Semprún y la Shoah, por Antonio Jorge Meroño Campillo

Ahora que se cumplen 70 años de la liberación de los campos de concentración nazis, sirvan estas reflexiones como modesto homenaje a las víctimas de todos los totalitarimos.

 Semprún, en Buchenwald, pudo ver “la nieve en todos los soles, el humo en todas las primaveras”. La nieve, esa nieve de Buchenwald sería un recuerdo fijado en su memoria toda su vida. Nevó en las manifestaciones del primero de Mayo del 45 en París, donde él estaba presente. Hacía apenas unas semanas que los americanos habían liberado el campo. En Weimar, en Turingia, por donde había paseado Goethe. El escritor español hará referencia al famoso libro de Eckerman en “Aquel domingo”.

El loco universo concentracionario nazi, diseñado por Himmler, tenía varias clases. Tres, concretamente. Semprún fue a un campo para opositores políticos, donde la muerte venía normalmente por hambre y enfermedades, aunque había por supuesto ejecuciones y traslados a campos peores.

Lo peor queda reservado para los judíos: Auschwitz, Dachau: con la estrella de David en el pecho, no morían todos de inanición -aunque también- sino normalmente en la cámara de gas. La Shoah es sin duda el episodio más sangriento y vergonzoso de la Historia, y seguramente el mejor planeado.

Los nazis, con Hitler, Himmler, Heydrich a la cabeza, comenzaron a buscar una solución a lo que ellos llamaban el “problema judío” nada más llegar al poder en el fatídico año de 1933.

Mientras Semprún procura sobrevivir en Buchenwald, Milena muere en Ravensbrück. Corre el año 44- Hace veinte años que murió su amado Franz. La tuberculosis lo libró de correr una suerte parecida, la misma que Milena y parte de su familia: morir en un campo de exterminio, tras haber pasado un año  o quizá unos meses con una estrella de David cosida al pecho y un trozo de  pan con margarina como todo sustento diario, quizá algún día un incomible sopicaldo.

Unos seis millones de judíos perecerán en estos campos de la muerte. El ser humano es capaz de llegar a eso, diseñar campos de concentración para matar de hambre o en la cámara de gas a sus congéneres.

El pasado siglo fue el de mayor brutalidad de todos los tiempos, el de los totalitarismos, la política de bloques, dos guerras mundiales, el imperialismo, etc.

Pero Semprún, un resistente comunista, al ingresar en el campo, y ante la pregunta de su profesión, responderá que estudiante de filosofía. Le responden que eso no es una profesión. Va a ser destinado a un trabajo burocrático por el que ha sido muy criticado, pues pudo durante un tiempo disponer de la vida y la muerte de seres humanos. Los comandos comunistas estaban muy organizados en los campos y nuestro protagonista ha sido detenido por pertenecer a la resistencia comunista. Supongo que trató de salvar vidas, pero de todos modos resulta muy complicado juzgar a alguien que ha vivido una experiencia semejante.

Tras salir del campo, Semprún deambula por París. No tiene un trabajo fijo. Sigue con la militancia (supongo que los años en los que actuó en la resistencia antifranquista en España, esa continua búsqueda de riesgos, es de alguna manera una reacción a su experiencia como deportado).

Tenía pesadillas, no le gustaba hablar de su experiencia, y lo que es más importante, no podía escribir sobre ello. Seguramente ha sido el superviviente que mejor ha escrito sobre los campos de concentración. Ahora, ya desde hace algún tiempo, hay campos en la URSS. La izquierda europea, entre la que se encuentra Semprún, lo niega, no quiere ni oír hablar de los crímenes de Stalin. Esta actitud estuvo vigente hasta hace poco, y temo que vuelve a surgir de nuevo en movimientos populistas en auge.

Hasta 1963, ya prácticamente rotos sus vínculos con el PCE, no escribe su primera novela, “El largo viaje”. En francés, como casi todos sus libros. No es su lengua materna, sino la lengua de acogida, la del exilio del niño republicano. Sus obras son un trabajo de recuperación de la memoria, un empeño por contar algo que, esperemos, no se vuelva a repetir.