Adelanto de Para quien no brilla la luz, de José M. Pérez Zúñiga

La nueva novela de José María Pérez Zúñiga (Madrid, 1973) es rotulada, según la editorial Berenice que la publica, como una novela de terror y presentada con estas líneas: «Aquellos para quienes no brilla la luz pueden ser víctimas de su propia sombra. Ese alter ego que se alimenta de las insatisfacciones personales y puede llegar a apoderarse de ti en los momentos de mayor debilidad. Es lo que piensa Joaquín Moya, forense de la Policía Científica que investigará junto a Miguel Serrano los crímenes de la Dama Negra, nombre con el que empieza a conocerse a la misteriosa mujer que ha llevado el terror al madrileño barrio de la Latina».

Aquí, un adelanto de las primeras páginas.

 

 

I

En el espejo del baño descubrió unos ojos azules y feroces, la boca deformada por una mueca irónica que la sorprendió, más aún que no reconocer esa cara, como si su identidad estuviera grabada en esos nuevos rasgos y no en sus recuerdos, deslavazados, jirones dolorosos como la música atronadora del pub, apenas amortiguada por la puerta del lavabo de señoras. En los pómulos y las mejillas acentuados, en las ojeras y el mentón prominente, en ese pelo negro y largo y enmarañado que contrastaba con los labios, tan rojos.

Estaba la sangre en la acera un rato antes, y el rostro tan blanco, y una sed como nunca había sentido, como tampoco el pánico por no saber lo que había hecho en las últimas horas, en los últimos días y en los últimos años, por no saber quién era. Aún sentía su sabor terroso en la boca, y al pensarlo, las náuseas le subieron desde el estómago y la obligaron a vomitar un líquido rojo y espeso sobre la loza blanca del lavabo. Fue al hacerlo cuando rozó con la lengua sus dientes, que aparecían tras sus labios retraídos nuevamente en una expresión cruel, tan blancos y relucientes, puntiagudos. Estaba la cara de ese hombre y el pánico en sus ojos desorbitados, el latido de su corazón amortiguándose, la mano –abrasadora- que se retiraba de su sexo. Estaba el callejón, y el estruendo de la ciudad que llegaba hasta su conciencia como si pudiera registrar cada uno de los sonidos por separado. Estaba el deseo de vivir mucho más intensamente de lo que había hecho hasta entonces.

Pero no estaba ella, o quienquiera que hubiera abierto los ojos entre esas paredes de granito pulido, como un mausoleo.

El mareo la obligó a agarrarse al lavabo. Las paredes estaban mugrientas, manchas negruzcas se arrastraban hasta ella, como si quisieran trepar por sus pies y sus piernas y palpar su cuerpo, ahogarla, asfixiarla una vez más. Pues esa sensación sí la recordaba perfectamente: la impotencia, el dolor agónico hasta una oscuridad rota en pedazos, como un nuevo nacimiento. Y recordaba la sorpresa porque sus pulmones se movieran rítmicamente, aunque ya no necesitasen el aire. Y la mano torpe palpando su cuerpo tumbado en la acera del callejón con más libertad de la requerida, con una ansiedad reflejada en el tono de voz del hombre que le preguntaba:

– ¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien?

Qué te ocurre a ti, hijo de puta, qué es lo que no encuentras para que tengas que tocarme el coño y las tetas. Y la rabia. Y un odio desconocido. Y la sed. Y el deseo. Como si sufriera la peor resaca de su vida.

En el espejo vio la cabeza inconcebiblemente torcida. Y vio su propia cara hundida en el cuello del hombre, la boca abierta como una ventosa, los dientes clavados en la carne. Y sintió sus estertores, el latido de la corriente sanguínea en la lengua, la acidez y el calor que la colmaban con una paz increíble. Y la comezón en su sexo. Y los latidos de su corazón acompasándose a los latidos de ese otro corazón. Y el deseo de que aquello nunca acabase.

La puerta se abrió de un golpe, y hasta ella llegó el ruido ensordecedor, el martilleo volvió a las sienes. La mujer rubia parecía un monigote, el pelo escaldado, tambaleándose. Llevaba los ojos pintados de negro, largas pestañas postizas, los labios pintados a juego, como una máscara de terror. Pero su expresión, su postura, sus balbuceos eran de pantomima, como ese “Hola” desvaído antes de sacar el pequeño estuche del bolso y la seguridad sin embargo con que extendió la raya de coca y se agachó sobre el pequeño cilindro ofreciéndole el cuello fino y frágil, la línea de la arteria verde que le recordó su propia palpitación, el estómago vacío de nuevo.

Bastó un golpe sobre la nuca, el cilindro incrustado en el cerebro, el bucle de su cabeza y su cuerpo que ella acogió sobre sus brazos como si se tratase de una ofrenda, un sacrificio para su propia resurrección. Y esta vez bebió con la satisfacción que producen las cosas bien hechas.

Había recuperado la seguridad, y el instinto la llevó a rebuscar en el bolso, a sacar la cartera y las llaves y guardarlas en el bolsillo. En el carné de identidad leyó el nombre y la dirección, las letras borrosas: Irene García, Ribera de Curtidores, 21, 5º B; como en un sueño. Quizá pudiera descansar allí durante unas horas, reflexionar sobre lo que le ocurría, aplacar esa extraña euforia que tal vez tenía también que ver con la ausencia de remordimiento. Apoyó el cuerpo de Irene sobre la tapa del váter de la izquierda, evitando la mirada de sus ojos vacíos, dilatados aún. Ocultó el bolso bajo su propio abrigo, sucio por haber estado tirada en el suelo, y echó el pestillo de la puerta: entre la parte superior y el techo había un hueco que ella superó con facilidad, las manos fuertes sobre el borde, el cuerpo deslizándose sobre la madera, como un reptil.

Al salir del baño la sobrecogieron el olor, las palabras, las respiraciones, los ojos que se volvían a mirarla y por los que ella podía introducirse y recorrer nervios, venas y arterias como autovías, los cuerpos de esos animales en movimiento de los que podía separar cada uno de sus elementos, las sensaciones de odio, miedo o excitación, los pensamientos desligados de las conciencias, flotando como el humo. Era como penetrar en una selva, y ella podía oler el sudor y el carmín, el maquillaje y el tabaco, la suciedad y los perfumes impregnados en pieles suaves y rugosas, dulces y ácidas sobre la carne, los músculos, los tendones y los huesos, el algodón y el acrílico y el cuero y el vaquero de los pantalones, caucho, plástico y madera sobre el suelo de mármol bajo el que reptan los insectos, buscando el calor de las tuberías. Se abrió paso entre las calaveras, obvió las llamadas, las invitaciones, apretó hombros y brazos hasta hacerlos sangrar. Y por fin, la noche, envolviéndola con su respiración contenida, abrazándola, como si sólo ella fuera un ser vivo.

 

Foto: © Nikk (Todos los Creative Commons)