparpajo y a la vez altura literaria, que es lo que creo que consigue Fonollosa. Me recordaba mucho a Catulo, aunque parezca raro, o a poetas antiguos que también tienen una libertad expresiva particular. El verso concreto que tomo de él se presta a muchas relecturas, distintas a las del contexto original, que es un poema amoroso. En cualquier caso, Fonollosa para mí es un gran poeta, lo reivindico. Ahora se ha reeditado su obra en tapa dura. Ojalá hubiera publicado más.

Fotografías: Bárbara Balcells Matas