Adelanto de «Movimiento único» de Diego Gándara

«Movimiento único» (Seix Barral, 2018) es la primera novela del periodista y escritor argentino radicado en Barcelona, Diego Gándara (Buenos Aires, 1971). En ésta, Santiago Novoa, un periodista del conurbano bonaerense, se pondrá en contacto con la figura de Roberto Bolaño, un evento que le cambiará la vida.

Aquí, un adelanto del libro.

UNO

En octubre de 1999, tres meses después de que Los detectives salvajes ganara el Premio Rómulo Gallegos, le envié un email a Roberto Bolaño y mi vida (no lo su pe en ese momento, lo supe mucho después) se puso en movimiento.

Tenía entonces veintiocho años y vivía con mis pa­ dres en Ramos, un barrio común de casas bajas y lluvia, como me gustaba decir citando a Andrés Calamaro, del oeste del Gran Buenos Aires; un barrio modesto y perifé­ rico que contaba, sin embargo, con una zona donde esta­ ban los comercios, los edificios y los bares que rodeaban la estación del tren que iba y venía del centro.

Había nacido en Ramos (en ese barrio donde también, según Borges, en una quinta de la calle Gaona había un es­ pejo que inquietaba a quien se mirara en él) y había vivido siempre ahí, en la misma casa que mis padres habían com­ prado antes de que yo naciera. Pero como habían pasado veintiocho años y estaba acercándome a los treinta, pensa­ ba que pronto, muy pronto, debía tomar una decisión im­ portante: irme de la casa de mis padres y empezar una nue­ va vida, mi propia vida, en otra parte, en otro lugar.

No sabía, sin embargo, cuándo podía llegar a hacerlo ni si podría, tampoco, hacerlo.

Tenía un trabajo, al menos: era periodista cultural.

Hacía entrevistas a escritores para diarios del interior del país y escribía reseñas de libros en una revista de Bue­ nos Aires que se llamaba Paréntesis, cuyo jefe de redac­ ción, un hombre inmenso que se jactaba de ser la mejor pluma de Buenos Aires y de quien se decía, además, que era el mejor crítico literario del país, no quería que yo hi­ ciera entrevistas, pues en la revista había un par de redac­ tores que se encargaban de hacerlas. Sólo me quería para escribir reseñas.

Trabajaba en mi casa, en mi habitación, frente a una ventana alta y angosta que daba a una vereda donde mi papá había plantado a mediados de los años ochenta dos tilos y a una calle que alguna vez había sido de tierra y por la que nunca, casi nunca, pasaban coches. En esa habita­ ción, una habitación propia y silenciosa que para mí era una especie de refugio, tenía todo lo que, como periodista cultural, necesitaba: una computadora, un equipo de mú­ sica, un teléfono, un televisor, un escritorio y una biblio­ teca de cedro que ocupaba toda una pared y que estaba repleta de libros que compraba en el centro, en las libre­ rías de la Avenida Corrientes o la Avenida de Mayo, y de libros que me daban como servicio de prensa y que debía ir a buscar a las editoriales, pues los mensajeros de las editoriales se negaban a ir más allá del centro e internarse en esos barrios modestos y periféricos del Gran Buenos Aires.

Así que un par de veces a la semana, al mediodía, aga­rraba mi mochila negra, me tomaba el tren hasta el centro y, después de hacer todo lo que tenía que hacer (entrevis­tar a un escritor, entregar alguna reseña en Paréntesis, fir­mar recibos en las oficinas que los diarios del interior te­nían en Buenos Aires) terminaba al atardecer en las editoriales, donde las encantadoras jefas de prensa, ade­más de informarme de las novedades de cada mes, me da­ban los teléfonos de los escritores a los que podía entrevis­tar y me regalaban unos cuantos libros que guardaba de inmediato en mi mochila negra y que iban a parar, inde­fectiblemente, a los estantes de mi biblioteca de periodista cultural.

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