Teresa Colom y sus niños bestiales

Foto: Patricia Romero Pérez

La editorial madrileña La Huerta Grande ha editado en abril de este 2018, el primer volumen de narrativa de Teresa Colom (La Seu d’Urgell, 1973), en la que la escritora andorrana crea climas entre lo gótico y lo prodigioso, plasmados en cinco historias protagonizadas por niños de vidas y muertes extravagantes.

Aquí, un adelanto del primer relato del libro, titulado La Señorita Keaton y otras bestias.

La señorita Clock

La misma mañana en que se topó con la irreversibilidad de la vejez, la señora Clock supo que estaba embarazada.

Era la hora del desayuno. Las ocho y media. El sol entraba por los ventanales del imponente comedor con vistas al jardín. El señor Clock leía el diario, la sección de mercados. La señora Clock removía el té con desgana. En la superficie, bajo el vapor aterciopelado que desprendía, flotaba un grumo. Nada que no pudiera deberse al agua caliente y al propio té. Nada más verlo, a la señora Clock le vino a la mente la boca pastosa del señor Grum, el mayordomo. El señor Grum no había servido el té, había sido ella misma, pero la razón no fue tan rápida como la bocanada que le subió de repente y que la empujó hasta la taza del inodoro más cercano. Arrodillada en el suelo de mármol, la señora Clock vomitó restos de la cena de la noche anterior mezclados con algunas de esas sustancias de las que estamos rellenos. Náuseas matutinas. No era la primera vez que las sufría. Las había conocido diez años atrás, antes de su primer y único aborto.

Fue entonces, al levantarse para enfrentarse al espejo y compro- bar los estragos ocasionados por la indisposición, cuando advirtió en su propio rostro —como calcada del de su difunta madre— una arruga profunda que partía de la comisura del labio en dirección a las entrañas de la tierra. No era una arruga de expresión. No era una de esas arrugas que hoy tienes y mañana, si duermes bien, se desdibujan. A sus cuarenta y seis años, estaba familiarizada con las evidencias fáciles de enmascarar tras la esperanza. Aquella arruga no era un brote tierno, era un roble.

El médico lo confirmó enseguida. La señora Clock estaba em- barazada. De pocas semanas. Los señores Clock no daban abasto. A partir del tercer mes había que escribir cartas, tarjetas, telegra- mas. Muchos familiares y amigos debían conocer la noticia de pri- mera mano.

Durante los meses de gestación no ahorraron en atenciones y prudencia. Habría sido difícil cuidar mejor a una mujer embarazada. Reposo. Mucho reposo. El vientre de la madre no es un lugar cual- quiera, el vientre de la madre es la madre, y cuando la futura madre está tranquila, la criatura nace tranquila y al oír un crujido no se altera y, años después, cuando ya ha crecido, ante los diferentes desenlaces posibles de una situación, jamás considera más probable el que tiene las implicaciones más terribles. Del mismo modo, si la futura madre está triste, la criatura nace triste y, mientras las otras criaturas juegan despreocupadas, esta ya se fija en el cielo y, años después, cuando ha crecido, toma asiento en la consulta del psicoanalista, que avanza a cie- gas mientras intenta descubrir en su infancia conexiones con una tristeza que lleva arraigada en ella desde mucho antes. Y la señora Clock, entre descanso y descanso, se miraba en el espejo. No dejaba de mirarse en el espejo. Interrumpía los descansos para mirarse en él. El delicado espejo de Murano del vestíbulo, el gran espejo de la sala de baile, el espejo de cuerpo entero de la primera planta, el espejo de tres caras del tocador, la sopera de plata, las cucharas de plata. La señora Clock, que había sido la dulce y joven señorita Stam, la hija pequeña de los Stam, entraba en la sala de los retratos y se que- daba plantada frente al de su madre, la difunta señora Stam. Empezaba por la arruga en la comisura del labio con la que ella, cuando era pequeña, pensaba que su madre ya había nacido, ascendía hasta la frente, recorría el resto del rostro como si se contemplase en un espejo del futuro, volvía a los ojos y, desde la onda más próxima, se deslizaba por los cabellos sin llegar a las manos, que el artista no había pintado. Posaba las manos sobre el vientre con ilusión. Sentía cómo la criatura crecía en su interior. Pero solo tenemos un cuerpo y una mente, y la ilusión y las inquietudes desembocan en la misma mezcla… Pasaron los días, las semanas y los meses.

Ocho meses y dos semanas después de la primera náusea, al cabo de siete horas de contracciones y tres de parto, la señora Clock dio a luz a una niña.

Instalaron la habitación de la criatura en la primera planta. Ni demasiado lejos de la de los señores ni demasiado cerca. Al lado de las escaleras. Ni demasiado cerca de las estancias del servicio ni de- masiado lejos. Para las paredes escogieron un papel de un rosa tan delicado como los primeros meses de vida. Uno de los artistas con más renombre de la ciudad lo salpicó de pequeños pájaros blancos. Una cuna, un armario, una cómoda, una butaca y una ventana des- de la que se veía la salida del sol.

¿De qué color tenía los ojos? Los padres, los parientes, los amigos, siempre hacen la misma pregunta. ¿A quién se parece? ¿De qué color tiene los ojos? Todo el mundo quiere que la criatura se le parezca. La madre no lo dice, pero prefiere que la niña se parezca a ella. El padre no lo dice, pero prefiere que la niña se parezca a él, o a su madre. Aunque siempre hay excepciones, como la señora Fermet, la mujer del fabricante de conservas, a la que, mientras daba a luz al regreso de una inolvidable luna de miel por las lejanas tierras de Oriente, le importaba un bledo a quién se pareciera la criatura, mientras no saliese con los ojos achinados.