En la ciudad líquida de Marta Rebón, una lectura de Santi Fernández Patón

Lo único malo de este libro es su punto final. El debut de Marta Rebón en la narrativa (es una de las traductoras del ruso más reputadas de la lengua española) supone un hermosísimo homenaje a la literatura, a la lengua rusa, a la lectura como experiencia de largo recorrido, a los viajes, a algunas ciudades y a sus escritores. A la vida, en realidad.

En la ciudad líquida tiene una cualidad que la emparenta con Brújula, de Mathias Enard, a pesar de sus imaginarios tan distintos: la vasta erudición de su autora sobre una cultura distante se expresa de tal manera que, lejos de sumirnos en el fárrago, nos sumerge en un estado de hipnosis del que uno preferiría no emerger. Ha dicho su autora en alguna ocasión que pretendía ordenar todas las lecturas, las miles de páginas que ha traducido, las vivencias como lectora que incluso la han llevado recorrer lugares fundamentales en la vida y la obra de sus autores más admirados, y que al hacerlo se dio cuenta de que viajes y libros en realidad formaban algo indisoluble («Los libros tienen forma de maleta»). Eso es exactamente En la ciudad líquida, un libro en el que esas experiencias diversas se funden en un solo relato que brota con la naturalidad de una mirada al amanecer y logra, al vaivén de una tranquila marea, fundirnos en un movimiento íntimo y público a la vez.

La lectura de este libro se convierte así en un viaje, casi en sentido literal: cada pasaje está alumbrado por fotografías tomadas en su mayor parte por la propia autora y por el artista Ferran Mateo, «compañero de viaje», que amplían nuestro sentidos y nos hacen sentir cerca de Rebón, como si realmente hubiéramos estado a su lado en su periplo y en la forma en que después reverberó en ella. La experiencia se vuelve carnal y transformadora, justo como en esos libros que reivindica Rebón («la obra de un escritor permite al otro discernir lo que, sin ese libro, no habría podido ver de sí mismo», nos cuenta que decía Tolstói). El milagro radica en que su autora haya sabido plasmar su insaciable curiosidad de una manera tan generosa que nos vuelve cómplices de cada uno de sus descubrimientos. Un paseo durante una noche blanca por la avenida Nevsky de San Petersburgo, las ruinas en medio de un paisaje desértico del Alto Atlas marroquí o una mañana en Oporto (que es «como un verso que espera paciente la siguiente rima») parecen pertenecernos en la misma medida que a ella. Así, la sutileza con la que penetra en el alma de la literatura rusa, adonde acaban por conducirla todas los caminos, crea el espejismo de que se trata de un mérito compartido con nosotros. Rebón, desde luego, no habría conseguido ninguno de esos efectos si no se valiera de un estilo depurado y de cadencia natural, tan acertado como los propios hechos que relata.

Cabe también, por tanto, felicitar a Lara Moreno como editora de Caballo de Troya durante el año pasado, y es que Rebón ha escrito un libro tan personal que resulta inclasificable: crónica, diario, narrativa de viaje, ensayo literario, y lo ha hecho sin alharacas seudo modernas, sin convertir la forma en el propio contenido ni buscar el relumbrón efímero. Dice la autora que está ya escribiendo su primera novela. De momento, sabemos que En la ciudad líquida perdurará.