Guardar las formas, de Alberto Olmos

El escritor segoviano Alberto Olmos (1975) ha publicado su libro de cuentos Guardar las formas (Literatura Random House, 2016), colección que le valió ser finalista del Premio Ribera de Duero. En Eñe tenemos el privilegio de contar con una primicia: uno de los cuentos excluidos de la versión definitiva.

Sobre la obra

Un hombre se queda encerrado en una casa, mientras un escritor se encierra en un estilo. Una mujer ve dobles las botellas y el narrador ve dobles los adjetivos. Un macarra no sabe si a sus vecinos les ha tocado la lotería, pero a él le ha tocado ser un cuento en primera persona. Una inmigrante recibe en su teléfono móvil tres horas de silencio, y el autor pone los puntos suspensivos. También hay un anciano moribundo que quema todos sus libros, una carta que una niña leerá cuando sea adulta, un cuarentón que busca no cometer su crimen, un chaval que se hace un lío con el VHS y un jubilado que, como Alberto Olmos en este libro, consigna sus encuentros con la vida. De amor se habla hacia atrás y de parejas hay dos combates.

Guardar las formas reúne doce maneras de ponerse por escrito, doce situaciones de riesgo donde la soledad, el dinero, la tecnología o la muerte nos inspiran terror, empatía, fascinación o estremecimiento.

El cuento enseña a ceder enseguida la palabra, y este debut de Alberto Olmos en la narrativa breve, debut en el que abundan la indagación y la fiesta, trata sobre todo de dar voz a los otros, de huir de sí.

Sobre el autor

Alberto Olmos (Segovia, 1975) debutó con A bordo del naufragio, novela con la que resultó finalista del Premio Herralde en 1998. Desde entonces ha publicado siete novelas más, Trenes hacia Tokio, Así de loco te puedes volver, El talento de los demás, Tatami, El estatus, Ejército enemigo y Alabanza. Actualmente ejerce como editor de Caballo de Troya. Guardar las formas es su primer libro de relatos.

 

    LA FORTALEZA

Distingue ya las casacas grises en lo alto de los muros, entre el resplandor de los fusiles y la humareda sostenida por las interminables detonaciones. Se alistó para el asedio de la fortaleza con un pálpito extraordinario: que él conseguiría entrar. Todos los soldados con los que ha cruzado unas palabras hasta llegar a esta última trinchera le confiaron el mismo presentimiento.

Le dieron un uniforme rojo y un fusil; y una única orden, simple e innecesaria: entrar.

Los muertos de su propio ejército dibujan senderos de sangre hacia el fortín. Pisa cadáveres, pisa rostros en su avance hacia la ferocidad indoblegable del enemigo.

Nadie recuerda ya cuándo comenzó el asedio. No hay generales ni estrategia. Todos los soldados miran hacia delante, aprietan el cerco con sus cuerpos imantados por las defensas del adversario. Son miles. Disparan mientras corren. Detrás de ellos, una multitud de casacas rojas extiende el ímpetu a todo el llano.

Ve caer cuerpos que enseguida pisa. Tirotea y corre, se arrastra por la tierra reseca y encharcada de sangre. Sigue los pasos del soldado que tiene delante, zigzaguea con él por entre rocas, arbustos y cráteres abiertos por la artillería. Cuando el soldado cuya carrera imita es alcanzado, supedita su avance a la primera casaca roja que está más cerca que él de la fortaleza.

Se hace fuerte a los pies de la barbacana junto a un puñado de soldados exhaustos. Disparan hacia arriba sus últimas municiones. Tocan con sus manos los muros míticos del castillo. Algunos alivian su desesperación golpeando la piedra varias veces con la cabeza. De cuando en cuando, ven caer casacas rojas desde lo alto.

Por turnos debidos a una intuición esperanzada, comienzan a subir por los sillares y los contrafuertes, sin otra herramienta para el ascenso que sus pies y sus manos. Él sigue viendo casacas rojas precipitarse desde alturas indistintas, todo a lo largo de la última muralla. Las prendas caen solas, vacías. No dejan de ascender soldados por la árida superficie de la fortaleza; no dejan tampoco de caer muertos contra el suelo y contra los cadáveres de los que les precedieron. A ningún soldado muerto le falta su casaca.

Se decide a cubrir esa última distancia que le separa de la victoria, de la liberación, del miedo, una distancia vertical medida por las balas del enemigo, que astilla sus propios muros casi tanto como descabalga de él a hombres y niños. No mira hacia arriba ni tampoco hacia el suelo: mira al frente, a una sucesión monótona de bloques y juntas, de trazos de sangre y balas anidadas, incapaz ya de proponer oposición alguna al armamento con que le apuntan.

Alcanza las aspilleras de la mitad del muro, donde le sobreviene la sensación de que un río ha dejado de cubrirle, de que un fragor se ha desentendido de él. Allí la piedra se vuelve lisa, hermosa, amigable. Se quita la casaca roja poseído por el mayor entusiasmo. La casaca caracolea en su caída hasta juntarse en tierra con miles de cadáveres. Ya nadie le dispara; ni tan siquiera le consideran. Lo sabe y sigue subiendo con más brío, como si una escala transparente le facilitara el ascenso en el tramo final.

Traspasa los muros de la fortaleza.

Cruza miradas con otros que también lo han conseguido. Hay soldados muertos sobre los cañones, en los tejadillos, en la armería. Al igual que hacen los demás asaltantes, toma el fusil de uno de los caídos, y también su casaca gris.

Se abotona.

Apostado en lo alto de los muros, dispara ya contra el ejército enemigo, contra las casacas rojas que asedian el castillo, que se defenderá eternamente.