«El muñeco», un cuento de Marcelo Motta

 El nene Facu mira de reojo al muñeco. Trata de dormir, pero los ojos fijos de cristal, eternamente abiertos, lo miran. El muñeco es feo. No, más que eso. Es siniestro. Sí, es más siniestro que la muñeca Anabelle, o que Chucky. Encierra misterio, y Facu no deja de mirarlo.

El muñeco siempre estuvo en la casa. Era de la bisabuela de mamá.

Lo ubicaron ahí, apoyado sobre la pared, arriba de la cómoda beige.

Simula ser un bebé de un año: su cara sonrosada y su pelo rizado. Una media sonrisa, y esos ojos marrones que jamás se cierran, que parecen vivos, como si se los hubiesen arrancado a un nene con un bisturí y se los hubieran colocado a ese muñeco.

Según la historia de la abuela, su mamá había recibido ese muñeco de regalo de un gitano. Parece ser que ese muñeco, en algún momento, fue un bebé de carne y hueso. Como Pinocho, pero al revés. La abuela se reía al contarlo. Pero Facundo, el nene, no. El nene no se reía. Y le temía. Cómo le temía.

Al dormir en el living, junto al aparador, y para evitar la mirada del muñeco, Facu se tapa la cara con la sábana. De vez en cuando espía y, en la penumbra, intuye esos ojos penetrantes.

Julita, la hermana de Facu, se ríe de él. De su miedo a ese muñeco que para ella es estúpido y feo. Cómo le va a tener miedo si ella acostumbra agarrar sapos y arañas con la mano, y juega con esos bichos, hasta que se cansa y los mata aplastándolos con el pie, o ahogándolos en un balde. No, ella no le tiene miedo a nada, y menos a ese muñeco. En cambio Facundo sí. Facundo está aterrado.

Por eso le cuesta entrar al living a buscar cosas que le pide su mamá. Porque ahí duerme —¿de verdad duerme?— el muñeco. Para él, esa imitación de bebé es horrible. Más horrible que las historias de la abuela.

Porque Facu no sabe qué es lo que le da más miedo, si el muñeco en sí, o las historias de la abuela relacionadas con ese ominoso juguete.

 

Según la Abu, su mamá un día echó de la casa al gitano que la cortejaba.

Éste volvió a visitarla por última vez con ese espantoso regalo. La abuela decía que su mamá, después de eso, se la pasó llorando días enteros, porque la cara del muñeco le recordaba a Raulito, el nene del almacenero que un día desapareció del barrio. Según la abuela, el muñeco le succionaba el alma a los niños, y cada vez que lo hacía, su cara cambiaba. Por esa razón, el nene Facundo ni siquiera se acercaba al living.

Sólo lo hacía obligado por su mamá, cuando el nene tenía que dormir ahí, en la única cama del living, ya que ni habitación tenían en esa casa prestada.

 

Una noche le pareció ver que el bebé de plástico se había movido. El nene Facu lanzó un grito y su mamá encendió la luz. Había sido una pesadilla, seguro. Porque el muñeco seguía ahí, inmóvil, con los ojos abiertos. El nene Facu trató de volver a dormir, con la firme convicción de que no se había tratado de una pesadilla, de que él lo había visto moverse de verdad.

Una noche despertó creyendo haber escuchado un llanto lejano, como si viniera del departamento de al lado. Un llanto de bebé. Pero al lado no vivía ningún bebé, solamente un viejo solo, al que se le murió su esposa hacía un mes. Según la abuela, esa mujer tomó veneno por no haber soportado la muerte de su nieto Esteban, atropellado por un camión cuando el pequeño salía del jardín de infantes. Ella decía que conocía a Esteban, y que ahora el muñeco se parecía a ese nene muerto. Entonces, esa cara que el nene Facu veía todos los días, tal vez fuese la de Esteban, el vecinito muerto.

 

Y Julita, que se burlaba de Facu. Un día se escondió con el muñeco debajo de la cama. Cuando el nene apagó la luz, ella empezó a hacer ruidos extraños con la boca. El nene encendió el velador y miró hacia el aparador: el muñeco no estaba. Sintió ruidos debajo de la cama, y al asomar la cabeza, Julita salió como un rayo, con el muñeco en la mano. El nene Facundo gritó tanto esa noche que despertó a todos los vecinos de la cuadra. Pero Julita también se asustó, porque al alejarse del living después de haber dejado el muñeco arriba del aparador, le pareció sentir un llanto. Un llanto que provenía del mismo muñeco. Desde ese día, Julita también le tiene miedo al muñeco. Mucho miedo. Porque empezó a sentir cosas. Cosas muy raras, pero que venían de ahí, de arriba del aparador. Chillidos apagados —¿O eran risas?—. Julita no lo sabía muy bien, pero ahora no dormía de noche. Al igual que Facu, ella empezó a taparse con la sábana hasta la cabeza.

 

La noche de la fiebre, mamá no estaba en casa. Casi nunca estaba en casa. Ella les dijo que se iba a trabajar. Nunca les decía en qué trabajaba, pero ella decía eso: “me tengo que ir a trabajar”. Así que esa noche, cuando a Facu le sobrevinieron de pronto treinta y nueve grados y medio de fiebre, Julita dormía, y soñaba. Con el muñeco soñaba: aquel espantoso muñeco se reía a los gritos, mientras, como un bebé que intenta los primeros pasos, caminaba hacia ella con los brazos extendidos. La cara del muñeco era más fea que la que ella conocía. Y mostraba unos dientes vampíricos. Se acercaba más, y más a ella.

 

Julita despertó gritando como nunca había gritado en su vida, con un “¡Mami!” en la boca. Pero —enseguida recordó— mamá no estaba en casa.

Julita encendió el velador y miró el reloj: las cinco de la mañana.

Tocó el cuerpo que dormía a su lado, en la única cama. Facu dormía profundamente, y ni se movió cuando ella lo rozó con los dedos: estaba tapado con la sábana hasta la cabeza.

Seguro por el muñeco. Facu le tiene mucho miedo a ese muñeco horrible. Descorrió la sábana, y lo que vio le heló la sangre y la dejó sin habla: Facu blanco, sin vida, con los labios resecos y los ojos vaciados. Estaba más muerto que los sapos que ella había ahogado. Julita comparó los ojos de su hermano con… ¿los del muñeco?

Entonces miró allá arriba del aparador, y se le erizaron los pelos de los brazos al ver la cara del muñeco: era la viva cara de Facu, sonriente, con los ojos abiertos y penetrantes, acechándola.

Foto: © Esparta Palma (Todos los Creative Commons)