«La incertidumbre es gris», un cuento de Ana Santamaría

La vida no vale nada. Lo ha escuchado muchas veces. Alguien lo acababa de decir ahora en la sala de urgencias del hospital. Ha ido sola. El hospital: una mole de los años setenta, atestada de caras desconocidas, con olor a enfermo, con runrún desalentado. ¿Por qué allí? Ha atravesado al otro lado de la ciudad, donde le gusta perderse para ser una mujer despojada de apellido y de identidad. Sentirse sola, ir de incógnito. Mejor así. ¿Para qué decirle nada a Mark? Como todos los fines de semana juega dieciocho hoyos. Se ha acostumbrado a pasar los domingos sola, se ha acostumbrado a tantas cosas…

Tiene una hemorragia entre las piernas y un nudo en la garganta, está esperando a que le den respuesta a ese revoltijo que sufre su cuerpo, que le mantiene sumida en una espiral de cansancio, insomnio y jaqueca.

Tal vez esté enferma, las cosas vienen así, lo dice la señora de enfrente. Estela no mira, no quiere hablar con nadie. En los últimos días ha vivido en silencio; lo que ocurre en su interior le apabulla, la bloquea. Piensa que nada de lo que sucede es gratuito. El miedo enmudece sus palabras. Barrunta algo malo. No quiere decirlo pero se está mareando. Quisiera tumbarse a lo largo de los sillones pelados de escay como quien se aburre en un aeropuerto. Quisiera volar, quisiera estar a punto de coger un avión y desaparecer. Le pitan los oídos, tiene los pies en tierra mientras el resto de enfermos giran delante de sus ojos cerrados. Respira y suda. Ha perdido el color. Inhala profundo, no sabe si podrá evitar el desmayo.

Acaba de pasar por un test de mil preguntas, la mayoría le han hecho sentirse incómoda, en algunos casos no ha contestado la verdad. La ginecóloga que le ha explorado tendría la misma edad que ella cuando se casó con Mark. Rebosaba ilusión, entonces. Se equivocó. Ahora siente la ausencia de esa chispa que acaba de encontrar en los ojos de esa médica residente que, quitando importancia al asunto, le ha dicho que tal vez sea tan solo un síntoma de embarazo, y la bata blanca ha sonreído, imaginando una felicidad compartida que nada tiene que ver con la realidad, pero las mentiras son más fáciles de decir que de ocultar. Estela no le ha devuelto la sonrisa. Ha sentido un golpe seco en el estómago y ha pensado que algunas vidas tienen un coste muy alto, aunque otras no valgan nada.

–Espere en la sala. En cuanto tengamos los resultados le llamamos por megafonía.

Si tuviera una enfermedad grave no podría resistir la ausencia de cuidados. A duras penas soporta el dolor. Moriría ahogada en el llanto. Visualiza con nitidez su cuerpo lánguido acostado. Se cree capaz de morir de pena, de miedo o de dolor. No quisiera tener que elegir entre la ausencia o la desgracia, entre la soledad o el deterioro. Mark no iba a cuidarla, no le cree capaz de ocuparse de ella ni un solo día de su vida.

Si estuviera embarazada, si estuviera embarazada,… Esa frase no es nueva. En otro tiempo la pronunció cada vez que tenía un retraso, pero no, nada, nunca. Lo deseó durante tanto tiempo, tantas veces, hoy no. Lo peor son los sueños que se hacen realidad. Ser madre fue un sueño con fecha de caducidad. Como el amor, si es que hubo. Hoy no sabe si es mejor soñar con la vida o con la muerte.

¡Para vivir así!, suspira una voz cercana. Exacto, para vivir así, tal vez no merezca la pena, piensa.

–Estela Arias Gil-Fournier, pase a la consulta número dos.

Le recibe una sonrisa, un gesto muy amable, una voz tierna que le entrega una enhorabuena y el informe con el que tendrá que acudir a su médico de cabecera. Con letras mayúsculas: reposo total; estará de baja hasta que el feto deje de correr peligro.

A duras penas se levanta de la silla, camina con el papel entre las manos. ¿Quién es el feto? ¿Cómo es el feto? Prefiere llamarle feto, le parece una palabra carente de sentimiento.

Del blanco y del negro siempre resultó gris. Lo aprendió con sus primeras acuarelas. En bachiller, aquello de la dominancia y la recesividad, la genética, el tal Mendel. Mark también sabe esto. Mark no sabe que hay un feto. Ella no sabe el color del feto. Blanco Mark, blanco Estela, negro Walter. Cree que se llamaba Walter, aunque tal vez la mintiera, ella tampoco le dijo su nombre verdadero. Era negro. Era suave. Era grande. Era fuerte. Ella era otra, le pareció que era otra, pero no, era ella, la que tiene el feto, la del error, la de no tenía que haber pasado.

Sale del hospital, cree ver a Walter en el aparcamiento, le parece, cree ver niños rubios con labios carnosos y dientes resplandecientes, ve filas de rubios y negros y grises, multiplicados por los meses de incertidumbre. Vibra en su bolso el teléfono. Será Mark. Cualquier mujer llamaría a su marido con la noticia. Ella no es cualquier mujer, es una mujer cualquiera que se sintió deseada, y que no pensó ni en los colores, ni en las siglas malditas, ni en las consecuencias de ese arrebato de sexo ocasional, qué iba a pensar, si cuando se quiso dar cuenta estaba empotrada sobre el lavabo del baño de chicas. Tampoco le importó qué hacía allí subida, ni con quién. Si fuera la mujer que siempre quiso ser cogería un taxi, le pediría que le llevara a casa, con cuidado, despacio, y por el camino iría pensando en la nueva vida, se iría ilusionando. Si fuera valiente, marcaría con insistencia el número de Mark, y le diría que va a ser madre, y tal vez él, o no, igual él no es padre tampoco esta vez. Arriesgarse, asumir la vida que lleva dentro por encima de todo, por encima de todos. Alegrarse, crecerse porque algo dentro de ella está creciendo. Su vientre se retuerce y no sabe si quiere que todo vaya bien. No le da la cabeza para deseos. Solo un ¿qué hacer?, un ¿y ahora?

Coge un taxi. «A la estación del Sur, por favor». Está mareada, baja la ventanilla, las lágrimas se le quedan pegadas y resecas. Las corvas se adhieren al asiento. Coloca las manos sobre la tripa, «era esto estar embarazada», le aprietan los pechos y las ganas de llorar, las náuseas. No puede más.

–Pare, por favor, aquí mismo.

Saca un billete de la cartera. Camina arrastrando los pies, parece que la vida se le escapa entre las piernas. El móvil suena en su bolso de nuevo. Lo saca. Es Mark. Lanza el aparato al suelo. La llamada cesa automáticamente. No necesita a Mark para esto ni para nada. El feto es suyo, es su secreto gris que no sabrá ocultar. Es la mujer más triste del mundo. Una madre empuja un carrito de bebé, a cada lado del carro le acompaña un niño. Parece fácil ser madre, piensa. Es fácil ser madre cuando se es feliz. Pero ella es la mujer más triste del mundo, lo acaba de pensar. La estación está a dos calles. Allí comenzó todo, Walter le ayudó con el equipaje. Jamás volvió. Hoy solo lleva una bandolera y un feto. No sabe cuándo será el próximo tren, de hecho, no quiere coger ningún tren solo quiere que la arrastre lejos y que no encuentren nunca su cuerpo, ni su secreto gris.

Foto: © Jade D: PHOTOGRAPHY (Todos los Creative Commons)